Vigilia Pascual (B) – 2012
April 08, 2012
Hemos llegado al final de un largo camino que comenzamos el Miércoles de Ceniza; un camino en el cual el amor, la misericordia y la acogida de Dios se nos fueron recordando una y otra vez por medio de su Palabra. Al iniciar este camino, seguramente nos hicimos varios propósitos de conversión y cambio y, por supuesto, rogamos al Señor para que ese cambio se diera desde lo más profundo de nuestro corazón.
Esta noche, es la oportunidad de confrontar nuestros propósitos iniciales con los logros obtenidos a lo largo de este tiempo que la liturgia cristiana nos ofrece para el aprovechamiento y crecimiento de nuestra fe y compromiso. Por eso es importante que hagamos el esfuerzo de interiorizar cada una de las lecturas que acabamos de escuchar convencidos de que ellas son el alimento con el cual Dios nos provee para continuar nuestra experiencia de caminada hacia nuestra propia plenitud.
En efecto, la liturgia de la Palabra de esta solemne Vigilia Pascual, nos ofrece una estupenda síntesis de la historia de las relaciones de Dios con sus hijos e hijas, relaciones que, aunque se refieren concretamente a su pueblo Israel, simbolizan la misma relación de Dios con cada uno de nosotros. Volver a dar una mirada a esa trayectoria de relaciones es mirarnos a nosotros mismos y sentir que a cada momento Dios extiende siempre sus brazos amorosos para acogernos y animarnos en este caminar.
Esta hermosa historia comienza recordándonos que al principio Dios mismo se encargó de crear un mundo maravilloso, organizado y libre, y que dentro de él puso a su máxima criatura: el ser humano quien fue hecho con sus propias manos a su imagen y semejanza. A su servicio dejó todo cuanto había creado, como nos dice el Salmo: “Todo lo sometió bajo sus pies”.
Sin embargo, esta hermosa historia de amor entre Dios y su creación se rompe por la infidelidad del ser humano, por su incapacidad de mantener esa armonía original, por su tendencia atrapadora y egoísta que olvida su semejanza con el creador y se deja arrastrar por sus más bajos instintos: la codicia, el odio, la violencia. Nos recuerda la historia que en vista de eso, todo ese orden se destruyó, pereció bajo las aguas del diluvio. Sin embargo, aún ahí, Dios no abandonó su obra maestra; con los sobrevivientes y su descendencia, se compromete en alianza eterna. Entonces, pese a nuestras fallas e infidelidades, contamos siempre con el amor y la bondad de Dios que no nos abandona.
Nos sigue recordando esta síntesis de la historia salvadora de Dios, que la manera más eficaz para mantener viva nuestra relación con él, es creer y confiar sólo en él, así como lo hizo Abraham quien a pesar de tener un solo hijo, no dudó en ofrecerlo al Señor, pues quien cree y ama no pone límites a su amor. Con todo, no siempre somos capaces de mantener ese abandono en sus brazos paterno-maternales. Demasiado pronto volvemos a fallar, nos alejamos de nuevo siguiendo nuestros propios caprichos. Así, nos vamos dejando esclavizar una vez más del egoísmo, de la sed del poder y del tener. Pero ahí, de nuevo la misericordia y la compasión divinas que no tienen límites, nos rescatan una vez más. Es lo que nos enseña la historia de liberación que escuchamos hoy.
Crear y liberar, dos actitudes que enmarcan la esencia de lo que es nuestro Dios. Dios crea por amor y libera porque su amor es vivo y comprometido. Las promesas de Dios que una y otra vez resuenan en el Antiguo Testamento por boca de los profetas, están relacionadas con esos dos momentos de la existencia humana: la vida y la libertad; cuando el pueblo se ha desviado de los ideales de la vida y se ha dejado someter por el mal, la voz del profeta anuncia siempre la re-creación y, por tanto, la liberación que sólo puede provenir de Dios.
Y esa promesa de la vida definitiva, se ha cumplido hoy en Jesucristo, quien sometido por lo lazos de mal y de la muerte, es liberado por la vida misma que es Dios. Por eso nosotros como cristianos debemos vivir la verdadera alegría de los hijos e hijas de Dios, porque no creemos en una simple idea, porque nuestra fe no se basa en supuestos o hipótesis; nuestra fe está fundada en un Dios vivo, creador de la vida y defensor acérrimo de ella; lo podemos constatar de manera definitiva con la resurrección de Jesús cuyo camino se abre en idénticas condiciones para nosotros.
Oremos a Dios, Padre-Madre, que en esta noche pascual su paso entre nosotros sea verdaderamente transformador y liberador, y que esa promesa de nuestra propia resurrección empecemos a pregustarla ya a través de una vida renovada y cada día más comprometida.
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