Viernes Santo – 2011
April 22, 2011
Hoy iniciamos nuestra celebración de una forma diferente a la acostumbrada. El Viernes Santo, es el único día del año en el que el centro y culmen de la liturgia de la iglesia no es la Eucaristía, sino la cruz, o mejor dicho, el crucificado. En este día comulgamos de la reserva del día anterior. Asistimos al evento, no al sacramento. Toda la atención está puesta en Cristo crucificado, a quien contemplamos y adoramos haciendo un memorial de su pasión y muerte, con la que se cumple la promesa de salvación hecha desde antiguo a través de los santos profetas.
Dios creó al hombre y a la mujer en un estado de gracia, paz y felicidad. A esto se refiere la alegoría bíblica del paraíso terrenal narrada en el capitulo segundo del libro del Génesis donde fueron puestos nuestros primeros padres Adán y Eva. Allí quería que tuvieran vida abundante, les indicó la forma de conservar esa vida, pero pronto vino Satanás (padre de la mentira) en forma de serpiente y los engañó. Comieron del árbol prohibido, desobedecieron la orden del Creador y cayeron en el pecado. Tuvieron miedo, comenzaron a huir de Dios y a organizar la vida a su modo.
Por esta desobediencia entró la muerte en el mundo: la muerte física y la muerte espiritual. La humanidad quedó esclavizada por el diablo, señor de la muerte y del pecado. Se rompe la relación con Dios y de los hombres entre si. El miedo a la muerte llena al hombre de orgullo y egoísmo y esto trae como consecuencia la acusación de uno contra otro y la justificación de sus pecados. Por esta culpa llega la desgracia y la maldición para el mundo. Enemistado de Dios y distanciado de sus hermanos el hombre no hace más que sufrir: le cuesta aceptar sus realidades, su carácter, defectos y sufrimientos. No puede entender el sentido de la cruz, ni nada que le contradiga.
Ante este drama de pecado, Dios se compadece de la humanidad enviándonos a su propio Hijo, que nació de una mujer, sometido a la ley de Moisés, para rescatarnos a los que estábamos bajo esa ley y concedernos gozar de los derechos de hijos de Dios (Gálatas 4:5). Jesucristo a diferencia de Adán actúa en obediencia a su padre Dios. Aceptó su voluntad y ofreció su propio cuerpo en sacrificio una sola vez y para siempre, para quitar los pecados del mundo y luego se sentó a la derecha del Padre. Allí está esperando hasta que Dios haga de sus enemigos el estrado de sus pies (Hebreos 10:12-14).
Cristo tomó la condición de siervo y aceptó morir en la cruz cumpliendo de esa manera la voluntad del Padre. Esta muerte vergonzosa y humillante se convierte en causa de salvación. “Para rescatar al esclavo Dios ha sacrificado a su propio hijo”. En la primera lectura de hoy el profeta Isaías dice: “Fue traspasado a causa de nuestra rebeldía, fue atormentado a causa de nuestras maldades; el castigo que sufrió nos trajo la paz”.
La pasión y muerte de Cristo es un acontecimiento horroroso, espantoso y deprimente. Nuestro Señor carga sobre sus hombros el dolor físico causado por los golpes y heridas, también el dolor moral causado por la ingratitud humana, el desprecio y el abandono. El profeta Isaías seiscientos años antes lo visualiza como un hombre lleno de dolor, acostumbrado al sufrimiento. Como alguien que no merece ser visto, lo despreciamos, no lo tuvimos en cuenta. Y, sin embargo, estaba cargando nuestros sufrimientos, estaba soportando neutros propios dolores. Todos nosotros nos perdimos como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, pero el Señor cargó sobre él la maldad de todos nosotros. (Isaías 53:3.4.6).
San Juan, en la narración de la pasión, destaca la traición de Judas, la negación de Pedro, la falsedad de los sumos sacerdotes, la cobardía de Pilato y la burla de los soldados. Jesús es tratado como un criminal y condenado a morir en una cruz.
La cruz era un escándalo para los judíos, una necedad para los griegos y un oprobio para los romanos. En el imperio romano la cruz era el lugar donde se les daba muerte a los criminales, especialmente a los extranjeros. A la cruz precedía la flagelación, luego al reo se le imponía la cruz y se le desnudaba.
En la cruz Jesucristo experimentó el abandono de su Padre, desde allí reza el versículo primero del salmo 22: “Dios mío Dios mío ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás lejos de mi súplica y de las palabras de mi clamor?”. La ira y la maldición de Dios cayeron sobre él, que se hizo pecador sin tener pecado para salvar a los pecadores.
En esta celebración de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, podemos ser asaltados por la nostalgia y la melancolía pero, este no es un día de duelo sino de liberación y expiación, en el cual debemos arrepentirnos y pedir perdón de nuestros pecados, para recuperar la gracia perdida porque al igual que aquellos que crucificaron a Jesús, nosotros también le crucificamos con nuestro egoísmo e ingratitudes.
La expiación en el Antiguo Testamento era un acto especial donde se realizaban sacrificios de animales para escapar de la ira de Dios sobre el pecado. Se derramaba la sangre de los animales como signo de liberación del pecado. La ira de Dios caía sobre los animales sacrificados en lugar del hombre (Levítico 4:27-31; 16:20-22). Había un día en el año en el cual el sumo sacerdote entraba en santuario y ofrecía un sacrificio por los pecados de todo el pueblo.
Con la venida de Jesucristo ya estos sacrificios antiguos no son necesarios, porque él se sacrificó en lugar de los animales como expiación. Él apartó la ira de Dios que estaba sobre nosotros. Un día como hoy Jesús al dar su vida por nosotros ha realizado el más grande gesto de amor, ha pagado un precio muy alto por nuestro rescate. Ante este derroche de amor y abnegación, ¿cuál debe ser nuestra actitud como cristianos? La respuesta a esta interrogante nos la da el autor sagrado de la carta a los hebreos que hemos leído: “Por eso debemos acercarnos a Dios con un corazón sincero y una fe completamente segura, limpios nuestros corazones de mala conciencia y lavados nuestros cuerpos con agua pura; busquemos la manera de ayudarnos unos a otros a tener más amor y hacer el bien”.
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