Viernes Santo – 2 de abril de 2021
December 25, 2024
Cuenta la historia que un sacerdote, mientas visitaba a los enfermos de un hospital infantil, visitó a un niño de siete añitos quien tenía una infección en su piernita, la cual estaba en peligro de ser amputada. Este niño, en medio de su terrible dolor, después de interactuar con el sacerdote le hizo esta profunda pregunta: “¿Por qué Dios no me ayuda? … ¿Por qué yo?”. El sacerdote realmente no sabía cómo responder; la pregunta le cayó como cántaro de agua fría. Ésta era una pregunta cargada con un excedente de significado. Y sí, muchas veces, en estas situaciones difíciles, es mejor no apresurarse a contestar.
Lo que hizo aquel sacerdote fue responder con paciencia, diciéndole al niño que Dios siempre estaba con él, que nunca lo había abandonado; le dijo que percibiera a Dios, que lo sintiera porque él estaba ahí, con él, en la habitación, en ese preciso momento. Cuando el sacerdote terminó de decir lo que realmente creía y sentía, el niño estuvo en paz, cerró sus ojitos y volvió a dormir.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. El salmista clama a Dios con una expresión sin igual, de dolor y pérdida. Es el mismo grito que Jesús exclamaría, según está narrado en el evangelio de Marcos y Mateo, cuando se encontraba frente a la muerte, y a una violenta, en la cruz. El pasaje del evangelio de Juan, que escuchamos hoy, también describe este drama de Jesús, desde su arresto, poco después de la última comida con sus discípulos. Jesús enfrenta con valentía la muerte que se acerca; en su encuentro con Judas y los que vienen a arrestarlo, Jesús toma su posición con tranquilidad y con conciencia de su fin. Pero al final, siendo verdaderamente humano, Jesús estaba sufriendo también. La misma pregunta del salmista y de Jesús en la cruz, es muy similar a la del niño de la historia inicial. En su desesperación, el niño en el hospital infantil, pregunta al sacerdote: “¿Por qué Dios no me ayuda? ¿Por qué yo?”.
Jesús, en el Gólgota, fue clavado en la cruz, en esa madera podrida destinada a ser un símbolo de vergüenza y humillación. Estaba sintiendo el dolor que el hierro oxidado producía a al atravesar sus nervios y huesos y estaba luchando para entender también por qué estaba allí. En medio de este calor seco e intenso del desierto, que sólo es posible a las tres de la tarde, Jesús lloró con voz fuerte: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Apenas podemos imaginar lo que pasaba por la cabeza de Jesús en ese momento: ¡Padre, ¿dónde estás?! ¡tengo sed, tengo sed, quiero agua! ¡Estoy sangrando! ¡¿Dónde estás padre? ¿Por qué no me ayudas?! ¡¿Por qué me has abandonado? ¿Por qué nos has abandonado?!
Probablemente muchos hemos experimentado este tipo de abandono de una manera u otra; hemos vivido acontecimientos inusuales e inesperados en un abrir y cerrar de ojos, y lo que pensábamos que era sólido y firme se ha desvanecido en el aire. Seguramente, muchos de nosotros hemos vivido -o estamos viviendo- esta realidad con la pandemia que parece no tener fin. Tal vez este “abandono” que sentimos se explicita en la pérdida de un ser querido, en una enfermedad, la pérdida de un trabajo; tal vez nuestras cuentas por pagar nuestra supervivencia básica se están acumulando y de repente estamos involucrados en esta ansiedad constante y preocupación que destruye nuestra capacidad de tener fe. Sí, en algún momento de nuestras vidas, experimentamos abandonos; en algún momento de nuestra vida experimentamos la ausencia de Dios. Pero Dios, en Cristo, experimentó la muerte en la cruz. Sí, Cristo sufrió y murió, pero el Padre no lo abandonó en la cruz.
Dios no nos ha abandonado. Él está presente con nosotros ahora en este mismo momento, está caminando con nosotros en nuestro sufrimiento, en nuestro dolor y en nuestras lágrimas; está caminando con nosotros cuando nos enfrentamos a la crisis y a la desesperación. Cuando este niño estaba en su habitación del hospital, llegó a creer que Dios estaba con él, en medio de su dolor, en el agua que estaba bebiendo, en la dedicación de las enfermeras y médicos, en las oraciones y el amor de todas las personas que lo rodeaban. Así que cuando gritemos e imploremos a Dios: “Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado?”, sepamos que, justo en ese clamor, estamos en las manos de Dios. En cierto modo, como dijo un teólogo muy sabio, este grito de dolor es la misteriosa y enigmática declaración de que Dios siempre estará con nosotros.
Sí, Dios estará siempre con nosotros, incluso en medio de nuestro propio abandono. Amén.
El Rvdo. Alfredo Feregrino, es nativo de la Ciudad de México y obtuvo su Maestría en Divinidad en la Escuela de Teología y Ministerio en Seattle University donde obtuvo también el primer Dr. Rod Romney “preaching award”. Fue desarrollador de misión en una congregación bilingüe y bicultural en Seattle/Renton Washington y ahora es Rector Asociado en All Saints Church en Pasadena, California, donde está al cargo del desarrollo congregacional.
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