Último Domingo después de la Epifanía (C) – 27 de febrero de 2022
February 27, 2022
LCR: Éxodo 34:29-35; Salmo 99; 2 Corintios 3:12-4:2; Lucas 9:28-36, [37-43a]
Transfigurados/as en Cristo
Muchas veces leemos, escuchamos y proclamamos el Evangelio sin que su lectura, escucha o proclamación nos impacte. Pero el Evangelio es la Palabra viva que ha de llevarnos a la conversión. La Buena Noticia del Evangelio exige que ella sea vivida, asumida, experimentada de tal manera que nos transforme. El Evangelio de la Transfiguración -o transformación de Jesús- nos ofrece la ocasión de revivir y asumir la experiencia transformadora de Cristo en nosotros.
La crisis. El trasfondo del relato de Lucas es de una crisis profunda dentro de la comunidad de discípulos. En el texto que antecede, Jesús les ha confrontado con su misión y proyecto, les ha manifestado el rechazo que sufrirá por parte de los líderes de Israel, ha anunciado su condena, pasión y muerte, ha explicado las condiciones para el discipulado y el seguimiento hablando de negación de sí mismo, cargar una cruz y llegar a entregar la vida. Eso era lo opuesto a lo que ellos imaginaban, ¡algo no cuadraba! Sus expectativas eran muy diferentes: el Mesías vendría a cambiar la historia política y social de Israel, traería el fin del sufrimiento, mejoraría sus vidas. Pero ahora el Maestro les proponía iniciar el camino hacia Jerusalén y hacia la cruz, una senda de rechazo, dolor y muerte. Después de escuchar al Maestro podemos imaginarnos que se sintieran defraudados, inseguros y apesadumbrados.
La oración. Es lógico que esto afectara también a Jesús, quien busca el camino de la oración para afrontar éste y otros momentos difíciles. Nos dice el texto que Jesús, acompañado de Pedro, Juan y Santiago, subió al monte Tabor a orar, en otras palabras, a buscar el consejo y la aprobación del Padre para el camino que emprendería. Al reconocernos limitados, tristes, abandonados o confrontados, tenemos la posibilidad, a través de la búsqueda de la comunión con Dios, de identificar su propósito para nuestras vidas y reafirmar nuestro compromiso con el seguimiento a Cristo. La oración en comunidad, en un mismo sentir, nos permite como pueblo alcanzar esa fe y confianza en la certeza que es Dios quien nos acompaña y guía.
El monte. Nuestro lugar santo, adonde hemos sido invitados a orar con Jesús, es todo nuestro planeta, creación de Dios y manifestación de sí mismo. Es nuestro “monte” donde podemos entablar un diálogo con el Padre en oración, donde ocurre la teofanía o manifestación de la gloria de Jesús, su transformación: “mientras oraba, el aspecto de su cara cambió, y su ropa se volvió muy blanca y brillante”. Allí aparecen Moisés, el legislador y guía de Israel, y el profeta Elías, ellos comentan lo que sobrevendría a Jesús en Jerusalén. A través de este diálogo, en oración, Jesús recibe la confirmación de que su proyecto es acorde a la voluntad de Dios en las palabras: “Éste es mi Hijo, mi elegido: escúchenlo”. Hoy también nosotros tenemos la posibilidad de hablar y escuchar a Dios, de dar y recibir, de amar y ser amados. Ese conversar con Dios también implica “escuchar” a nuestros Padres y Madres en la fe, a los profetas y apóstoles a través de la lectura y meditación en la Palabra. Como sucedió a Moisés y después al propio Jesús, nuestro rostro irradia luminosidad cuando hablamos con el Señor.
Letargo, miedo y falsas seguridades. Los discípulos, igual que a nosotros, aun en medio de esa manifestación de la gloria de Cristo y de la contemplación de su rostro luminoso, muestran tres reacciones que les dificulta percibir el acontecer de Dios. Primero, se sienten cansados y se duermen; segundo, al despertar quedan atónitos y sienten temor; y tercero, ya cuando quedan solos con el Señor, Pedro sugiere quedarse en el monte y construir tres cómodas tiendas, lo que se hace en la fiesta judía de los Tabernáculos, buscando seguridad y tranquilidad. Son reacciones y mecanismos que también nosotros experimentamos: nuestro cansancio y letargo, nuestros miedos frente a lo desconocido, nuestra falta de confianza en el Señor y la búsqueda de seguridades externas.
Meditemos este domingo en aquellas ocasiones en que nos comportamos como los discípulos en el monte Tabor. Muchas veces no somos conscientes de lo que Dios está haciendo en nuestras vidas y a nuestro alrededor porque nos mantenemos espiritualmente adormecidos. Puede ser porque estamos ensimismados o acomodados en nuestras propias maneras de pensar y en nuestras seguridades, por lo que no nos abrimos a nuevos cambios y transformaciones; no nos dejamos transfigurar por el Espíritu de Cristo que busca actuar en nosotros y nosotras. Nuestros bloqueos y letargos mentales nos llevan a no ser conscientes de la actuación de Dios en nuestros hermanos y hermanas, nuestros vecinos, conciudadanos, en nuestro mundo.
La acedia. Ese letargo y adormecimiento ha sido una de las características de nuestras sociedades y tiempo presente. Al igual que sucedía a los monjes en la Edad Media nos sobreviene la acedia o lo que se llamaba entonces “el demonio del mediodía”: una especie de apatía, pereza, desánimo, negligencia y desesperanza. Nos acomodamos en la melancolía por tiempos pasados que creemos fueron mejores, nos preocupamos de cuestiones baladíes y superfluas que no llenan de sentido nuestra existencia, nos quedamos tan ensimismados en nosotros mismos, en nuestros problemas y dificultades que no somos capaces de alzar la mirada al rostro de Jesús, que es el rostro del hermano. Los maestros, teólogos y abades, preocupados por la acedia que enfermaba a los monjes con un tipo de depresión moderna, consideraban que el mejor remedio contra este mal del desánimo estaba en el ocuparse de la caridad, en el ejercicio del amor hacia los semejantes; los monjes que eran pastores, agricultores o médicos dedicados al cuidado de otros, no padecían este mal. La diferencia con el contexto de los monasterios medievales es que la sociedad contemporánea, lejos de evitar y remediar la acedia, la estimula con su culto al individualismo, el ensimismamiento, la promoción del consumismo y la indiferencia hacia los otros, y los dramas de la humanidad y del planeta.
Conclusión pastoral. Al acercarse el inicio de la Cuaresma, propongámonos despertar a Dios en el amor, abrirnos a su voluntad para nuestro mundo necesitado. Seamos transfiguradas y transformados por Cristo para bajar del monte a trasmitir a otros la alegría de la salvación a través de nuestras acciones y obras. Que el rostro iluminado e iluminador de Cristo sea el que nos guie para que junto al apóstol Pablo podamos decir: “Nosotros, ya sin el velo que nos cubría la cara, somos como un espejo que refleja la gloria del Señor, y vamos transformándonos en su imagen misma, porque cada vez tenemos más de su gloria, y esto por la acción del Señor, que es el Espíritu”. Así sea.
La Rvda. Dra. Loida Sardiñas Iglesias es Presbítera de la Iglesia Episcopal Anglicana, Diócesis de Colombia, donde ejerce su ministerio en la Misión San Juan Evangelista. Es profesora de la Pontificia Universidad Javeriana en Colombia. Sus áreas de interés son Teología Sistemática, Ecumenismo y Ética.
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