Último Domingo después de la Epifanía (A) – 2011
March 06, 2011
Todas las lecturas de hoy hablan de montañas, montañas elevadas, montañas sagradas, como los escritores las describen, al igual que las montañas elevadas y sagradas que rodean a las congregaciones episcopales en los Andes ecuatorianos de América del Sur.
Muchas de estas congregaciones ecuatorianas están en las comunidades indígenas que se encuentran entre los 12.000 y 14.000 pies sobre el nivel del mar. Algunas de estas elevadas comunidades indígenas andinas han formado parte de la Diócesis de Ecuador Central durante décadas, mientras que otras comenzaron a buscar a la Iglesia Episcopal solamente en los últimos años, cuando esas comunidades invitaron a la diócesis (o Iglesia) a que las acompañaran en su viaje de vida y de fe.
Como ocurrió al inicio de este proceso o camino, la invitación de las comunidades sigue incluyendo el deseo de la presencia intencional y continua de la Iglesia en su vida comunitaria. No solo a través de los sacramentos, que consideran de vital importancia, sino también que la Iglesia sea realmente una compañera en los ciclos naturales de la vida y la muerte, de la siembra y la cosecha, de la alegría y la tristeza.
Y estas comunidades han expresado el deseo no solo de ser acompañadas, sino también de acompañar. Mientras caminamos juntos, creen que tienen mucho que ofrecer de la vida y la fe de sus propias tradiciones culturales y religiosas, de su visión indígena del mundo, de su espiritualidad. Por ejemplo, a medida que crecemos juntos, estos hermanos y hermanas indígenas creen que ofrecen a la Iglesia los dones de un mayor sentido de comunidad, de relaciones más sanas e integrales con el resto de la creación, y la posibilidad de una mejor calidad de vida de nuestra interconexión.
Hay un sentido de reciprocidad en esto cuando estas comunidades y la Diócesis de Ecuador Central juntas buscan ofrecerse a sí mismas y acompañarse mutuamente en formas que permitan que todas sean más transformadas por el Espíritu Santo, mediante el don de estas relaciones.
Las montañas de Ecuador y las relaciones de las comunidades que viven en ellas se relacionan directamente con las lecturas de hoy. Moisés sube al monte con Josué. Jesús pide a Pedro, a Santiago y a Juan que lo acompañen a la montaña. Jesús busca la compañía de los discípulos que le ofrecen el don de su presencia, y él a su vez, después acompaña a los discípulos cuando tienen miedo. Comparten el camino, la conversación. Escuchan juntos. Todos están cambiados. Ni Moisés ni Jesús caminan solos.
Ambos, Moisés y Jesús son transformados, aunque no en una especie de relación vertical, aislados a solas con Dios, como si eso fuera posible. La revelación de Dios, y la respuesta a la misma y el camino de transformación, siempre está mediada por la creación de Dios, tanto de los seres humanos como de los no humanos: la ley de Dios, escrita en tablas de piedra; la montaña y la nube que la cubría; la presencia como de fuego y el rostro resplandeciente como el sol; la voz que llama, y el toque que libera del miedo.
Dios habla y transforma a través de la Tierra y de todo lo que hay en ella, a través de nuestra inherente interconexión, y muy a menudo en relación a nuestra propia apertura a esta interrelación y el Espíritu de Dios dentro de ella.
Ambos, Moisés y Jesús fueron transfigurados, pero no como individuos solitarios. No hay ninguna epifanía privada, ni transfiguración privada, ni transformación privada. Ellos, y nosotros, somos transformados, transfigurados, en comunidad. Cuando Moisés y Jesús llegan a una comprensión más completa de quiénes son en Dios y de los propósitos que Dios tiene para ellos, lo hacen en apertura a una interacción intencional y fortuita con los demás. Necesitan estas relaciones.
Y a medida que nos entregamos más plenamente a Dios, sabemos que nosotros también necesitamos estas relaciones. Entramos en este tiempo de Cuaresma con el deseo de ser transformados, de caminar dentro de una conciencia más plena de los propósitos de Dios para el mundo y de nuestro lugar dentro de estos propósitos.
Y entramos en la Cuaresma también conscientes, en cierto nivel, de que hay inclinaciones dentro de nosotros y dentro de nuestras sociedades que nos separan de Dios y del prójimo, que nos alejan de los propósitos de Dios, que nos desacoplan de la equidad, la justicia y la rectitud de Dios de que habla el Salmo 99. Sabemos que hay inclinaciones dentro de nosotros que nos separan de esa interconexión vital con la creación de Dios y con las comunidades humanas y no humanas; que nos separan de esas relaciones que estamos llamados a mantener, honrar y cultivar.
San Mateo nos dice que, cuando Jesús se transfiguró y habló con Moisés y Elías, Pedro sugirió quedarse allí: “Voy a hacer tres chozas aquí”. Pedro podría tener muchos motivos, pero tal vez uno fuera el deseo natural de hacer de la experiencia de la transformación algo más manejable, menos difícil, más previsible y, para poseerlo de alguna manera y proteger o conservar algo que es fluido por su propia naturaleza.
¡Cuánto más fácil construir una choza, cerrando y conteniendo la experiencia de alguna manera, en vez de ser nosotros la choza, orgánicamente guardando el misterio y el amor y el caos santo que es Dios!
Cuando Pedro estaba hablando, Dios lo interrumpe. Dios les dice a los discípulos, y a nosotros, que tenemos que escuchar a Jesús; que tenemos que seguir escuchándole. Es un proceso continuo, no algo que pueda ser guardado y luego repetido mecánicamente.
Una manera importante de seguir escuchando a Jesús es a través de nosotros mismos; a través de nuestras relaciones con el mundo que nos rodea. Tenemos que seguir caminando por el camino, y “bajar de la montaña”, por así decirlo, y escuchar y ver juntos cómo Dios se nos revela a través de la creación de Dios y a través de nuestra relación mutua como parte de esa creación.
Nuestro llamado a escuchar a Jesús a menudo significa dejar nuestros espacios de confort siguiendo al Dios que habla desde la nube, desde la montaña y la tierra, desde la gran diversidad de la creación y de las culturas y de los pueblos y de las perspectivas dentro de ella, abriéndonos para ver los propósitos de Dios con otros ojos y ser transformados y renovados otra vez.
El programa misionero de la Iglesia Episcopal es una parte de este llamado comunal, de este viaje hacia y dentro de la transfiguración. A través de las múltiples actividades de los misioneros episcopales, tales como: la enseñanza de inglés, el trabajo con refugiados, el ministerio de sanidad, la agricultura rural sostenible, el ministerio universitario, el ser puente entre las iglesias del Norte y del Sur; son las relaciones mantenidas “lejos” y “en casa” las que en conjunto nos ayudan a ver a Dios de nuevo, a ser más transformados, y que nos permiten a todos buscar y servir a Dios en su creación en formas cada vez más amplias y creativas.
Por la gracia de Dios, el trabajo misionero crea y nutre posibilidades de relaciones transformantes y de comunidad, de nuevas maneras de ser. En la misión, se abren caminos a través de los cuales podemos conocernos a nosotros mismos y a nuestro Dios más plenamente. A través de la misión, a través de la comunidad creada en las relaciones transfiguradas, podemos crecer y vivir juntos el amor y la vida abundante que Dios nos ofrece.
Esta semana en el calendario litúrgico, a medida que descendemos de la montaña y entramos en el desierto, comprometámonos a entrar más plenamente en este camino de la transfiguración, de caminar juntos. Este caminar juntos en sí es un icono del reinado de Dios, mostrando visiblemente al mundo quién es Dios. Siguiendo este camino juntos, mediante las vidas de la gente y de las comunidades, podemos mostrar al mundo quién es Dios, como lo hizo Jesús. Hacemos un llamado al mundo al arrepentimiento como lo hizo Jesús. Sanamos al mundo tal como lo hizo Jesús. Por todo ello, Dios nos transforma a todos.
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