Último domingo después de Epifanía (B) – 11 de febrero de 2024
February 11, 2024
LCR: 2 Reyes 2:1–12; Salmo 50:1–6; 2 Corintios 4:3–6; San Marcos 9:2–9
Cuenta la historia que en un gran teatro de Europa instalaron pantallas digitales para reemplazar las viejas partituras de papel, e invitaron a la orquesta juvenil de la ciudad para dar un concierto. La orquesta se preparó con violines, clarinetes y muchos otros instrumentos. Pero a mitad del concierto hubo una falla técnica y se apagaron todas las pantallas. Sin poder leer la música, poco a poco todos los instrumentos dejaron de tocar, excepto Josefina, una jovencita de unos 15 años que interpretaba el violín. Josefina continuó tocando sola. Tocó por 20 minutos más, hasta la última nota del concierto. Al terminar, el público le dio a Josefina una gran ovación y el director de la orquesta le pidió que se acercara al frente del escenario. El público se dio cuenta de que la jovencita tenía lodo en los zapatos, cicatrices en las piernas, y que caminaba acompañada por un perro. El director de la orquesta explicó que Josefina era ciega. ¡Ella no dependía de ninguna pantalla digital para tocar música! Esa jovencita de 15 años se sabía todo el concierto de memoria.
El evangelio de hoy nos presenta escenas de esplendor sobrenatural: Jesucristo es transfigurado por la gloria de Dios; Eliseo observa a su maestro, el profeta Elías, subir al cielo en un carro esplendoroso; y el salmista celebra a un Dios que se acerca a la humanidad como un fuego destructor. ¿Cómo podemos interpretar esas imágenes de resplandor divino?
La lectura del evangelio describe la Transfiguración de Jesucristo. Según el relato, Jesús lleva a tres de sus discípulos (Pedro, Santiago y Juan) a la cumbre de un cerro. Allí Jesús cambia de apariencia: su ropa se vuelve blanquísima, y Elías y Moisés aparecen para conversar con él. Los discípulos también oyen una voz del cielo en la que Dios proclama a Jesús como su Hijo amado.
Pero estas experiencias parecen muy diferentes de la manera en que la mayoría de nosotros experimenta la luz o la gloria de Dios. Algunos sentimos la luz de Dios cuando escuchamos un coro majestuoso o cuando caminamos en la naturaleza. Pero muchas personas admiten que nunca sintieron la luz de Dios, o si la sintieron nunca la entendieron.
En la segunda carta a los Corintios, el apóstol Pablo nos hace una advertencia: la mayoría del mundo está ciego; la mayoría de la gente simplemente no puede ver la luz de Dios; pero el mismo pasaje Pablo nos da la clave de cómo encontrar esa luz: “El mismo Dios que mandó que la luz brotara de la oscuridad, es el que ha hecho brotar su luz en nuestro corazón”. ¡Ése es el secreto de la luz de Dios! Es una luz que no proviene del resplandor del televisor, ni de una pantalla digital. ¡Ni siquiera se encuentra en el resplandor nocturno de un gran estadio de fútbol! Según el apóstol Pablo, la luz de Dios brota en los corazones de todas las personas que se esfuerzan por seguir a Jesús.
Nuestro llamado, como pueblo cristiano, es identificar esa luz en nuestras vidas. En la carta a los Efesios (5: 8-11), Pablo nos manda que caminemos por la vida como hijos e hijas de la luz, y que no participemos de las obras de las tinieblas. Pablo explica que la luz de Dios produce “bondad, rectitud y verdad”. Dicho de otro modo, esa luz cambia nuestra forma de vivir y nos hace personas más bondosas, rectas y genuinas.
Algunos dicen que sólo pueden sentir la gloria de Dios cuando visitan una gran catedral. Es cierto que los grandes templos pueden, de alguna manera, ser fuente de inspiración. El silencio y la música que a veces allí se oye también puede inspirarnos. Pero, ¿no será que también podemos descubrir la gloria de Dios en nuestra vida cotidiana? ¿No podemos también sentir la presencia de Jesucristo cuando preparamos el desayuno, esperamos el autobús, salimos a comprar algo en la tiendita? A diferencia de Pedro, Santiago y Juan, nosotros seguramente no tendremos grandes visiones de Moisés y de Elías, pero como nos explica el apóstol Pablo, lo que importa es sentir la luz de Dios en nuestros corazones y, entonces, empezar a vivir como hijas e hijos de luz.
Hay momentos que son especialmente apropiados para sentir la gloria o la luz de Dios: cuando leemos la Biblia, cuando le oramos en privado o en familia, cuando asistimos a la iglesia y le adoramos con canto, oración y acción de gracias. También podemos sentir la luz de Dios cuando realizamos actos de justicia: cuando ayudamos a los más necesitados, cuando participamos con nuestra comunidad en causas por el bien común, cuando pedimos perdón a alguien que ofendimos, cuando trabajamos por la paz y la reconciliación en nuestra familia, comunidad o iglesia.
Cada vez hay más gente que le presta atención a las pantallas de los teléfonos, computadoras y televisores. Pero por más alta tecnología, definición en las pantallas, imágenes esplendorosas, no las necesitamos para tener la luz de Dios en nuestras vidas. Josefina no necesitaba pantallas que desplegaran la partitura porque ya tenía las melodías bien aprendidas y las llevaba en su corazón noche y día. De manera similar nosotros no necesitamos tener grandes visiones espirituales. Podemos explorar nuestro propio corazón y allí encontrar la luz de Cristo. Como lo hacía Josefina con su música podemos aprender a nutrir y a hacer crecer esa luz en nuestro ser. Entonces, podremos compartirla con los demás, con las personas que se encuentran en las tinieblas.
Busquemos siempre el resplandor de Dios en nuestro corazón. Su luz nos traerá calma y valor, nos dará guía espiritual y será una gran bendición en nuestras vidas.
Hugo Olaiz es editor asociado de recursos latinos/hispanos para Forward Movement, una agencia de la Iglesia Episcopal.
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