Sexto Domingo de Pascua (C) 2007
May 13, 2007
Hechos de los Apóstoles 14, 8-18
Apocalipsis 21, 22- 22,5
Evangelio según San Juan 14, 23-29
La curación narrada en la primera lectura nos recuerda el milagro efectuado por Pedro con otro cojo colocado a la entrada del templo llamada Hermosa: “Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar”, dijo Pedro (Hch 3, 8).
Ahora el milagro tiene lugar fuera de Jerusalén, en Listra, ciudad helénica colonizada por el emperador Augusto. La historia ilustra los primeros encuentros de los predicadores cristianos con la cultura pagana politeísta. Es un caso particular de religiosidad ingenua y crédula, de una población que cree las historias o leyendas poéticas de dioses que se presentan a los hombres en figura humana. Incluso se sienten halagados de ser ellos quienes reciben una de esas visitas.
Un hombre, tullido de nacimiento, escuchaba con atención la predicación de Pablo. Pablo lo vio y observó que tenía madera de fe para salvarse. Dirigiéndose a él le dijo: “Ponte derecho sobre los pies”. El cojo dio un salto y echó a andar.
La gente se asombra, y reacciona de acuerdo a una manera sencilla y primitiva de entender la religión. “¡Dioses en figura de hombres han bajado hasta nosotros”, exclaman. En un ambiente politeísta, los dioses abundan para cubrir cualquier necesidad. En este caso juzgan que Bernabé, más distante y solemne, es Zeus, y Pablo, el intérprete que habla, es Hermes.
El mismo sacerdote del templo de Zeus decide ofrecer el sacrificio a Bernabe y Pablo, ya que se han dignado llegarse a ellos en forma humana.
Pablo y Bernabé se quedan atónitos y les gritan: ¡Nosotros somos hombres, de vuestra misma condición! Entonces, Pablo, toma la palabra y aprovecha a pronunciar un discurso, que nos recuerda otro más filosófico y profundo que pronunciará en Atenas (17,22-31). Aquí, con palabras sencillas, les dice: “Os anunciamos que hay que abandonar los ídolos para convertirse al Dios vivo, que hizo el cielo, la tierra, el mar y cuanto contienen”.
Después de dos mil años todavía encontramos mucha gente, que sabiendo que existe sólo un Dios único adoran a ídolos callejeros. Se acercan a agoreros y brujos en busca de milagros y curaciones. Se acercan a madres “margaritas”, espiritistas a que les revelen los misterios de su vida y de su familia, y al final de la sesión, después de pagar, les regalan reliquias de la buena suerte y del amor. O van a “reguladores sicotrónicos” para que les liberen de enfermedades desconocidas, de brujerías, de hechizos, de maleficios, de envidias, de mala suerte, de miedos, de complejos y de toda clase de males. A todas estas personas ingénuas hay que decirles con claridad que sólo hay un Dios vivo que hizo el cielo y la tierra, y que nos ama.
En la historia de la Iglesia hemos observamos con tristeza, cómo los mismos sacerdotes y religiosos cayeron en la trampa de la propia idolatría. Se convirtieron en pequeños dioses para la gente. Se revistieron de poder y honores y esperaban y exigían del pueblo reverencias, besos de manos y de pies. Es hora de terminar con toda esa falsa religión y proclamar como Pablo, Bernabé y Pedro: “Los sacerdotes, somos sólo hombres”. ¡No somos dioses!
Siempre que nos apartamos del ejemplo de servicio y entrega que nos dio Jesús traicionamos su mensaje y formamos religiones falsas. No estamos en esta tierra para adorar a otros seres humanos. No estamos en esta tierra para que nos adoren. Estamos aquí para adorar al Dios omnipotente que se dignó enviar a su Hijo, y éste murió por nosotros en una cruz.
Pidamos a Dios que el Espíritu Santo nos ayude a discernir la verdadera religión de la falsa, y que nos recuerde día a día todo lo que nos enseñó Jesús. Amén.
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