Propio 9 (B) – 2012
July 09, 2012
Una de las vocaciones más difíciles de realizar es la de ser profeta. La mayoría de los elegidos para esta misión, en un principio, se han sentido débiles e impotentes ante el rigor de llevar la palabra en nombre de Dios. Pero precisamente es la Palabra la que se encarga de fortalecer a los escogidos y enviados.
El profeta Ezequiel, perteneciente a una ilustre familia sacerdotal le tocó acompañar a sus paisanos en la experiencia de un destierro por la que pasó su pueblo en el siglo IV antes de Cristo.
El destierro es una de las experiencias más triste y dolorosa por la que puede pasar el ser humano. Todo el dolor y el desgarro del que se ve separado de lo más entrañable se hace experiencia de vida, porque descubre que todo, hasta lo más propio puede dejar de pertenecernos.
La impotencia nos domina ante el drama de millones de personas que, presionadas por causas económicas, políticas, religiosas, raciales, climáticas, se ven obligadas a abandonar su casa, su tierra, sus raíces, su entorno, sin posibilidad de volver a comenzar una nueva vida y una nueva historia comunitaria, porque su futuro está en campo de refugiados.
Todo lo que antes, por costumbre común, se vivía en la rutina y lo normal, pasa a ser objeto de añoranza y necesidad que forma parte de uno mismo. La vida se convierte en anhelo por recuperar aquello que, de ser tan propio no se valoraba.
El Espíritu de Dios se reveló a Ezequiel y le dijo: “Hijo de hombre, te envío a los hijos de Israel a un pueblo de rebeldes, rebelados contra mí. Ellos y sus padres han pecado contra mí hasta este mismo día” (Ezequiel 2: 3-4).
De esta manera, el profeta invadido por el Espíritu divino recibe la misión de ser portavoz de Dios. Esta tarea se hizo muy difícil por las falsas esperanzas que se forjó el pueblo y el fuerte rechazo contra la persona de Ezequiel, que tenía que llevarles la contraria. Pero Dios le dijo: “Tú, hijo de hombre, no los temas, ni tengas miedo de sus palabras” (Ezequiel 2:6).
Ezequiel, desterrado entre los desterrados tiene que predicar desgracias y anunciar lamentos, pero el mensaje de la palabra será alimento cotidiano. Aunque se sienta rechazado por sus propios paisanos, al final sabrán que ha cumplido responsablemente con la misión encomendada.
Generalmente, la palabra profética es muy dura. A muchos cristianos nos gusta un mensaje que se acomode a nuestra condición social, que nos permita vivir y dormir tranquilos. Pero esa no es la misión del profeta. No se trata de conveniencias personales sino de una correcta actitud.
El profeta no debe preocuparse por éxito de su misión. Jeremías es el típico ejemplo de hombre fracasado, toda la vida predicando a los suyos el desastre y estos sin hacerle el más mínimo caso. Todo profeta ha de tener en cuenta que: “Te escuchen o no, sabrán que hay un profeta en medio de ellos” (Ezequiel 2: 5).
En la segunda lectura Pablo hace su apostolado, entre grandezas y pequeñeces una revelación profunda de su debilidad. Es algo muy profundo, como un aguijón en la carne que le apalea internamente.
En realidad, el caso de Pablo no es el único. En otros campos vale para todo ser humano. Por eso dice: “Tres veces le he pedido al Señor verme libre de él, y me ha respondido: ´Te basta mi gracia; la fortaleza se realiza en la debilidad´” (2 Corintios 12: 8).
Hay un detalle muy importante en el enfoque religioso de estas debilidades. Pablo no es pesimista, pero sí nos da a entender que de lo negativo puede salir algo positivo. Y un caso de esto es hacer patente que lo de Dios es compatible con la realidad humana. Es más, realmente la fuerza y acción de Dios se hace más patente cuando se lleva a cabo por personas que se hacen instrumento de su voluntad.
Pablo, vencido por la acción del Espíritu divino se dejó encontrar y se convirtió en el apóstol de los gentiles. En un momento de su vida se creyó invencible, cuando perseguía a los primeros seguidores de Jesús, pero Dios le venció.
Nuestra relación con Dios, al igual de Pablo, nos sugiere irnos al destierro. Tenemos que salir de nuestra tierra, segura y estable. Tenemos que abrir la puerta y salir, no esperar. Nos toca descubrir de nuevo que Dios anda suelto por el mundo sin querer fijarse a una tierra a un templo, a una tradición, a un dogma, a una cultura, a una forma de ser cristiano.
Nuestro antepasado Abrahán, modelo de fe, fue también invitado a salir de su tierra y de su familia, para entender que la vida es siempre una aventura abierta al futuro, en la que Dios, efectivamente, tiene la función principal y es siempre la referencia más importante.
Como cristianos, somos los descendientes de un nómada, somos los caminantes de la tierra, los peregrinos de la historia, los seguidores de quien no tuvo casa.
El evangelio de Marcos nos dice que Jesús también salió de su casa y de su tierra y al volver de nuevo a su patria sintió el rechazo y la falta de fe de sus paisanos. Por eso añade: “No desprecian más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos y se extrañó de su falta de fe” (Marcos 6:4-6).
La falta de fe es también falta de confianza. Aquella mañana en la sinagoga de su pueblo, sus paisanos no aceptaron el reto de que aquel Jesús pudiera transformar sus vidas. Todos conocían sus raíces humanas y su realidad familiar, lo que le servía de impedimento e incapacidad para ver más allá.
Él no podía ser el maestro de la vida, a pesar de su doctrina y a pesar de que de sus manos salían cosas maravillosas, milagros decían algunos. No habían llegado a la fe, aquella fe que hubiera apoyado el milagro de iluminar sus vidas para caminar en otra esperanza. Es decir, en el milagro de la aceptación de la Palabra que es el único milagro posible.
Nuestra vida como cristianos comienza a cambiar, el día en que descubramos que Jesús es alguien, que nos enseña cuál es la manera más hermosa, más humana, más auténtica y más gozosa de enfrentarnos a la vida.
¡Que no nos falte nunca la Palabra! Esta Palabra que, acogida desde dentro, nos hace cada día más humanos, más libres, más capaces de amar, vivir y crecer.
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