Propio 9 (A) – 2014
July 06, 2014
En el evangelio de hoy, Jesús emplea la palabra “padre” cinco veces, las cuales pronuncia en relación consigo mismo, al reconocerse como hijo de Dios. De igual manera debemos repetir nosotros la misma palabra muchas veces al día para invocar al que nos creó, al que debemos la vida y todo lo que somos y tenemos. El mismo Jesús nos invita a llamarle Padre nuestro. No solo es padre de Jesús, sino también nuestro.
La oración de bendición que hace Jesús a partir del verso 25, supera a las oraciones de todos los libros de la “sabiduría”, ya que solo Jesús puede afirmar que Dios ha escondido “estas cosas” – el misterio del reino y del propio Jesús – a los sabios y se las ha revelado a los sencillos.
Jesús manifiesta su alegría y alaba a Dios por la experiencia que tiene de la gente sencilla. La fe es un don de Dios, y para alcanzarlo hay que vaciarse de uno mismo, de privilegios, apellidos, sabidurías humanas, prejuicios, para hacerse sencillo. Dios no penetra en la realidad de la gente orgullosa y autosuficiente, que se vale de lo que sabe y pone a Dios a un lado. Este mundo es la peor escuela, donde se nos repite y se nos enseña cuando se dice que solo teniendo, poseyendo y logrando todo, podemos llegar a “ser” (algo). No olvides que en este mundo donde vivimos, algunos no alaban a Dios, no se alegran con el reconocimiento de sus bendiciones, porque no reconocen ni siquiera su existencia.
Los cristianos debemos confesar, alabar y reconocer la obra de Dios que practica Jesús, la cual consiste en salvar a los pobres, a los despreciados, a los leprosos de hoy como los homosexuales, lesbianas, enfermos de sida, a los divorciados, a los vagabundos o sin hogar.
Solo viviendo en Jesús y para Jesús, podremos reconocer la maravilla de los sencillos, lo que experimentan ante la presencia de Dios, porque el Dios y Padre de Jesús, es el Dios y Padre de la gente sencilla, a la que el mismo Dios comunica su sabiduría.
Recordemos a Francisco de Asís, una vez que reconoce la grandeza de Jesús, acude a la pequeña plaza de Asís y allí, ante los ojos atónitos de sus paisanos se despoja de sus vestiduras. Con ese gesto se apartaba de toda riqueza, pero también se vaciaba de todo lo que había aprendido para llenarse de la sabiduría de Dios, Francisco llegó a ser sencillo ante el mundo para convertirse en un poderoso ante Dios. Los saberes de este mundo no coinciden siempre con el conocimiento de Dios.
Jesús alivia a los “cansados y agobiados” por el peso de la vida y el legalismo fariseo. Jesús es dulce con las personas. Este descanso anticipa el descanso de después de la muerte. Cargar con el yugo de Jesús implica seguirle y aprender de él.
La fe que recibimos de Dios, nos ayuda a darle sentido a la vida y a soportar los sufrimientos propios del discípulo de Jesús. Esto nos coloca en el contexto de la vida cristiana que no es fácil. No es, como muchos piensan, asistir a una iglesia el fin de semana. Es todo un compromiso con el pobre, el desposeído, el desplazado, para convivir y compartir las bendiciones recibidas de nuestro Padre celestial.
Vivir en este mundo, llevando consigo el don de la fe, como dice san Pablo, capítulo 7, versículo 15 y siguientes: “No entiendo el resultado de mis acciones, pues no hago lo que quiero, y en cambio aquello que odio es precisamente lo que hago”. Es, en la mayoría de los casos, lo que sucede en nuestras vidas, adheridas a Jesús, pero con un comportamiento diferente al compromiso con él.
Muchos cristianos llevan una vida distante del evangelio, de la fe que profesan. En nuestros países hispanos/latinos, existe un dicho popular que reza: “A Dios rogando, y con el mazo dando”. Junto a Dios, tratando de seguirle, de serle fieles, pero esforzándonos por triunfar en nuestro ministerio.
La coherencia en la vida cristiana consiste en no olvidar, frente a las alucinaciones de este mundo que Dios existe, a quien hay que alabar, agradecer y dar a conocer. En otras palabras, sumergidos y rodeados de lobos, demos testimonio de nuestro Creador. Que no nos de miedo reconocerlo y confesarlo ante aquellos que nos rodean y especialmente, ante aquellos que aún no le conocen.
Jesús dice en el presente evangelio: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”, palabras que nos recuerdan no solo de la necesidad de ser sencillos, sino también de no ser violentos. La mansedumbre nos hace pacíficos, no pasivos como pueden entender algunos. No respondiendo a la violencia del otro, a la agresión del que pretende tomarse la “justicia” por su propia mano.
Vivimos en un mundo violento, donde los agresivos llegan al poder oscuro. La no-violencia es la mejor arma para lograr la justicia y la paz verdaderas. Jesús no respondió a agresiones, ni antes ni durante su martirio. Incluso perdonó al criminal, que lo reconoció como verdadero Rey, por eso le prometió llevarlo a su reino. Si logramos dar testimonio de esto, de que ser mansos y sencillos implica un profundo compromiso con el pobre, lograremos también establecer en los corazones humanos la única y verdadera paz. La paz se mantendrá en los corazones sencillos y mansos, en los corazones humildes, donde habita también Jesús.
La alabanza de Jesús al Padre por reconocer solo a los sencillos y llenar sus corazones con su sabiduría, es un llamado a cada uno de nosotros a hacernos humildes cada día, a reconocer la grandeza de Dios, porque sin Dios no tiene sentido la vida. Esto debemos transmitirlo a quienes nos rodean, hijos, hermanos, padres, compañeros de trabajo, a quienes caminan con nosotros, para que rindamos alabanza y gloria al creador y dueño de todo.
La humildad es entendida por muchos como ausencia de limpieza, de alimento. Por el contrario, humildad es la ausencia de orgullos y autosuficiencia humanos, donde no tiene cabida Dios. Humilde debe ser todo ser humano que es capaz de reconocer la grandeza de Dios y de admitir nuestra pequeñez. No importa si somos ricos o pobres, aunque se ha repetido una y otra vez, por el mismo Jesús, que “los ricos no entrarán en el reino de los cielos…”. Le “…será más fácil a un camello pasar por ojo de una aguja…”
La humildad y la mansedumbre, no son los ingredientes de este mundo inhumano, de ahí que logarlo implicará un gran sacrificio personal, que incluso en algún momento nos llevará a refutar la vida que llevemos en familia. Son muchas las cosas que impiden a una persona logar ser humilde de verdad.
Seamos justos, sencillos, mansos de corazón, alabando a Dios, reconociéndolo, amándolo a través de la obediencia, del cumplimiento de su ley, como afirma san Pablo en su carta a los Romanos, capitulo 7, versículo 22 y siguientes: “En mi interior me gusta la ley de Dios, pero veo en mi algo que se opone a mi capacidad de razonar: es la ley del pecado, que está en mí y que me tiene preso”. En otras palabras, si no somos obedientes, no lograremos permanecer adheridos a Dios.
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