Propio 6 (B) – 2015
June 15, 2015
La experiencia de plantar un árbol es sin duda muy especial. Colocar en la tierra, ya sea la semilla o bien una pequeña planta nos permite tener la visión futura de un árbol frondoso que dará sombra y frutos a las futuras generaciones.
La primera lectura tomada del libro del profeta Ezequiel nos habla de que para el mismo Dios la imagen de plantar un árbol es la mejor manera de mostrarnos su visión de una humanidad próspera y renovada.
Estas imágenes de la vida agraria son muy comunes en la Biblia. Las comunidades bíblicas dependían totalmente de la tierra; en ese ambiente son frecuentes los relatos sobre las cosechas, la buena tierra y los suelos estériles, la alegría de la lluvia y la bendición de frutos abundantes.
Estas narraciones de la sociedad agraria tal vez no tengan para nosotros en los tiempos actuales el mismo impacto que tuvieron cuando fueron escritas. La vida de aquellos que vivieron en los tiempos bíblicos giraba en torno a los cultivos y a la cría de animales de beneficio para las comunidades, bien para el alimento y vestuario así como para las labores agrícolas.
Las imágenes de la vida del campo tienen, sin embargo, un valor especial en nuestras experiencias espirituales. Un alto monte, un árbol frondoso, un manantial de agua cristalina y la sencillez de las ovejas tienen un equivalente en nuestra vida espiritual. “Yo, el Señor, digo: también voy a tomar la punta más alta del cedro; arrancaré un retoño tierno de la rama más alta, y yo mismo lo plantaré en un monte muy elevado, en el monte más alto de Israel (Ezequiel 17:22-23)
El cedro que menciona Ezequiel bien puede ser, el creyente firme y convencido que ha crecido en el conocimiento y el amor del Señor, a tal punto que su ejemplo es digno de imitarse.
Sin embargo, en este mismo pasaje, Dios dice: “Yo derribo el árbol orgulloso y hago crecer el árbol pequeño. Yo seco el árbol verde y hago reverdecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo digo y lo cumplo” (Ezequiel 17:24)
En la vida espiritual todos somos como árboles. Hay árboles con hojas, flores y frutos abundantes y otros que están a punto de secarse por falta de agua y de los nutrientes de un buen suelo. Cada ser humano nace y crece en un contexto particular. Unos han tenido la dicha de nacer y crecer en el seno de familias funcionales en las que el amor y cuidado entre sus miembros permite al miembro de la familia llegar a ser un árbol fuerte. Por el contrario, otros han tenido que vivir la disfunción familiar que impide un pleno crecimiento.
La misión de cada una de nuestras congregaciones es proporcionar las condiciones necesarias para un crecimiento espiritual sostenido en cada persona. No es casual que en nuestro lenguaje pastoral hablemos de plantar, renovar, crecer y dar frutos. En las comunidades donde se cultiva una relación íntima con el Señor y se construye una relación sólida y saludable entre los miembros, la visión del árbol frondoso que da sombra y refresca a los que se acercan es también la visión de la comunidad de fe. San Pablo nos dice: “Por lo tanto, el que está unido a Cristo es una nueva persona. Las cosas viejas pasaron; se convirtieron en algo nuevo” (2 Corintios 5:17).
Nuestra fe se fundamenta en la persona de Cristo resucitado. El mismo Señor que en su misión terrenal tuvo como centro de su predicación el anuncio del reino de Dios. Tanto para los que vivieron en tiempo de Jesús como los que vivimos hoy, no es tan fácil entender ese reino de Dios que nos muestra Jesús. Las parábolas usadas por el Señor, nos permiten captar un poco de la realidad del reino de Dios.
La semilla que germina en la tierra para luego dar frutos abundantes es una de las muchas imágenes que se mencionan en el evangelio para ilustrar el inicio del reino de Dios. Jesús nos propone que el reino de Dios es un proyecto marcado por varias etapas. Al igual que la semilla que necesita del suelo para germinar, el reino de Dios primero debe llegar al corazón del ser humano. La fuerza del Espíritu Santo se encarga de robustecerlo hasta alcanzar la madurez. El reino de Dios cobra vida cuando cada cristiano se ve a sí mismo como constructor de ese reino de Dios.
La imagen perfecta del constructor del reino de Dios es Jesús mismo. Todos los bautizados estamos llamados a ser continuadores de la obra iniciada por Jesús. La Iglesia, como comunidad de creyentes, es un signo visible del reino de Dios, llamada a ser la voz de los olvidados de nuestra sociedad y mostrarles la misma compasión de Jesús. La compasión y predicación de Jesús no pasaron desapercibidas en el tiempo que tuvieron lugar. Al Señor se acercaron centenares de seres humanos que vieron en él, al amigo, al profeta y defensor de los más débiles.
La reflexión que debemos hacer es, si la Iglesia continúa fiel al anuncio del reino de Dios. ¿Es la predicación y la compasión en nuestras congregaciones la misma que mostró Jesús? Celebramos con gozo que hay muchas congregaciones que imitan al Señor en su amor y compasión por los olvidados y rechazados de nuestra sociedad. Son comunidades inclusivas que practican una autentica hospitalidad. En ellas se recibe al inmigrante y se valora su experiencia, se invita a los jóvenes a participar en la vida de la comunidad, se recibe a cada persona tal como es, sin juzgarla ni condenarla por su orientación sexual o por su clase social.
No se puede decir lo mismo de otras congregaciones, que para decirlo en el lenguaje del profeta Ezequiel son “árboles verdes y secos”. En ellas se cultiva el prejuicio y la exclusividad. Algunas ostentan rótulos en los que se da la bienvenida a todos, pero al cruzar la entrada se nota una realidad muy diferente. Tales congregaciones viven en un glorioso pasado que dejó de existir y no abren sus puertas al vecino que es racialmente diferente.
El reino de Dios es un proyecto más grande que la Iglesia misma. La Iglesia no está llamada a proclamar su propio reino, está llamada a proclamar el reino de Dios. Todas las culturas y todas las generaciones están abiertas al reino de Dios. Jesús nos mostró que aun cuando tuvo la experiencia de vivir en una sociedad oprimida por el poder de Roma, no tuvo miedo de proclamar las buenas nuevas del reino. El Señor entró en contacto con una variedad de personas muy diferentes entre sí por razones sociales y religiosas. Sin embargo, el Señor comparte con cada persona el anuncio de un nuevo reino.
Entre nuestras promesas bautismales hay una que nos pide que luchemos por la paz y la justicia entre todos los pueblos y que respetemos la dignidad de todo ser humano. La comunidad de bautizados somos pues los constructores de un mundo más humano y más justo. El reino de Dios no es un concepto, es un proyecto que inició Jesús y todos participamos en su construcción aquí en la tierra.
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