Propio 6 (A) – 2017
June 18, 2017
“Si de veras escuchan mi voz y guardan mi alianza, serán mi propiedad personal”. Estas son palabras que, por medio de Moisés, dice el Señor a su pueblo elegido. ¡Ser propiedad de Dios, habitar en su casa, ser sus hijos e hijas! Esta es la vocación a la que estamos llamados, este es el propósito que Dios tiene para cada uno de nosotros.
Ser fieles a este pacto a esta alianza de amor depende únicamente de nosotros, en nosotros está el seguir el camino de nuestros egoísmos o decirle Sí al Dios del amor.
Para guiar nuestros pasos, para mostrarnos el camino Dios en su infinito amor nos mandó a un Pastor Bueno, el cual no nos deja, no nos abandona en ningún momento, Él es el pastor que nos muestra el camino de la verdadera felicidad. Si dejamos que el Señor sea nuestro pastor nada nos va a faltar.
La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. Éramos pecadores y Cristo se compadeció de nosotros y por eso, vivió y murió para enseñarnos el verdadero camino que nos conduce hasta el Padre. Por Él somos libres y responsables de nuestras decisiones y de nuestros actos, si queremos apartarnos del verdadero Camino, de la Verdad y de la Vida, la culpa será nuestra.
Seguir a Cristo es escuchar su voz, es recorrer los mismos caminos de amor, de perdón, de compasión, de paz y de justicia que él transitó. Si somos compasivos, como Él lo fue, estaremos dispuestos a vivir para predicar a los demás el mismo evangelio que Él predicó: el evangelio del amor y de la compasión hacia todos los que sufren, sin importar la condición social a la que pertenecen, sin importar lengua raza o color de la piel.
Ir y proclamar que el Reino de los Cielos está cerca. Mil años para el Señor son como un ayer que pasó. Pero lo que es irremediablemente cierto es que nuestra vida es corta y que, al final de nuestra vida, a Dios regresaremos. Tenemos que aprovechar los días y los años que el Señor nos concede de vida, para curar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos, arrojar demonios, dar amor y hacer felices a todas las personas que tocan a nuestra puerta.
Nuestro mundo, nuestra sociedad, está llena de personas ansiosas, de personas hambrientas y sedientas de Dios. En nuestro diario vivir, ¿cuántos hombres y mujer encontramos con enfermedades del cuerpo y de la mente que necesitan ser curados? ¿cuántas personas socialmente muertas? Muchas personas necesitan de nuestra caridad, de nuestro amor gratuito, de nuestro ejemplo cristiano, de nuestra lucha contra la injusticia. Todo esto, tenemos que hacerlo, por amor, porque como don lo recibimos, como don tenemos que ofrecerlo. Solo así, nuestro propio nombre quedará imprimido en el gran libro de la vida donde solo Dios escribe.
Los cuatro evangelios nos hablan de un Jesús compasivo y misericordioso. Probablemente este es el rasgo más característico de Jesús de Nazaret. Jesús se compadecía de todas las personas que sufrían, fueran de la condición social que fueran. No se compadecía de los ricos por el simple hecho de que fueran ricos, ni de los pobres por el simple hecho de que fueran pobres.
Se compadecía de aquellos ricos que se transformaban en esclavos de sus riquezas y confiando en sí mismos, se olvidaban de Dios; llamaba bienaventurados a aquellos pobres a los que su pobreza les había ayudado a poner en Dios toda su esperanza. Jesús se compadecía de todas aquellas personas que vivían esclavos de la soberbia y de la hipocresía. Llamaba bienaventurados a aquellos enfermos y pecadores que acudían a Él con corazón humilde y lleno de esperanza.
En el evangelio de hoy se nos dice que Jesús se compadecía de aquellas personas que sufrían porque caminaban sin rumbo por la vida, infelices, extenuadas y abandonadas, sin nadie quien les indicará el camino.
Jesús de Nazaret sabía que la verdadera felicidad está dentro del alma, que está dentro de cada uno de nosotros y que esa felicidad está al alcance de todos y cada uno de nosotros, seamos de la clase social que seamos, ricos o pobres, pero que para conseguirla es necesario fiarnos de Dios, dejarnos guiar y conducir por Él.
El Señor dice a los ricos que pueden ser felices si ponen sus riquezas al servicio de Dios, y dice a los pobres que la pobreza puede hacerlos bienaventurados si les ayuda a confiar en Dios y a poner en Él su esperanza.
Esto es lo que anunciaba Cristo cuando predicaba el evangelio del Reino, esto es lo que quería que hicieran sus discípulos, cuando les mandaba a trabajar en la viña del Señor. Esto es lo promete el evangelio del Reino de los cielos a todas las personas que se fían de Dios y saben compadecerse de los que sufren injustamente, a los mansos, a los limpios de corazón, a los que luchan por la justicia y no esclavizan a sus semejantes con sus propias ambiciones.
No es necesario llamarse Pedro, ni Juan, ni Santiago, ni pertenecer al colegio apostólico para sentirnos enviados por el Señor a esa mies tan inmensa en la que pocos trabajan.
Cada uno de nosotros, en nuestro pequeño mundo, en nuestro entorno, podemos hacer maravillas, podemos curar enfermos, ser luz para tantos que viven en las tinieblas, ser guías que muestran el camino a cuantos viven perdidos sin encontrar la vía de la verdadera felicidad.
Dios nos envía a su mies como operarios, cada uno en su sitio, en el aquí y el ahora. Hay una urgencia en la misión que Jesús les encomienda a los apóstoles: proclamar que el Reino de los Cielos está aquí. El texto dice “Reino de los Cielos”, pero esto no quiere decir que se trate de algo que está después o por encima de este mundo. El reino comienza ya aquí y ahora, necesita de colaboradores que hagamos posible su extensión como grano de mostaza.
Este Reino, es una nueva forma de vida basada en el amor. Jesús utiliza diez parábolas para explicarnos y enseñarnos esta gran realidad. Lo que está claro es que para que el Reino sea posible, son necesarias nuevas actitudes y vivir con coherencia los valores cristianos. Por tanto, lo único que tenemos que hacer es tomar conciencia y comprometernos por el Reino.
Miremos un poco al nuestro alrededor. ¡Cuánta tristeza, cuánta injusticia, cuánto desencanto por la vida!
Mirando al nuestro alrededor, alcemos los ojos al cielo y demos gracias a Dios por creer en Él, por nuestra fe y pidámosle que nos dé la fuerza y el coraje necesarios para llevar a los demás la alegría de nuestro vivir en Cristo, con Cristo y para Cristo. ¡Amén!
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