Propio 27 (B) – 2015
November 09, 2015
Algo que hemos de tener siempre presente al leer los evangelios es que no todo lo que nos dicen son palabras exactas y auténticas de Jesús. Las palabras que Jesús profirió ya no se pueden recobrar, por eso los escritores se esfuerzan, lo mejor que pueden, por transmitirnos el pensamiento de Jesús, pero ahora lo hacen con su propia psicología, con la peculiaridad del transmisor.
Por lo que nos cuentan los evangelistas, apreciamos que Jesús era un gran observador. Contemplaba la belleza de la naturaleza y calaba en el interior de los seres humanos. En el evangelio de hoy, con pocas pinceladas, se nos pintan dos actitudes muy humanas y que han perdurado a través de los tiempos: se trata de la vanidad y de la humildad. Jesús contrapone estas dos virtudes con ejemplos observados en la conducta de la gente.
El corto discurso de Jesús da la sensación de criticar a todos los letrados y maestros de la ley por igual. No todos se portaban de la misma manera. Por ejemplo, conocía a José de Arimatea, noble magistrado, que buscaba el reino de Dios con sencillez de corazón.
Pero sí es verdad que había muchos que eran arrogantes y que les gustaba hacer alarde de largas y preciosas túnicas que llegaban hasta el suelo y que les obligaban a caminar con lentitud y pompa. “Todo lo hacían para exhibirse ante la gente: llevaban cintas anchas y flecos llamativos en sus mantos” (Mateo 23:5). Les encantaba que la gente los saludara por la calle y los llamara maestros. Y naturalmente, tenían que ocupar los primeros puestos dondequiera que se encontraran, en las comidas y en las sinagogas. Lo mismo sucedía en las fiestas, ocupaban los lugares de preferencia donde todo el mundo pudiera verlos. Así se sentían como dioses, ¡pobres diosecillos humanos!
También les encantaba hacer largas oraciones. Oraciones dirigidas, más que a Dios, a los espectadores, en espera de la admiración de la gente, ¡qué bonitamente oran!
Pues bien, todo eso y más se ha repetido, una y mil veces, en la historia del cristianismo. Hemos visto a hombres de Dios vestidos con galantes atavíos y cargados de cruces y de anillos. Los hemos visto ocupando los mejores puestos. Los hemos visto viviendo en ricas mansiones y palacios. Los hemos visto arrogantes condenando sin compasión a todo el mundo como a pecadores sin redención. Les hemos oído dar órdenes a siervos y a criados. Estos representantes del humilde Jesús condenaron a muerte a muchos tenidos por herejes, pero luego resultó que estaban en la verdad. Todo esto nos lo recuerdan esos testigos modernos de la historia que son las películas históricas.
Y Jesús, desde los polvorientos caminos de Galilea, amonestaba a la pobre gente, ¡Cuídense de ellos, porque devoran los bienes de las viudas!
Y ese cuadro histórico que acabamos de pintar sigue reinando hoy con todo su poder, porque el ser humano, sigue siendo el mismo en todo tiempo y lugar. Y sigue habiendo rangos y jerarquías, títulos y honores, y clasismo y racismo. Y a cualquier ignorante le encanta el título de “doctor”, y comienza a utilizarlo en todo momento para que los demás admiren su saber. Y los hay que desean demostrar una superficialidad aérea a base de elegantes vestimentas, llamando la atención y atrayendo la admiración de un pueblo sediento de diversión. Y pronuncian largas e interminables oraciones. Mas Jesús dice: “Cuando recen no sean charlatanes que piensan que por mucho hablar serán escuchados. No los imiten, pues el Padre de ustedes sabe lo que necesitan antes de que se lo pidan” (Mateo 6:7-8).
Y Jesús, desde los polvorientos caminos de Galilea, amonestaba a la pobre gente, ¡Cuídense de todos ellos, porque devoran los bienes de las viudas!
En contraste a todo esto, Jesús nos presenta el ejemplo de una viuda pobre. Esa viuda, en silencio, sin atuendos ni atavíos, sin levantar la palabra, sin que nadie la observara, dio más que todos los demás.
Para nosotros hoy día la viudez no tiene las mismas connotaciones que en la Biblia. En el antiguo Israel la viudez era normalmente una tragedia social y económica. En una cultura patriarcal, la muerte de un marido significaba para la mujer, la muerte cultural. Así, la viudez adquiría la connotación de una persona que vivía en una existencia marginal, de extremada pobreza. Su crisis se agravaba si no tenía hijos capacitados para ayudarla en la economía doméstica. Al encontrarse en esa situación las viudas eran extremadamente vulnerables. Se convertían en el objetivo de fácil explotación.
Por ello, los profetas, a su vez, se convirtieron en los campeones defensores de las viudas. “¡Protejan a la viuda!” (Isaías 1:17), “¡No exploten a la viuda!” (Jeremías 22:3). “¡No opriman a las viudas!” (Zacarías 7:10).
Las viudas también destacan en todo el Nuevo Testamento. Jesús conocía muy bien la situación de las viudas. Por ello, en línea con los antiguos profetas, las defiende siempre que se presenta la ocasión. Movido por la compasión sanó al hijo de una viuda (Lucas:11-17). Protestó la explotación que se ejercía sobre las viudas: “devoran los bienes de las viudas” (Marcos 12:40). Invirtió las normas por las que la gente fuese juzgada a la hora de ofrendar. Las actitudes son diametralmente opuestas. “Muchos ricos daban en abundancia…de lo que les sobraba” (Marcos 12:41 y 44), pero la viuda pobre “echó unas moneditas de muy poco valor…en su indigencia, dio cuanto tenía para vivir” (Marcos 12:42 y 44).
El resultado fue que la viuda “dio más que todos los demás” (Marcos 12:43). Porque dio con sacrificio. Con un inmenso sacrificio. Podríamos preguntarnos, ¿cómo pudo seguir viviendo, si lo dio todo? Podía haberse guardado algo para continuar viviendo. ¡Pues no! ¡Se entregó totalmente a la Providencia! Si se moría de hambre, a buen seguro que el Señor se la llevaría a su reino. De esta manera se han portado muchísimos santos en la historia del cristianismo. Baste pensar en san Francisco de Asís, san Pedro de Alcántara, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, la madre Teresa. Y un sinfín de pobres anónimos que han sufrido y sufren en esta Tierra. Todos ellos dieron y se entregaron a sí mismos, sin reservas.
Con estos dos ejemplos, el evangelio de hoy nos transmite una enseñanza de Jesús con valores de eternidad. En la sociedad encontramos dos estrados de vida bien diferenciados, el de la vanidad y la arrogancia que se asocia con la riqueza, y el de la humildad y la sencillez que se asocia con la pobreza. Querer resaltar en esta vida por medio de atuendos, de apariencias, de superficialidades, a la larga solo nos conduce al vacío y a la desolación. Por el contrario, el reconocer nuestra humildad, nuestra humanidad, nuestra terrenidad, a la larga nos conduce a la reflexión y a encontrar el camino de la verdad.
Los más sabios, que por esta vida han pasado, son los que han descubierto de alguna manera los verdaderos designios de Dios. Ya lo dijo magistralmente el profeta Isaías: “Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los suyos y mis planes de sus planes”, dice el Señor (Isaías 55:9).
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