Sermones que Iluminan

Propio 26 (C) – 2013

November 04, 2013


El evangelio que leemos este domingo nos habla de la conversión. El personaje objeto de la acción salvadora de Jesús, es Zaqueo, palabra que usamos con mucha frecuencia para hablar de robo. Zaqueo es un jefe de publicanos, o sea, de cobradores de impuestos, personas de mala fama porque robaban a la gente cobrando más de lo debido, es decir, acostumbrados a cometer usura.

Y es que las riquezas no son malas en cuanto tales, sino en cuanto que proceden, la mayoría de las veces, de la violencia, del despojo, del engaño y de la usura. Zaqueo es un hombre rico. Al percatarse de la llegada de Jesús a Jericó, quiso “verlo” y fue “visto” por el Señor. Su pequeña estatura no obedece tanto a poca altura, sino a su exclusión por parte de la gente que lo veía como un ladrón, como alguien detestable, además de ser odiado por muchos.

El “trataba de distinguir quién era Jesús”, pero la gente se lo impedía. No pretendía comprar a Jesús, ni manipularlo, ni obtener de él su bendición. Al percatarse de la perdición a que le arrastraban las riquezas, tomó una decisión: “bajar del árbol”, es decir, cambia, da un viraje, se convierte, cambia de rumbo; y “lo hace inmediatamente”, es decir, sin demora alguna, sin dar tiempo al arrepentimiento ni cambio de decisión, para “dar lo que tenía”, es decir, volverse generoso y entregar o devolver, a quien había hurtado, robado, despojado, aquello que le pertenecía. Devuelve a los pobres y desposeídos por el mismo, todo aquello que había arrancado de sus manos.

De Zaqueo salen estas palabras, de lo más profundo de su corazón: “Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de todo lo que tengo; y si le he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más”. Jesús es el siervo-profeta del lado de los pobres y oprimidos, que invita a la conversión de todos y a todos ofrece su palabra. La conversión es un anuncio diario y a diario, para todos por igual, no importa su estatura espiritual, no importa su condición de pecadores, ni de pecado cometido, a todos por igual sin distingo alguno, sin excluir a alguien por su específica o especial condición. No importa su cercanía a Dios, o por el contrario, su lejanía de Dios. No importa su gracia abundante o por el contrario, su carencia de la bendición divina.

En el caso de Zaqueo, o de cada uno de nosotros, la conversión seguida de un banquete de comida, es signo del banquete eucarístico de los reconciliados. Cada Eucaristía, diaria o dominical, es el banquete de todos los que a diario, acuden allí para reconciliarse con Dios y con el hermano. Allí debemos reconocer el daño hecho a otros, lo que les hemos hurtado, lo que hemos hablado mal, lo que hemos hecho para destruir a otros. De allí debemos salir renovados, convertidos, para dar generosamente lo que abundantemente, hemos recibido de Dios.

El profeta Habacuc, capítulo 2:1-4, nos invita a estar vigilantes, “trepados en el árbol”, para saber cuándo el Señor se acerca. El profeta bien dice: “Estaré atento y vigilante, como lo está el centinela en su puesto, para ver qué me dice el Señor y qué respuesta da a mis quejas”.

El cristiano es aquel que permanece en vela, vigilante a la espera del Señor para llenarse de su bendición y acceder al proceso de conversión que es parte de su itinerario, de su jornada de profeta, de apóstol de Jesús. Es aquel que mira, observa y se percata, de la presencia del Señor para llenarse de su amor. Solo así lograremos el cambio radical de nuestras vidas, la conversión, el viraje, que nos lleve a la generosidad, al amor por el prójimo a quien hemos ofendido, a quien posiblemente hemos explotado. No será de otra manera, solo así. La llegada de Jesús, tarda pero llega, como dice el profeta Habacuc: “Aún no ha llegado el momento de que esta visión se cumpla; pero no dejará de cumplirse. Tú espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso”.

El tiempo de Dios, nuestro peregrinar, nuestro trabajo de apóstoles, el proceso de conversión, y muchas cosas más dentro de nuestra vida cristiana, son demoradas si las analizamos dentro de nuestro tiempo y de nuestra forma de esperar. Pero en el tiempo de Dios, todo llega, todo se da, todo se realiza. Solo hay que esperar sin desesperar. Hay que esperar en Dios.  El tiempo de conversión de alguien no se puede medir en tiempo. Dios irrumpe allí para amar, para reconocer, pero solo después de haber recibido la orden de entrar allí, no antes. El Señor toca a la puerta del corazón, pero no tumba la puerta del corazón del ser humano. Es el respeto de Dios a la libertad, maravilloso don, que dio al ser humano.

Como en el caso de Zaqueo, Jesús solo entra en casa de éste, cuando, después de alertarlo: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que quedarme en tu casa”. Luego Lucas dice: “Zaqueo bajó aprisa, y con gusto recibió a Jesús”. Solamente después de este suceso, llega a la persona la conversión, que no es ningún desmayo, ni ninguna convulsión, sino la alegría de sentirse salvo, lleno de la presencia de Dios. Por esto Jesús, al final del presente evangelio, exclama lleno de alegría: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque este hombre también es descendiente de Abrahán. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido”.

La conversión y el cambio de la persona, serán motivo de alegría también. Solo leamos en la Segunda carta a los Tesalonicenses, capitulo 1, versículos del 1 a 4 y del 11 a 12: “Hermanos, siempre tenemos que dar gracias a Dios por ustedes, como es justo que hagamos, porque la fe de ustedes está creciendo y el amor que cada uno tiene por los demás es cada vez mayor. De modo que nosotros mismos hablamos de ustedes con satisfacción en las iglesias de Dios, por la fortaleza y la fe que ustedes muestran en medio de todas las persecuciones y aflicciones que sufren”.

No en vano nos convertimos, no en vano cambiamos de vida, motivo no solo de alegría para Dios, sino también para aquellos que viven y practican la justicia divina. Nuestra conversión, que además de ser una gran bendición de Dios para nosotros, es instrumento de predicación. El testimonio de nuestra vida atrae a muchos hacia Jesús. Nuestra predicación viva, a través del testimonio de lo que sucedió en lo más profundo de nuestro ser, se convierte en gran atractivo, llena de expectación a aquellos que aún no conocen a Jesús. Los atrae de tal manera que embelesa, y lleva a mirar en sus corazones para encontrar sus miserias, objeto de cambio por la gracia de Dios. ¿No creen que Zaqueo una vez convertido, una vez despojado por sí mismo de todo cuando tenía, y que pertenecía a otros, y una vez devuelto a sus dueños, no se convirtió en el centro de las miradas de miles que antes lo despreciaban? Claro que sí. Ahora Zaqueo, una vez convertido y despojado por sí mismo de riquezas robadas y obtenidas de mala forma, es un nuevo discípulo de Jesús. La mejor predicación es aquella que brota del testimonio de vida que se comparte sinceramente, no del texto aprendido o memorizado.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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