Propio 25 (A) – 2014
October 26, 2014
El evangelio de hoy nos ofrece la oportunidad de analizar el por qué a Jesús le preguntaban algo que todo judío debía sabía de memoria.
A simple vista da la sensación de que el judío, en tiempos de Jesús, estuviera obsesionado con la ley. Y no podía ser de otra manera, ya que la historia de Israel había hecho de ellos un pueblo de la Ley. Las conquistas que habían sufrido a manos de los sirios, babilonios y persas, les habían demostrado que nunca llegarían a ser un pueblo políticamente poderoso, aunque siempre conservaran cierta esperanza de lograrlo. Por eso, sus miras, se habían centrado en algo diferente, en ser correctos o buenos, o todavía mejor, perfectos. Para ello contaban con la Ley, o la “Torá” como ellos la llaman.
Esa Ley estaba detalladamente escrita en el Pentateuco, o los cinco primeros libros del Antiguo Testamento: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. En esos libros se contiene una larga y compleja historia literaria. Todo judío debía estar familiarizado con el Pentateuco. Como todo cristiano debiera estar familiarizado con el Evangelio de Jesús.
Mas la Ley constituía toda una selva de preceptos. Conocerlos todos y practicarlos literalmente suponía un esfuerzo gigantesco fuera del alcance de la mayoría del pueblo. Era pues perentorio hacer una síntesis. ¿Sería posible reducirlos a unos pocos? Algo así ya existía. Contaban con los Diez Mandamientos, pero no era suficiente. Esas diez normas pueden abarcar mucho. Había que ser más concisos y específicos. Así, pues, tiene sentido el hacer una pregunta tan decisiva a alguien que estaba demostrando un saber excepcional.
Al leer los sinópticos, es decir, a Mateo, Marcos y Lucas, nos damos cuenta de que cada escritor nos deja la impronta de su carácter. Vemos que Marcos nos dice: “Un letrado que escuchó la discusión y al ver lo acertado de la respuesta [de Jesús], se acercó y le preguntó”. En Mateo, ese letrado se convierte en un fariseo que le pregunta “maliciosamente”.
En ambos casos, el personaje tenía un deseo sincero de descifrar algo que a lo largo de la historia Israel no se había plasmado con autoridad meridiana: ¿Cuál es el precepto más importante? Era imperioso dilucidar esta cuestión, porque vemos en otros pasajes de la ley que los jefes espirituales del judaísmo daban pareja importancia a normas secundarias que a normas de primer orden.
Esa misma confusión entró e imperó en el cristianismo durante muchos años. Así, sabemos por la historia, que famosos personajes – científicos y teólogos – fueron quemados por tribunales eclesiásticos por oponerse a doctrinas que hoy ya casi tenemos olvidadas. Hace poco se reconoció oficialmente que en verdad, existe una jerarquía en las verdades y en las normas y que no todas se han de medir por el mismo rasero.
La respuesta de Jesús nos ofrece la mejor definición y demarcación de los linderos de toda religión. La religión consiste en: “Amar a Dios y al prójimo”. Ahí se resume todo. Jesús les cita el Deuteronomio donde se lee: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (Dt. 6:5). Este versículo forma parte del Shema, el credo básico y fundamental del judío. Con esas palabras se inicia todo rito judío, y es el primer texto que los niños judíos deben aprender de memoria. El Shema inicia de esta manera: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno”. Las dos frases juntas, se debían recordar en todo momento, y se debían transmitir de padres a hijos e inculcárselas ya sea en casa o de camino, estando acostado o levantado. Ese credo es esencial y debe ser integrado en nuestro propio ser.
Si llegamos a encarnar ese mandamiento significa que daremos a Dios un amor que luego domine e impregne toda otra actividad. Cualquier cosa que hagamos funciona gracias al amor de Dios que existe en nosotros. Como un motor no puede funcionar sin la energía apropiada, nosotros no actuaremos apropiadamente si no amamos a Dios de todo corazón y con toda nuestra alma.
A ese mandato fundamental Jesús añade las palabras del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv. 19: 18). Si es difícil amar a Dios, al que no vemos. Tal vez sea más difícil amar al prójimo a quien vemos. Efectivamente, el prójimo se encuentra a nuestro lado y vemos y apreciamos las virtudes y defectos que existen en esa criatura de Dios. Y a veces surgen en nosotros emociones incontrolables que nos conducen a herirnos y a ofendernos. Eso sucede porque el amor que profesamos a Dios es flojo y débil.
Debemos considerar que el prójimo no es una amalgama de elementos carnales, sino que es “imagen de Dios” (Gn. 1: 26,27), es decir, superadas todas las apariencias, nuestro prójimo es de naturaleza divina. Y si amamos a Dios implícitamente debemos amar al hermano. Y al revés, el que ama a su hermano ama a Dios.
Jesús concluye su respuesta: “De estos dos mandamientos dependen la ley entera y los profetas” (Mt. 22:40). El letrado del evangelio de san Marcos aprueba la enseñanza de Jesús y añade algo que los israelitas debieran saber en aquel entonces: “Amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc.12:34).
Esto es lo que habían repetido como un ritornelo los profetas de antiguo. El Señor les había ordenado transmitir esa fundamental verdad: que el amor es más importante que cualquier otro sacrifico u holocausto. También aquí hemos fallado en el cristianismo. Para algunos todavía es importante cargarse de sacrificios extraordinarios, especialmente en tiempo de cuaresma, aunque paralelamente uno conserve odio o rencor a un familiar. Jesús también nos dijo que no lleváramos la ofrenda al altar si al mismo tiempo mantenemos animosidad contra alguien.
Esta doctrina es tan clara que excluye cualquier interpretación. Fariseos y escribas estaban obsesionados con la interpretación y cumplimiento de miles de preceptos. Podrían haberse ahorrado cualquier esfuerzo si hubieran amado de verdad a Dios y al prójimo.
También hoy, debemos analizar constantemente nuestras vidas para ver si en ellas domina el odio, la hipocresía, el fanatismo, el formalismo, o un verdadero amor a Dios y al prójimo. Pidamos a Dios que nos de la gracia suficiente para poder amarlo a él y al prójimo.
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