Propio 24 (B) – 2012
October 22, 2012
Iluminados por lecturas bíblicas de este domingo, uno de los temas que podríamos tratar hoy es el tema de la oración; en especifico, la oración de petición.
Tanto en nuestra celebración eucarística, como en nuestra vida diaria, tenemos varias formas de oración. Están, entre otras, la oración de alabanza, en el gloria; la oración de perdón, en la confesión de nuestro pecado; la oración de ofrecimiento en las ofrendas; la oración de contemplación e invocación, en la liturgia eucarística; la oración de petición, en la oración de los fieles y la oración de acción de gracias en la colecta final. La síntesis de toda forma de oración esta contenida en el padrenuestro.
Dentro de nuestras diferentes formas de oración, hay algunas que las hacemos sin esperar nada a cambio; las ofrecemos a Dios gratuitamente para contemplarlo, alabarlo y darle gracias. Pero hay también algunas expresiones que las hacemos con mucha fe, en espera de una respuesta. En la oración de petición, le pedimos al Señor algo o por alguien. Pedimos salud, trabajo, unidad familiar, por las necesidades de la iglesia y, en fin, por tantas intenciones que inquietan nuestro corazón, y que las ofrecemos llenos de fe y en espera de que Dios atienda a nuestro clamor.
En la oración muy a menudo nos desanimamos porque no obtenemos lo que pedimos. Entonces nos preguntamos por qué el Señor no atiende a nuestras súplicas. Muchos responden que tal vez lo que se pidió no era lo que se necesitaba, a lo cual el Señor no respondió. Otros afirmarían que el Señor es sordo al que sufre, y que se hace ajeno al problema humano. Otros dirían que hay que seguir pidiendo puesto que faltó fe en la petición, e invitan a orar sin desanimarse. Y cada uno, de alguna manera, encontraría alguna razón para justificar que la oración no fue atendida de acuerdo a sus deseos y a la voluntad de cada uno. Tristemente también encontramos que muchos pierden la fe y nunca más vuelven a orar o volver la mirada a Dios.
En el evangelio de hoy encontramos a dos discípulos de Jesús, Santiago y Juan, que en el camino a Jerusalén, se le acercan para hacerle una petición: “Concédenos que en tu reino glorioso nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.
Todo indica que las peticiones de Santiago y Juan no reflejan bien el amor y fidelidad a Jesús, su deseo de estar siempre cerca de él, siendo fieles hasta el final, en todo tiempo y momento. Sus peticiones apuntan más bien hacia la búsqueda de un privilegio, de un premio o un favor exclusivo. Su petición está más centrada en el individualismo y de alguna manera en la búsqueda de protagonismo, ya que aquí, en nuestro mundo no lo creían haberlo logrado. Como dice Jesús, “los pueblos los esclavizan”. De ahí que la respuesta dada por Jesús, de alguna manera, avergüenza a Juan y Santiago y motiva el enojo de los demás discípulos.
En esta lección del evangelio de hoy encontramos entonces, un gran contraste entre las enseñanzas de Jesús sobre el discipulado y las peticiones de estos dos discípulos. Mientras Santiago y Juan piden privilegio, posición, status, en el reino de Dios, Jesús les enseña algunas de las características más importantes del discipulado, tales como: la fidelidad, el servicio, la humildad y la apertura a la propuesta de Dios. Para ser discípulos del reino, se debe renunciar a privilegios, puestos de honor, y lugares exclusivos; implica abrir nuestro corazón a la fe en Dios que, mejor que nosotros, sabe lo que necesitamos. El discípulo, ante todo, debe ser hermano, hermana, que busca y ofrece el mejor puesto al otro, a aquel más necesitado, dejando que Dios le asigne el lugar que más le conviene, lo que Dios considera adecuado. Sabemos que al buen discípulo el Señor le asignará el puesto del justo.
Muchas veces el estar abiertos a la propuesta del Padre y aceptar ser sus discípulos conlleva sufrimiento. Sufrimiento que puede ser consecuencia de nuestro compromiso y fidelidad a la promesa y alianza hecha con Dios. Así que dice Jesús: “¿Pueden beber este trago amargo que voy a beber yo, y recibir el bautismo que yo voy a recibir?”
Esta pregunta de Jesús, es una forma de respuesta para los discípulos, al indicarles que más que lugares de privilegio, el discípulo, en su caminar cristiano, podría encontrar lo que Él encontró en el camino: rechazo, burla, persecución, injusticia, y en última instancia, hasta la misma muerte. La pregunta-repuesta de Jesús significaría también que nuestras peticiones hechas a Dios, pueden conllevar muchos tragos amargos, como el que Él bebió desde su cruz, y que son como una expresión de aceptación y fidelidad a Dios.
Este pasaje bíblico, nos puede llevar a pensar que muchas veces somos necios en nuestras peticiones. Pedimos lo que no necesitamos, pedimos puestos de honor que no merecemos, o simplemente pedimos privilegios que no reflejan la actitud de un discípulo verdadero.
Una característica común de nuestras oraciones es que muchas de ellas son como las de Santiago y Juan, peticiones exclusivas, individualistas y hasta de alguna manera egoístas, que no tienen en cuenta la necesidad y padecimiento de los demás. Así, pues, nuestra oración de petición debe ser precedida por un momento de reflexión, en el que nos deberíamos preguntar si nuestros deseos son los deseos de un discípulo del reino, si nuestras necesidades son algo necesario y bueno que Dios debe dar a sus hijos, y si son consecuentes con nuestra meta final que es la realización del reino de Dios entre nosotros.
Pero por encima de todo, sepamos orar o no, la invitación constante de Jesús es que oremos siempre y sin desanimarnos, que en el camino del discipulado Él nos enseñará a orar. También sabemos que Dios nos da no solo lo que necesitamos, sino mucho más. Él se nos ha revelado como un Dios lleno de amor y generosidad que da en abundancia, no solo hasta saciarnos, sino hasta que queden sobras (Juan 6: 13).
Es digno anotar también, que el deseo de Dios y el deseo del ser humano se encuentran, porque Dios, más que nosotros, quiere que seamos felices y salvos. Él ve nuestro sufrimiento y se conmueve; Él no se hace sordo a nuestra súplica. Aquellos que ya han logrado una madurez en la vida cristiana, que ya han abierto totalmente su corazón a la propuesta de Dios saben que antes de pedirlo, el Padre ya se lo ha concedido. Y, por lo tanto, su oración solo es de alabanza, gloria y agradecimiento.
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