Propio 23 (A) – 2014
October 12, 2014
El texto evangélico que leímos hoy se conoce como la parábola de la fiesta de bodas y va en la misma coordenada del evangelio que vimos el domingo pasado: la parábola de los viñadores asesinos. Aunque las imágenes usadas en cada parábola son diferentes, la temática o mejor dicho el mensaje que encierran es idéntico: la llamada de Dios a formar parte de su viña (su reino), y la consecuencia que trae consigo la negativa a querer aceptar al protagonista del reino.
El reino de Dios es presentado en la biblia con el símbolo de un banquete de bodas, donde todos los invitados deben llevar traje de fiesta y cara de felicidad. Esta alegría es fruto del amor del novio por su prometida. En el ambiente donde Jesús creció y ejerció su ministerio, las bodas hebreas eran como un convite, una fiesta de varios días donde se pasaba comiendo, bebiendo, cantando, danzando, proponiendo enigmas y en la alegre y ruidosa compañía de numerosos convidados. La tarde del primer día se acompañaba a la esposa de la casa de su padre a la casa del esposo, donde estaba preparada la mesa del banquete y la cámara nupcial. La madre había preparado al esposo con un turbante especial, la corona; así iba a buscar a su esposa, acompañado de los convidados a las bodas, dentro de los cuales el preferido se llamaba amigo del esposo. La esposa era llevada al esposo profundamente velada y adornada para su marido. El vestido de bodas de los huéspedes no era un traje especial; pero el que convidaba tenía derecho a que los huéspedes aparecieran en el banquete con vestidos de fiesta. (Diccionario de la Biblia, Edición castellana preparada por Serafin de Ausejo, Barcelona, Editorial Herder, 1967, Pág.244-245). Ante esta realidad sociocultural y religiosa de su tiempo no es de extrañar que Jesús analógicamente hablara de su reino como un banquete de bodas.
En la parábola de hoy, el rey representa a Dios, el hijo del rey representa a Cristo, los principales invitados eran los judíos y los criados los profetas y apóstoles que Dios envió a su pueblo, para ensenarle el camino del reino. Con esta parábola Jesús se refiere a las repetidas invitaciones que Dios había hecho al pueblo de Israel por medio de los profetas y apóstoles para que entrara a su reino. En ella podemos ver la paciencia que tuvo Dios con su pueblo Israel. San Mateo se empeña en destacar que Dios envió a sus mensajeros una y otra vez. (Mateo 22:3-5). Pero los invitados especiales no solo se negaron atender la fiesta del Hijo del rey, sino que mataron a sus enviados los profetas. “Uno se fue a sus terrenos, otro se fue a sus negocios, y otros agarraron a los criados y los maltrataron hasta matarlos” (Mateo 22:5-6).
El problema de Jesús con los invitados especiales (el pueblo de Israel) radica no en el hecho de que se ocuparan en sus asuntos personales como tales, sino en el hecho de no creer y aceptarlo a él como el Hijo de Dios. Estaban tan seguros de sus propios negocios que despreciaron el banquete que se le había preparado. Ante la negativa de los invitados, el Rey manda a sus criados por los caminos a invitar a todos cuantos encuentren, buenos y malos. Así la invitación de Dios pasa a los pueblos paganos y gentiles: “Les digo que muchos vendrán de oriente y occidente y se sentaran a comer con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos”, dijo Jesús (Mateo 8:11).
El reino de Dios ya no será más propiedad privada, en él caben todos porque: “Dios no hace distinción entre una persona y otra, sino que en cualquier nación acepta a los que le reverencian y hacen lo bueno” (Hechos 10:34-35). El banquete es para todos los pueblos, no solo para Israel. Dice el profeta Isaías: “En el monte Sion, el Señor todopoderoso preparara para todas las naciones un banquete con ricos manjares y vinos anejos, con deliciosas comidas y los más puros vinos” (Isaías 25:26). Abraham, Isaac y Jacob como antepasados de los judíos se sentaran con Jesús en su reino, porque ellos agradaron a Dios por su fe, pero los judíos de la época de Jesús aunque eran hijos de Abraham en la carne, de cierta manera herederos del reino, perderían su lugar en la mesa por su incredulidad.
Es motivo de curiosidad que el rey, después de invitar a la bodas a personas de cualquier clase y condición, esté poniendo objeción sobre la forma como habían de estar vestidos. Le dijo a uno de los convidados: “¿Amigo, como has entrado aquí, sino trae traje de boda?” (Mateo 22:12). Para entender esta posición, hemos de pasar a analizar cuál era el mensaje que Jesús quería transmitir. El vestido de boda representa la justicia de Cristo con que debemos revestirnos cuando aceptamos la fe; como dice el apóstol Pablo: “dejemos de hacer las cosas propias de la oscuridad y revistámonos de la luz, como un soldado se reviste de su armadura…revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no busquen satisfacer los deseo de la naturaleza humana” (Romanos 13:12-14).
El invitado que no estaba vestido para la ocasión, representa a los que no han tenido una fe verdadera en Cristo, y aunque han entrado en la casa de Dios con los demás invitados, no pueden sentarse a la mesa y disfrutar de los exquisitos manjares preparados, “porque no han lavado su ropa en la sangre del Cordero ” (Apocalipsis 22; 14); de ahí, que serán echados fuera, como dijo el rey en la parábola: “Átenlo de pies y manos y échenlo a la oscuridad de afuera. Entonces vendrá el llanto y la desesperación. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos” (Mateo 22:13-14).
La llamada de Dios es para todos; pero muchos oyen la invitación y de momento entran y les agrada el evangelio, pero no dan fruto de conversión, ni están dispuestos a entregar su vida por Cristo. Entran a la fiesta de bodas de Cristo a buscar sus bendiciones, pero no están preparados para quedarse con él y dar la vida como hermanos en señal del amor que él nos ha manifestado primero, y mucho menos a dejar que Dios sea todo en todo.
Aplicando esta parábola a nuestra propia existencia, hemos de hacernos conscientes que al igual que al pueblo judío Dios nos está invitando y dándonos todas las oportunidades posibles para que nos preparemos y subamos a su santa morada cargados de las obras buenas que necesariamente tienen que darse cuando de veras lo aceptamos a él como nuestro Señor y Salvador. La advertencia es para no descuidarnos, porque así como los judíos, que aunque beneficiarios del favor de Dios en el Antiguo Testamento, no dieron el fruto que Dios esperaba, y por eso fueron descalificados, así también nos puede suceder a nosotros. No seremos salvos por pertenecer a tal o cual iglesia, sino por hacer la voluntad de Dios. Si de verdad hemos creído y aceptado a Jesucristo organicemos nuestras vidas a la luz de los criterios del reino de Dios, mantengamos la comunión y dependencia total de él, cumpliendo las palabras del Apóstol a los filipenses: “Alégrense siempre en el Señor… No se aflijan por nada sino preséntenselo todo a él en oración; pídanle y denle gracias también. Así Dios les dará su paz, que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esa paz cuidará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo”.
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