Propio 17 (C) – 2010
August 29, 2010
Leccionario Dominical, Año C
Preparado por el Rvdo. Gary Cox
Jeremías 2:4-13 y Salmo 81:1, 10-16 (o Proverbios 25:6-7 y Salmo 112); Hebreos 13:1-8, 15-16; Lucas 14:1, 7-14
Por estas fechas, muchos niños y jóvenes regresan a clases. Muchas escuelas, especialmente las de secundaria, ya han comenzado las prácticas para los deportes de otoño, los ensayos para bandas y otros grupos musicales, y las sesiones para maestros acerca de cómo fomentar que los alumnos alcancen mayor rendimiento en los exámenes estatales. Los deportes, la música, y los exámenes académicos son cosas sanas para la juventud. Sin embargo, muchos cuestionan lo competitivo que parece gran parte del sistema escolar en Estados Unidos. En algunas escuelas hay mucho énfasis en ganar el campeonato, llegar a primer atril en la orquesta, sacar el mejor puntaje en el exámen o sacar mejores calificaciones que los compañeros de clase. Aunque la competencia excesiva puede causar conducta deshonesta, envidia, y discordia, el mensaje que a veces llega a los jóvenes es “lo más importante es ser primero”.
En el Evangelio de hoy, Jesucristo cuestiona esa idea. Él amplía una idea de la literatura judía sobre la sabiduría, específicamente en Proverbios, capítulo veinticinco, versículos seis al siete (Proverbios 25:6-7).
“No te hagas el importante delante del rey, ni te ubiques en medio de los grandes; más vale que te digan: -¡Sube para acá!- que verte rebajando en presencia del príncipe”.
Al ver que muchos buscaban los asientos de honor en el banquete, Jesús les advirtió que tuvieran la humildad de sentarse en los lugares de posición más baja, de las cuales podrían subir si fueran invitados a hacerlo.
La humildad, y su opuesto, el orgullo, se entienden de diferentes maneras. El orgullo o la soberbia consisten en ponerse por encima de los otros seres humanos y en lugar de Dios. Pero, estar orgulloso de los hijos, de la patria, o de la cultura de uno, no es pecado, siempre y cuando, uno no los vea con una superioridad absoluta, ni desprecie a los hijos, los países, o las culturas de los demás. Debemos recordar una de las promesas de nuestro pacto bautismal, la de respetar la dignidad de todo ser humano.
Incluso hay el otro extremo de la falsa humildad. Algunos teólogos latinos han observado que entre personas de origen o clase social más humilde, una tentación más que el orgullo es la falsa humildad: creer que uno no es nadie, ni sabe nada, ni tiene nada. Dios ha creado a todo ser humano en su imagen, y les ha dado dones a todos. Todos somos alguien en los ojos de Dios, sin importar nuestra condición social, nivel de estudios, raza, idioma, o estado migratorio. Dios nos creó, y Cristo dió su sangre por todo ser humano.
En Estados Unidos, de mañana en ocho días, se celebra el Día del Trabajo, Labor Day (lo que en muchos países se celebra el primero de mayo). Luchar por la igualdad y la justicia en los sueldos y condiciones de trabajo no es equivalente al orgullo ni es otro pecado. A la vez, los cristianos que buscamos la justicia social debemos recordar que los patrones, los dueños, y los que tienen diferente perspectiva política también son seres humanos a quienes debemos tratar con dignidad, porque hemos sido creados por el mismo Dios.
La humildad a que nos invita Jesucristo es básicamente la honestidad: reconocer que solamente Dios es soberano, y no considerarnos ni superior ni inferior a nuestros próximos. Ningún equipo deportivo, grupo musical, estudiante, dirigente, o país se queda en primer lugar para siempre. El tiempo comprueba las palabras de Jesús: “el que a sí mismo se engrandece, será humillado”. Y Jesús promete que el tiempo a largo plazo o hasta eterno comprobará que “el que se humilla, será engrandecido”.
En la segunda mitad del Evangelio, Jesús le dijo al anfitrión de la fiesta que invitara a los que no pudieran devolver el favor, a los que no tuvieran posición de importancia en el mundo. En el mundo, muchos tratan de ganar el favor de las personas que les pueden ayudar—los que están en una posición igual o más alta que ellos mismos. Tal vez quisieran subir a un nivel más alto, y para eso es útil conocer a personas de posición superior. Los que están en un nivel social más bajo no tienen tanta posibilidad de ayudar ni de tener intereses comunes. Pero, los pobres, los necesitados, y los inválidos son precisamente los que Jesús recomienda invitar. Ellos también son seres humanos que merecen dignidad como hijos de Dios. Concuerda con las instrucciones del pasaje de Hebreos de hoy, demostrar hospitalidad a los visitantes y a los extranjeros y compasión a los presos y a los que sufren. Al demostrar su interés especial por las personas más rechazadas y necesitadas, Jesús comprueba que no hay absolutamente nadie fuera del alcance del amor de Dios.
Los cristianos tenemos un modelo de las relaciones sociales que Jesucristo expresa hoy en el Evangelio. El modelo es la Eucaristía. En la Santa Eucaristía, Jesucristo mismo es quien nos invita. Si ya nos hemos hecho parte de su Cuerpo mediante el Bautismo, recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la comunión. Cuando comulgamos, todos estamos al mismo nivel. No importa nuestra posición social, salario, trabajo, grupo étnico, orientación sexual, edad, o país de origen. Comemos del mismo pan y tomamos del mismo cáliz.
Hace varios meses, un niño chiquito en una congregación le enseñó esto de nuevo al sacerdote. Antes el sacerdote solía dar a los niños bautizados pequeños una media hostia o un pedazo pequeño de la hostia del sacerdote. Pensaba que era apropiado dar la comunión en un tamaño especial para las manos y bocas pequeñas de los niños. Pero un día un niño reclamó. Miró el pan más grande en las manos de sus padres, y les preguntó por qué él recibió un pedazo tan chiquito. Él quería un pan igual al pan de los adultos. Es como si dijera: -Padre, yo soy tan miembro del Cuerpo de Cristo como ustedes, y merezco recibir la misma comunión que todos.
En el gran banquete de Jesucristo, quien es el anfitrión y el alimento a la vez, todos estamos en el mismo nivel. En la vida también, recordemos que todos hemos sido creados en la imagen de Dios. Todos somos redimidos por Jesucristo, quien dió su vida por nosotros. Todos somos invitados a seguir su ejemplo, dejando las competencias y cruzando las divisiones de las jerarquías humanas, hasta que se establezcan el amor, la justicia, y la paz del reino de Dios para todos y para toda la eternidad.
— El Rvdo. Gary Cox es el Vicario de la Iglesia Episcopal Santa Teresa de Ávila en Chicago.
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