Propio 13 (A) – 2020
August 02, 2020
¡Qué bien llega este mensaje que Dios nos da en los textos bíblicos de hoy! En primer lugar, a través del profeta Isaías, el Señor dice a quienes tienen sed que vengan por agua, que vengan a beber; “vengan”, también dice, “los que no tengan dinero, vengan, consigan trigo de balde y coman; consigan vino y leche sin pagar nada.” ¿Y quiénes son estas personas que tienen sed, hambre y necesidad? ¿Quiénes son los que están esperando esta invitación de parte de Dios? En el contexto de Isaías, eran los desterrados en Babilonia, exiliados de su tierra. Hoy son muchos de nuestros hermanos y hermanas.
La pandemia que estamos viviendo ha dejado a muchas personas, familias y comunidades en situaciones de sed, hambre, escasez y necesidad. El director del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, al comienzo de la pandemia envió una advertencia a las naciones; señalaba que con el coronavirus no sólo nos enfrentábamos a una pandemia de salud, sino a una de hambre, en la cual las mayores víctimas serían los más vulnerables. Y ésta es la realidad que estamos viviendo hoy. A pocos meses de dicha advertencia ya nos dábamos cuenta cómo muchas personas habían perdido sus empleos y, por ende, sus ingresos. Hoy sabemos que muchas familias no tienen recursos para comprar los productos básicos para su subsistencia. En algunos lugares, se ha recurrido a poner una toalla, prenda o trapo rojo en las ventanas, indicando necesidad de comida a fin de que una organización o un buen vecino ayude; en pocos días muchas ventanas exhibían las prendas rojas. En algunos lugares se ha visto la atención del gobierno y la solidaridad de organizaciones e iglesias que se han hecho presentes para colaborar; en otros se vive el abandono total, la escasez y la desesperanza.
Y es precisamente a través de la solidaridad de los pueblos, gobiernos, organizaciones y vecinos como la palabra de Dios adquiere actualidad y resonancia. La invitación que el Señor hace, a través del profeta Isaías, es un desafío a la humanidad entera a abrir sus brazos en fraternidad y aprender a compartir con los demás. Un pueblo solidario es presencia viva y sacramental de Dios en el mundo; Él, a través de sus seguidores fieles, construye una sociedad nueva, más humana y digna. Será mucho menos penosa esta pandemia del coronavirus y menos devastadoras sus consecuencias si todos atendemos al llamado de Dios a acoger al sediento y al hambriento para que beba y coma de nuestras propias mesas.
Este tiempo de crisis mundial se convierte en una oportunidad para dar y ser generosos. No es un tiempo para enriquecernos y acumular bienes y dinero. Sería muy amargo que alguien dijese: “durante la pandemia me fue muy bien, pues logré obtener un carro nuevo, una casa más grande o ahorrar para el viaje que he soñado toda la vida”. Éste es, más bien, un tiempo sagrado para considerar cuáles son los verdaderos valores humanos y cristianos que unen y mueven nuestra existencia.
En segundo lugar, y en la misma línea del profeta Isaías, el evangelio de Mateo nos narra lo que para muchos es considerado el milagro más grande de Jesús: el milagro del compartir. Tal vez lo más importante de esta acción de Jesús es cómo la hace. De acuerdo con el evangelista Mateo, los discípulos se acercan a Jesús y le dicen que es tarde, están en un lugar solitario y la gente tiene hambre. Jesús les da una orden: “denles ustedes de comer.” A lo que los discípulos contestan: “No tenemos aquí más que cinco panes y dos pescados.” O, dicho de otro modo, aquí no hay nada para compartir. La comida que hay es para los que la tienen y nadie más, los demás tienen que ir a buscar su propio alimento. Esta respuesta de los discípulos hace eco hoy, en nuestra realidad; son situaciones de escasez e individualismo.
Pero Jesús quiere iniciar algo nuevo en el mundo; por eso les ordena que traigan lo que tienen y ora. En su oración une la acción de los discípulos de poner los panes y los peces al servicio del reino, a la acción de Dios que es bendición. Bendecir es multiplicar, es reproducir. Y ésta es la gran novedad de Jesús y la lección para nosotros, sus discípulos y discípulas: cuando ponemos nuestros bienes al servicio del reino de Dios y confiamos en su Palabra, la comida nunca se hace escasa, tampoco la salud, ni el amor, ni la misma vida. El reino es abundante; Dios es generoso. A través de este milagro Jesús da a sus discípulos y discípulas, de ayer y de hoy, una profunda enseñanza que aún nos cuesta comprender: el hambre se erradica cuando se actúa colectivamente. “Denle ustedes”, este plural nos incluye a todos. Nos dice: cuando hay solidaridad entre los pueblos nadie tiene hambre. El individualismo es escasez y la causa de la miseria en el mundo. Pensar desde la escasez y el individualismo es contrario a la propuesta de Dios que nos llama a pensar y actuar desde la solidaridad, la fe y la confianza en su propuesta de amor.
La pandemia del coronavirus nos ha hecho constatar otro tipo de “hambres” profundas, como la disparidad social y racial en diversas naciones del mundo. Muchos pensábamos que la vida y obra del Dr. Martin Luther King Junior había servido para erradicar definitivamente el mal de la discriminación racial, por lo menos en los Estados Unidos, pero nos damos cuenta de que su trabajo no termina de echar raíces en el corazón de la cultura. Vemos también que la acumulación de bienes está unida a la opresión, la inequidad, la explotación indebida de la creación de Dios y de la dignidad del inmigrante, los afrodescendientes, las comunidades indígenas y todos los pobres de la tierra.
Es ahí donde Jesús vuelve a darnos aquella orden sagrada: “denles ustedes de comer.” O, para decirlo de otro modo, pongan sus bienes al servicio del reino y activen su sentido de amor y de justicia para erradicar de la faz de la tierra todo aquello que lleva a que los pueblos tengan hambre y sed, que no es otra cosa que un sistema de hambre alimentado por el egoísmo, la corrupción y el racismo.
El coronavirus nos ha retado de muchas maneras, incluso en la forma como celebramos nuestra santa Eucaristía. Nosotros, comunidades eucarísticas, sabemos que no nos alimentamos sólo de la Palabra que escuchamos sino también del pan, de Cristo que es compartido en cada celebración; éste es un valor inestimable dentro de nuestra iglesia. Hoy esperamos con ansia el día en que podamos compartir de nuevo el pan y el vino siguiendo el mandato de Jesús. Unidos a él, en comunidad, nuestra celebración es fuente de inspiración para un mundo necesitado de solidaridad.
Pidamos a Dios que su gran milagro de amor se multiplique en nosotros para que no haya más hambre en el mundo y proclamemos a viva voz que Él vive y reina, por los siglos de los siglos. Amén.
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