Propio 11 (A) – 2020
July 19, 2020
Hoy se cumplen ciento treinta días desde el 11 de marzo, fecha en la que la Organización Mundial de la Salud declaró el brote del nuevo coronavirus o COVID-19 como una pandemia. Para esa fecha esta enfermedad epidémica ya se había presentado en varios países de manera simultánea y se esperaba que el número de casos, muertes y países afectados aumentara en gran número. De hecho, hoy el total de infectados ha sobrepasado los diez millones y las muertes los quinientos mil. Hemos de decir que nuestra realidad tal como la conocíamos y la vivíamos a diario, antes de esta pandemia, dio un vuelco sin precedentes con graves consecuencias para hogares, instituciones y la población mundial.
La emergencia del COVID-19 nos ha traído caos, profundo dolor, duelo y sufrimiento, y a la vez nos sigue afligiendo por el temor a perder la vida, por la ansiedad que produce la incertidumbre y el desconsuelo ante lo desconocido. Temblamos ante la posibilidad de que en cualquier momento el coronavirus invisible y letal, nos separe de nuestros seres queridos de manera cruel y despiadada, nos prive de poder estar presentes en los momentos de agonía y de acompañar el paso al abrazo eterno del amor divino.
En medio de este drama, hemos visto gestos de generosidad y corazones compasivos que nos invitan a unimos en sus causas; también escenas de rechazo, prejuicio y supremacía racial que nos impactan y nos convocan a hacer todo lo posible para erradicar la maldad y los daños al espíritu que causa cada acto de violencia y asalto a la dignidad de cualquier individuo o grupo, no importa su país de origen, su color de piel, su cultura o estatus social.
Mientras vivimos el encierro de esta cuarentena nos hemos preguntado una y otra vez ¿cómo vamos a sobrevivir esta pandemia que ha revelado una historia humana plagada de desigualdades, injusticias, divisiones insondables entre quienes lo tienen todo y quienes poseen menos y viven al margen, totalmente carentes de futuro alguno?
Una de las respuestas ha sido salir a clamar justicia contra el abuso sistémico de instituciones que por años han oprimido a comunidades por ser diferentes olvidando que todos fuimos creados y creadas a imagen y semejanza de Dios. Y hemos salido a protestar, arriesgándonos a contagiarnos de este virus, para forzar los cambios sociales que permitan vivir con una nueva conciencia de respeto a la vida y la dignidad de todo ser humano. Pero no sólo por eso, también para reclamar una nueva manera de tratar con reverencia a nuestra madre tierra cuyo cuidado es nuestra responsabilidad, así como lo es nuestro futuro y el de las generaciones venideras.
Poco a poco hemos ido saliendo del encerramiento estricto, sin embargo, los protocolos de bioseguridad se mantienen vigentes. Se nos ha pedido que tengamos “conciencia social” para con nuestros hogares y para con la vida urbana y rural; hemos tenido que aprender nuevas rutinas y rituales como el de lavado de manos y el uso de mascarilla para protegernos mientras protegemos a nuestro prójimo; nos sentimos mal por no poder reunirnos a disfrutar de la vida social ni del alimento espiritual del Cuerpo y la Sangre de Cristo al no poder congregarnos para alabar a Dios en nuestros templos. La distancia física nos impide darnos el saludo, abrazarnos a la hora de la paz, disfrutar de la euforia de la alabanza, de estar juntos para eventos deportivos, conciertos, obras teatrales; ni siquiera para comer en restaurantes y mucho menos salir a bailar.
Sin embargo, a pesar de tantas restricciones y nuevas maneras de vivir lo cotidiano, hemos pasado a vivir casi sumergidos del todo en el mundo virtual de los medios de comunicación y las redes sociales. No nos damos abasto con tantos mensajes, disfrutamos de las ofertas de conciertos gratuitos, invitaciones a participar de variados servicios religiosos o seminarios que nos mantienen al día con ideas y avances de las luchas por la justicia en nuestras comunidades. Desde luego, va a ser difícil dejar de lado esta manera de comunicarnos.
Y mientras nos adentramos en lo que va a ser nuestra “nueva realidad”, no nos apartemos del Espíritu de Dios que ha estado en nosotros prodigándonos la fortaleza que le hemos pedido en nuestras oraciones, infundiéndonos el amor que mueve nuestra alma a actuar en favor de quienes han perdido el trabajo, de quienes ven sus ahorros desaparecer al perder el pequeño negocio, o la familia que no tiene suficiente para pagar el alquiler y los servicios ni para alimentar a sus seres queridos, o de quienes no saben de dónde van a sacar dinero para enterrar a sus muertos. Confiemos en el poder del Espíritu de Dios que es justo, de infinita bondad y compasión para con su creación.
El apóstol Pablo, a quien escuchamos en su Carta a los Romanos, nos aconseja que vivamos conscientes y centrados en el Espíritu de Dios que vive en nuestro espíritu porque es él quien nos libera de la esclavitud que puede hacernos caer de nuevo en el temor y en la desesperanza; nos alienta a que llamemos a Dios: «¡Abbá! ¡Padre!» con la más profunda expresión de gozo y gratitud porque ese Espíritu se une al nuestro para revelarnos que somos sus hijos e hijas y que compartimos con Cristo, su Hijo amado, la herencia de la vida eterna. También nos alivia al ofrecernos el consuelo y la esperanza de que los sufrimientos por los que estamos pasando “no son nada si los comparamos con la gloria que habremos de ver después”.
Hermanos y hermanas, vivamos fieles a las enseñanzas de Jesús, vivamos como Él vivió para de esa manera sentirnos llamados y llamadas a ser de Cristo, llenos y llenas del fuego de su Espíritu Divino que mora en nuestro ser; ese Espíritu que es nuestra guía e inspiración para llegar a realizar la misión de Dios en este mundo. Vivamos en el Espíritu y pidámosle como canta el salmista: que nos enseñe el camino para que vivamos en la verdad divina y que agradecidos y agradecidas glorifiquemos su Santo nombre ya que por siempre grande es su misericordia para con nosotros y nosotras. Amén
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