Pentecostés 6 (B) – 4 de julio de 2021
July 04, 2021
LCR: Ezequiel 2:1–5; Salmo 123; 2 Corintios 12:2–10; San Marcos 6:1–13.
“Y estaba asombrado porque aquella gente no creía en él.”
Jesús volvió a su propia tierra, con sus discípulos. Esto hubiera sido Nazaret, al norte, en Galilea, un área mixta, de judíos y gentiles.
En esos años el rey Herodes Antipas había decidido construir dos nuevas ciudades: Sepphoris y Tiberias. De hecho, cuando la biblia dice que José era carpintero, la palabra griega significa más bien trabajador -quizás albañil-. Es bastante probable que José y Jesús hubieran trabajado allí.
Para construir sus nuevas ciudades, Herodes había expropiado las tierras de mucha gente. Bastantes se quedaron sin tierras, sin casa, sin nada; podemos imaginar la situación: gente desesperada, sin ningún apoyo, quizá sufriendo de enfermedades tanto físicas como emocionales. Fue entre ellos que las primeras cenas eucarísticas, en memoria de Jesús, tuvieron lugar; cenas abiertas a cualquier persona con hambre.
Así que este sábado, Jesús, como buen judío, fue a la sinagoga y se puso a dar un sermón. Al oírlo, muchos de su propio pueblo se quedaron boquiabiertos. “¿Dónde aprendió éste tantas cosas? ¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es éste el carpintero, [el albañil], el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no viven sus hermanas también aquí, entre nosotros?”. Como quien dice: “a éste lo conocemos bien y no es ningún profeta”, cuchicheaban, chismeaban, quizás se burlaban. Lo que está claro es que no tenían fe en él. Es decir, no confiaban en él. Porque “fe” significa confianza plena, como cuando una madre dice: “yo tengo fe en ti, mijo.”
Esta desconfianza hubiera tenido sentido si Jesús se hubiese puesto a decir disparates, o a contradecirse, pero probablemente les habló de su mensaje principal, su evangelio, es decir, la buena noticia de Dios: que el Reino de Dios estaba llegando y que era necesario cambiar de corazón y actitud, y confiar en la buena noticia.
Quizá no sólo desconfiaban de Jesús: También desconfiaban de su mensaje. Él les decía que el mundo iba a cambiar: que Dios quería establecer su reino de verdad, justicia, paz y amor aquí, en la tierra. En ese orden, porque sin decir la verdad no podemos trabajar por la justicia, y sin justicia, no puede haber paz, y sin paz, no puede haber amor.
Por boca de Jesús, Dios les estaba ofreciendo un mundo nuevo. En el pueblito pobre de Nazaret probablemente muchos estaban ya hartos de la invasión romana hacía tiempo. Hartos del desprecio, abuso, escarnio de los ricos vagos y del menosprecio de los orgullosos. Y, aun así, aunque la noticia del Reino era, sin duda, que el Reino de Dios es para los pobres, fueron los mismos pobres desesperados quienes desconfiaron de Jesús y su buena noticia ¿Por qué?
Era una noticia fenomenal que muchos querían oír: la llegada de un nuevo mundo, con el gobierno de Dios, por así decirlo; un mundo lleno de la verdad, sin mentiras ni manipuleos, de justicia: en el que hacemos lo justo -participación de todos y todas en la abundancia de la creación de Dios-; un mundo de paz, no sólo la cesación de todo conflicto sino en el sentido hebreo, de shalom: bienestar, abundancia. Un mundo de amor, es decir, agape, cariño, en el cual verdaderamente somos hermanos y hermanas unos de otros. Así era el mundo que Jesús anunciaba.
Quizá desconfiaban porque lo habían conocido desde chiquito, habían oído sus rabietas y lo habían visto jugar; en fin, se preguntaban: y éste ¿quién se cree que es? O desconfiaban de la noticia misma: demasiado grande, atrevida, maravillosa para creerla así tan fácilmente, simplemente porque ese muchacho Jesús, que se había ido con Juan Bautista, la dijera. Aunque para decir la verdad, Jesús estaba dando prueba de su mensaje curando enfermos, haciendo milagros, declarando el perdón de Dios a quien simplemente tuviera fe -confianza-.
Y por eso, precisamente, no pudo hacer casi nada en su propio pueblo. Aunque sus compueblanos necesitaban a Dios, eran un pueblo desobediente que se había rebelado contra Dios -a lo mejor sin darse cuenta-. Se les había olvidado cómo tener esperanza, confianza; eran tercos y de cabeza dura. Así que Dios les envió a Jesús para que les dijera: “Esto dice el Señor”, “El Reino de Dios está por llegar; cambien de corazón y confíen en la buena noticia.” Y aunque no le hicieran caso, porque eran gente rebelde, sabrían que hay un profeta, un vocero de Dios en medio de ellos.
Y no lo iba a hacer solo. Envió sus discípulos de dos en dos, por todas las aldeas del área, con autoridad. Es decir, los hizo apóstoles, delegados, enviados con autoridad. Les ordenó que no llevaran nada sino solamente un bastón. Ni pan, ni provisiones, ni dinero; sandalias sí, pero ni siquiera un cambio de ropa. Iban a depender totalmente de Dios y de la hospitalidad de la gente. Por eso les dice: “Cuando entren ustedes en una casa, quédense allí hasta que se vayan del lugar. Y si en algún lugar no los reciben ni los quieren oír, salgan de allí y sacúdanse el polvo de los pies, para que les sirva a ellos de advertencia”. Los discípulos se fueron a anunciar la llegada del Reino de Dios y que la gente tenía que cambiar de corazón y confiar en la buena noticia.
Eso fue entonces y también hoy, aquí, en esta iglesia y en este vecindario. Jesús nos envía a anunciar la llegada del reino de Dios: un nuevo vecindario caracterizado por la verdad, la justicia, la paz y el amor. Es fácil anunciarlo sólo con palabras, pero mucho más importante es hacerlo con nuestras acciones como comunidad del reino, como instrumentos de sanación de toda persona que se encuentra afligida, con hambre, enferma, necesitada o desesperada. Y para hacerlo nos tenemos que preguntar y contestar diciendo la verdad: ¿quién está necesitada, pobre, enfermo, desesperada en este vecindario? Y salir de aquí a remediar la situación, no con muchas palabras religiosas, sino con hechos: con medicamentos, comida, ropa, empleo, pero aún más importante, haciéndonos la importantísima pregunta: ¿Por qué sufre tanto esta gente? Decirles que es la voluntad de Dios es una pamplina. Dios no quiere que suframos. Nos dio un mundo abundante y bello, con suficiente comida para todos. Nos tenemos que preguntar: ¿Cuáles son las estructuras del vecindario, del pueblo, de la nación, que causan y mantienen el sufrimiento y desesperación de tanta gente?
La moraleja del relato es que Jesús nos envía como apóstoles a hacer su obra en nuestro vecindario y que para llevarla a cabo hay que confiar en Dios. Y para hacerlo hay que depender enteramente de Dios.
A ellos y a nosotros Dios nos dice como a Pablo: «Mi amor es todo lo que necesitas; pues mi poder se muestra plenamente en la debilidad”, en tu pobreza, tu discapacidad, tu enfermedad, tu soledad, tu opresión, y maltrato… En ti, que el mundo menosprecia y maltrata, en ti el amor de Dios se va a desplegar por medio de nosotros; tus debilidades, los insultos, necesidades, persecuciones y dificultades que sufres irán siendo sanadas. Porque cuando más débil nos sentimos, es cuando más fuerte somos, gracias a Dios que nos ama y nos sana según vamos construyendo su reino. Amén.
El Rvdo. Dr. Juan M.C. Oliver es el Guardián del Libro de Oración Común de la Iglesia Episcopal.
¡No olvide suscribirse al podcast Sermons That Work para escuchar este sermón y más en su aplicación de podcasting favorita! Las grabaciones se publican el jueves antes de cada fecha litúrgica.