Sermones que Iluminan

Propio 8 (B) – 2024

June 30, 2024

LCR: Sabiduría 1:13-15; 2:23-24; Salmo 30; 2 Corintios 8:7-15; San Marcos 5:21-43.

Dios no hizo la muerte ni se alegra destruyendo a los seres vivientes

A lo largo de la historia la humanidad se ha preguntado por el origen del mal en el mundo y ha buscado una explicación para el sufrimiento que aqueja a toda la Creación. Las lecturas que nos propone la Iglesia para este domingo nos recuerdan que Dios no es el hacedor de la muerte, la destrucción o el dolor; que Él no se alegra con el sufrimiento y que “todo lo que ha hecho es bueno y saludable porque su justicia es inmortal”.

El hombre y la mujer fueron creados imperfectos pero inmortales y a imagen del mismo Dios, sin que lleguen a ser como Dios, ya que esto implicaría un mundo de dioses y no un mundo de humanos. El origen del mal, entonces, no reside en el Creador, sino que forma parte de la naturaleza imperfecta del ser humano; es la carencia de bien que lo lleva a actuar en contra del plan de Dios. Ese mal moral es el que causa el mal físico que se traduce en dolor y sufrimiento.

La pregunta sobre el origen del mal y sus efectos, sólo encuentran respuesta en la fe de los creyentes, la cual nos permite ver las realidades dolorosas del mundo a través de una mirada de esperanza, con la confianza puesta en los propósitos de Dios para la Creación, los cuales desde el principio fueron libertad, felicidad y eternidad.

En medio de las sombras que se abaten sobre nuestras vidas brilla el amor incondicional de Dios, el cual se manifiesta de forma extraordinaria en cada bendición recibida: el nacimiento de un nuevo ser, la recuperación de una enfermedad, la longevidad de un anciano, la alegría de los niños y jóvenes, el amor de los enamorados, la caridad del cristiano, la fe fervorosa de una comunidad eclesial. Estos son signos inequívocos de la presencia de un Dios que sigue actuando y cuidando de su obra cuando la vida vence a la muerte, la salud a la enfermedad, la alegría a la tristeza, el amor al odio. Reconocer el cuidado de Dios para todo lo creado es nuestro deber para con Él. Esta alabanza y acción de gracias constituye para nosotros la fuerza necesaria para continuar el camino aun en medio de las dificultades y retos que nos impone la vida.

El Evangelio de este domingo combina dos relatos llenos de esperanza. Por un lado, encontramos a un hombre perteneciente a la elite religiosa de su época, un jefe de la sinagoga que se acerca a Jesús entre de una multitud sedienta que reclama un milagro en medio de sus duras realidades. Jesús seguramente está exhausto del trabajo del día, la gente busca signos extraordinarios y experiencias reveladoras que les permita tener consuelo y fuerza para continuar con sus vidas, se apretujan a su alrededor en un intento desesperado por encontrar respuestas. Todos los creyentes llegamos ante Dios con nuestros miedos, incertidumbres, sentimientos y emociones, tratando de encontrar en Él la respuesta a nuestras necesidades espirituales, físicas, económicas, laborales, familiares y afectivas.

Al igual que Jairo, muchas veces tememos por la vida de los que amamos y aún más cuando hemos agotado todos los recursos de la ciencia y los saberes humanos sin obtener respuestas. Quizá Jairo, el jefe de la sinagoga, ya había acudido a los médicos e incluso a sus líderes espirituales antes de ir a Jesús; la desesperación que brota del amor por su hija lo lanza a la calle en busca del Maestro. Jairo no es más ni menos que cualquiera de los presentes en aquella multitud, su dolor no es más ni menos importante que el de aquellos que se agolpan; pero no todos reciben la mima respuesta. Solamente él logra que se produzca el milagro de la vida al captar la atención de Jesús. Sin embargo, el camino hacia la gloriosa manifestación de Dios no es fácil, requiere perseverancia, constancia, confianza, compromiso y, como elemento determinador, la fe. Este hombre tiene la certeza de que si Jesús pone las manos sobre su hija ésta sanará y vivirá.

Pero en medio de la multitud surge un personaje aún más impactante que el mismo Jairo. Se trata de una mujer enferma, que había agotado sus recursos en busca de respuestas para su enfermedad. Esta mujer no padecía cualquier dolencia; era una enfermedad que no sólo la consumía en su salud física, sino que además la estaba destruyendo psicológica, familiar, económica, religiosa, social y comunitariamente. El flujo de sangre la señalaba como una persona impura, indigna, rechazada y excluida. La mujer tiene un propósito claro y una fe inquebrantable, no aspira -como Jairo- a que Jesús ponga las manos sobre ella; confía en que con sólo tocar el borde de su vestido sanará. Muchos creemos tocar a Jesús, participamos cada domingo de la Santa Comunión y dedicamos largos periodos de tiempo a la oración y al estudio de la persona del Maestro, sin embargo, nos acostumbramos, nos volvemos insensibles frente a las realidades trascendentes y entramos en una total insensibilidad ante el misterio y milagro.

La hemorroisa está decidida. Un sólo toque cambiará su vida en todas sus dimensiones y sus relaciones interpersonales, sociales y religiosas, y va por ese objetivo. En medio de la multitud se las arregla para llegar a Jesús y tocar su vestido, sin importan los obstáculos, temores o señalamientos; es necesario llegar a Él y con toda seguridad su vida sanará. Lo que produce el milagro es la fe sincera. Muchas personas, nos relata el pasaje, tocaron a Jesús en aquella ocasión, pero la fuerza sanadora del Señor sólo se transmitió a aquella mujer llena de confianza, humilde, temerosa, de rodillas ante Dios, la cual es sanada de su enfermedad y restaurada a la comunidad como una nueva criatura.

Aparentemente para el padre y jefe de la sinagoga esta interrupción de la mujer ha tenido consecuencias fatales: la niña ha muerto. Él no pedía un milagro para sí mismo, sólo tenía la esperanza de salvar a su hija y ahora es demasiado tarde, ya no vale la pena insistir. Dirán sus amigos que el enemigo más temido se ha hecho presente, la irremediable muerte le ha arrebatado a su pequeña: “Para qué molestar más al maestro…”. La desesperanza toca a la puerta y ante un desenlace tan fatal Jesús responde: “No tengas miedo, cree solamente”. El Señor sabe que se va a producir un hecho asombroso, por esa razón sólo estarán presentes los tres testigos de los hechos más extraordinarios de la vida de Jesús: Pedro, Santiago y Juan, los mismos que en el monte Tabor le vieron Transfigurado.

Al llegar a la casa de Jairo, Jesús y sus discípulos encuentran el esperado escenario de desconsuelo, gritos, algarabía, ruido y llanto, que sólo generan miedo, impidiendo reflexionar adecuada y serenamente los acontecimientos: “la niña no está muerta, sino dormida”. Ante la presencia de Jesús hasta la muerte puede ser vencida, aunque nos cueste creer; Él nos toma de la mano y nos dice: “a ti te digo, levántate”.

Ante las dificultades, el dolor, el miedo, la enfermedad e incluso la muerte, Jesús nos dice: levántate, echa a andar, no te quedes paralizado, recobra el aliento, aliméntate, empieza de nuevo cada día, sé agradecido, sé generoso, ayuda a los demás.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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