Pentecostés 3 (B) – 13 de junio de 2021
June 13, 2021
Pentecostés 3
Propio 6 (B)
Las lecturas de este domingo, tercero después de Pentecostés, son un verdadero alivio, un llamado a la esperanza y al mismo tiempo un gran reto: volver a lo pequeño, a lo mínimo si de verdad queremos y en el fondo de nuestro ser deseamos experimentar el amor gratuito de Dios y su acción efectiva y real.
Hace sólo tres domingos celebrábamos el acontecimiento de la irrupción del Espíritu Santo sobre una comunidad de creyentes que, ciertamente, no la tenía fácil. Tenían la convicción, la fe firme de que, en Jesús muerto y Resucitado, Dios había cumplido todas sus promesas y que esa Noticia había que comunicarla. Pero no pensemos que solamente con sus convicciones y su fe estaba todo resuelto. Con toda seguridad tenían delante más dificultades que alternativas. El toque definitivo, el empujón que se necesitaba, lo dio el Santo Espíritu, “Señor y Dador de vida”, quien aún hoy, en medio de nuestras luchas y oscuridades, está ahí para iluminar y dar fuerza. Abramos entonces nuestra mente y nuestro corazón para dar cabida en estos tiempos a esa fuerza, a esas palabras de aliento, dinamismo y esperanza que nos transmite el Señor por medio de su Palabra.
En la primera Lectura, el profeta Ezequiel se dirige a un puñado de creyentes judíos quienes, a causa de la humillación que viven cautivos en Babilonia, quizás están entrando en ese estado de reconocer que no había nada qué hacer, que todo estaba perdido. Recordemos que Ezequiel es un profeta del destierro en Babilonia -hecho que sucedió en el siglo VI a.C.-, de origen sacerdotal, por tanto, su función era la de un sacerdote del templo de Jerusalén, sin embargo, en el destierro descubre la vocación de profeta. Allí el Señor lo llama y le confía una tarea nada fácil: animar la fe, casi perdida, de ese pequeño resto que aún esperaba y confiaba en su Dios. ¡Y qué bien que desempeñó Ezequiel ese encargo! A través de muchas imágenes y palabras el profeta hace entender a sus paisanos que Yahweh nunca los ha abandonado y que mientras ellos sigan confiando en Él, jamás los abandonará.
La imagen que nos describe la Lectura de hoy es precisamente un llamado a la fe y a la confianza. Los planes de Dios, su manera de pensar es muy distinta a la nuestra. Si bien los encumbrados señores que dominaban en ese momento, los babilonios, se creían todopoderosos, delante de Dios no significaban mucho. Y, haciendo alusión al reducido número de creyentes y sus pocas esperanzas, Ezequiel hace ver que, con ese pequeño resto, al que compara con un gajito de un gran árbol, Dios llevará adelante su plan; a ese pequeño gajo lo plantará en el monte Sion y Él mismo se ocupará de que crezca y logre un tamaño tan grande que todas las aves podrán posarse y anidar en él. Ése es el Dios del Primer Testamento, al que no lo deslumbran los soberbios y poderosos, el que se hace pequeño con los pequeños para levantarlos y hacerlos crecer. Hermoso mensaje, pero también una gran vocación-tarea: ese insignificante gajo, ese pequeño resto de Israel, estaba recibiendo el gran encargo de ser testigo del amor, la generosidad y la misericordia de Dios en medio de todos los pueblos y naciones. Desafortunadamente, por muchos motivos, Israel se desvió constantemente de ese camino, perdió en distintas ocasiones el horizonte y la finalidad de su vocación y terminó alejándose de ese ideal.
Y, es precisamente en ese contexto de distanciamiento del designio original de Dios en que se hallaba su pueblo, cuando aparece Jesús. ¿Qué es lo que va descubriendo Jesús conforme “seguía creciendo en sabiduría y estatura, y gozaba del favor de Dios y de todos los hombres”? (Lc 2:52): en primer lugar, puede constatar que, aunque desde las esferas del poder de su pueblo todavía se invoca al Dios de los antepasados y aunque en el templo aún se celebra el culto, en realidad esa imagen de Dios la han falseado a través de un legalismo exagerado y exacerbante y de un culto completamente vacío de sentido; en segundo lugar, Jesús constata que aquellas promesas de la antigüedad que originalmente iban dirigidas a los excluidos y empobrecidos, han pasado a ser “propiedad privada” de los grupos dominantes para quienes el pueblo sólo les interesaba para sus intereses particulares; en tercer lugar, Jesús se encuentra con un pueblo empobrecido, ciego, desvalido, paralítico y hambriento a quien nadie le dolía; en una palabra, un pueblo que si escuchaba hablar de Dios era para hacerlo sentir cada vez menos merecedor de pronunciar siquiera su nombre y menos aún de esperar alguna intervención suya en su favor. La frase de Mateo lo resume todo: “Al ver a la gente, sintió compasión de ellos, porque estaban cansados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.” (Mt 9:36).
Con ese telón de fondo, Jesús comienza su actividad evangelizadora; él entendió perfectamente que lo primero que había que hacer era restituir la dignidad de su gente, la dignidad de cada una de las personas con quienes entraba en contacto; y, en segundo lugar, comprendió que era necesario volver a conectar la fe de su pueblo con el auténtico Dios de sus antepasados, aquel Dios que se reveló a Moisés en el desierto anunciándole: “…muy claramente he visto la opresión de mi pueblo…, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos y he bajado a liberarlos…” (Ex 3:7-8). Y a esta nueva presencia de Dios que Jesús quiere revelar a su pueblo, esta nueva experiencia de relación con el auténtico Dios de la libertad, Jesús le da un nombre: el reino o reinado de Dios.
Ahora bien, es muy probable que a medida que Jesús iba recorriendo los pueblos y aldeas de su región, Galilea, anunciando y realizando esta Buena Noticia, mucha gente lo haya seguido; en muchos pasajes de los evangelios encontramos expresiones como “la muchedumbre le seguía”, “mucha gente lo escuchaba…”; y la verdad no es difícil imaginar eso. Quizás él mismo se haya sentido halagado y muy satisfecho de lo que estaba haciendo; sin embargo, afortunadamente, Jesús fue muy inteligente y tuvo la valentía de entender que esa aceptación masiva de su propuesta en realidad era un peligro, un obstáculo, una verdadera tentación que podría desviar completamente todo el sentido que quería dar a su Proyecto. Parece contradictorio ¿verdad? Sin embargo, así es. Si miramos con atención el pasaje de Marcos que escuchamos hoy, entenderemos perfectamente la “metodología” que Jesús decide implementar en la construcción del reino de Dios.
A través de las dos parábolas, podemos percibir, de labios de Jesús, que su preocupación por lograr la implantación del reino de Dios en medio de su pueblo está más centrada en la calidad que en la cantidad de personas que escuchan su mensaje. Con toda seguridad Jesús ya ha podido constatar que, pese al gentío que lo escucha y quizá lo aplaude, las cosas siguen igual, la gente sigue igual. Esto le enseña a Jesús varias cosas; hoy verificamos dos: la primera es que, así como la semilla que siembra el labrador tiene su propia fuerza y el dinamismo natural para germinar, de igual manera la semilla del reino tiene su propia fuerza, la que le da Dios mismo, ya que Él es el verdadero protagonista de todo proceso; lo importante es dejar caer la semilla de la Palabra; de su germinación y de su cosecha ya se encargará Dios mismo.
La segunda enseñanza es que, desde siempre, en el proyecto de Dios, lo que cuenta es lo pequeño, lo mínimo, el resto. Y aquí viene la parábola de la semilla de mostaza, quizá la más pequeña de todas las semillas; una vez que germina crece tanto que llega a ser la más grande de las hortalizas y hasta las aves del cielo vienen a anidar en el arbusto. En ambos casos, el protagonismo del sembrador pasa a un segundo plano para resaltar el papel de quien es el único que puede, de verdad, generar la vida y desencadenar auténticos procesos de cambio: Dios.
A partir de esta claridad, examinemos nosotros como cristianos y como evangelizadores cuál ha sido nuestro papel en los procesos de las comunidades y, de una vez por todas, entendamos que ya es bastante haber recibido la gracia de ser sembradores; lo demás, dejémoslo en manos de quien hemos descubierto que es el auténtico protagonista de la germinación, el crecimiento y la cosecha: Dios. Encarguémonos, entonces, de sembrar con verdadera fe, amor y entrega; de los frutos se encargará el dueño de la mies. Amén.
El Rvdo. Gonzalo Rendón es clérigo y docente en el Centro de Estudios Teológicos de la Iglesia Episcopal de Colombia, Comunión Anglicana.
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