Pentecostés 21 (B) – 17 de octubre de 2021
October 17, 2021
LCR: Isaías 53:4–12; Salmo 91:9–16; Hebreos 5:1–10; San Marcos 10:35–45
Jesucristo no vino a que lo sirvieran, sino a servir y dar su vida en rescate por todos y todas.
¿Por qué hay que decir esto, y decirlo bien claro una y otra vez? ¿Por qué tenemos que recalcar que Jesús no fue un mandamás, lleno de ansias de poder, imponiendo su voluntad sobre los demás, exigiendo que todos le sirvieran? ¡Está tan claro en los evangelios! ¿Por qué creemos que esta religión se trata de mandar mucho y tener mucho poder?
Un detalle interesante de la historia de nuestra religión es que, durante los primeros tres siglos, los cristianos no llamábamos a nadie “sacerdote”, excepto a Jesucristo, quien en la cruz se ofreció como ofrenda viva a Dios por el mundo entero. Para los primeros cristianos, Jesús era el único y sumo sacerdote, y nadie más. Eventualmente, los obispos fueron llamados sacerdotes y, mucho después, los presbíteros, para eso del siglo sexto. Es como decir que Jesús es el verdadero sacerdote, y los demás somos como pobres imitadores.
Hoy, en el evangelio que acabamos de escuchar, San Marcos nos quiere dejar algo bien claro: nuestra religión cristiana no se trata de mandar mucho, ni de ser poderosos, ni de tener mucho poder y control sobre los demás; tampoco se trata de recibir honores, ni creerse mejor que los demás, o más religiosas o santos; ni se trata de pensar que siempre estamos en lo correcto, como si fuéramos infalibles e incapaces de cometer errores. Ésa no es nuestra religión. Es otro invento. Eso no es cristianismo y ofende a Dios.
Especialmente los clérigos tenemos que recordar esto a diario, porque se nos ha otorgado, sin merecerlo, un poco de responsabilidad y, por tanto, para llevarla a cabo, un poco de poder. Pero la realidad es que no fuimos ordenados al obispado, diaconado o presbiterado (sacerdocio), para mandar mucho. Así no es. Fuimos llamados para obedecer a Dios sirviendo a la congregación, que es el Pueblo Santo de Dios y el Cuerpo vivo de Cristo resucitado.
Pero no sólo en el clero sufrimos de esta tentación del poder. Todos los cristianos debemos tener cuidado con nuestras ansias de control, de mandar mucho, de ser importantes, famosos y hasta lindas y guapos -o guapas y lindos-, con poder y autoridad para mandar mucho y ser importantes, con traje nuevo y carro del año. Eso es una trampa.
Nos cuenta Marcos que Santiago y Juan, dos discípulos favoritos de Jesús, cayeron en esta trampa y le pidieron que cuando estableciera aquí su reino, los sentara a su derecha e izquierda, como quien dice, sus tenientes -por no decir generales-, los más poderosos e importantes de todos. Quizá Santiago y Juan pensaban que, si Jesús era el Rey de Israel prometido por los profetas, por supuesto tendría su grupo de funcionarios y administradores muy importantes y poderosos, como cualquier otro rey; al fin y al cabo, Jesús los había incluido en algunas ocasiones especiales, como cuando en el monte se transfiguró delante de ellos y no de los otros; y claro, se creyeron que eran especiales. ¡O, quizá poco a poco, fueron creyéndose que eran indispensables! O que habiendo dejado todo atrás para seguir a Jesús, tenían derecho a mandar mucho y ser importantes y poderosos.
“Ustedes no saben lo que piden”, los regaña Jesús, “¿Pueden beber este trago amargo que voy a beber yo, y recibir el bautismo que yo voy a recibir?” Pues miren que sí, porque todos ustedes van a ser perseguidos, arrestados y ejecutados, pero eso de tener poder y ser importantes, sentados a mi derecha o a mi izquierda cuando yo triunfe, eso no me corresponde otorgarlo. ¡Cálmense y siéntense! ¡Tranquilos!
Los otros diez discípulos se enojaron con Santiago y Juan. Entonces Jesús les explica la cosa bien clarito: Fíjense que, entre los paganos, hay quienes se creen que tienen derecho a gobernar como tiranos. ¡Que no sea así entre ustedes! Quien quiera ser grande entre ustedes, sirva a los demás, y quien quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque ni siquiera yo, el Mesías, el Hijo de Dios, vine para que me sirvan, sino para servir y dar mi vida en rescate por todos. ¡Uy, qué pena! ¡No hubiéramos querido estar allí ese día!
Nosotros todos, que somos también discípulos de Jesús, a veces queremos participar de la gloria, la importancia, y el triunfo y poder de Jesús; y quizás, a veces, hasta seguimos esperando todo eso. Pero como sus seguidores, eso es sólo posible imitando a Jesús y no a Santiago y Juan. Los mandamases de su tiempo arrestaron, torturaron y ejecutaron a Jesús porque servía a los demás, proclamando la llegada del reino de Dios de justicia y paz, sanando enfermos, obrando milagros, comiendo con gente inaceptable, y anunciando el perdón y amor de Dios gratis, sin condiciones. La gente poderosa de su tiempo se sintió amenazada y decidió deshacerse de él, aunque nunca había cometido ningún crimen ni hubo nunca engaño en su boca. Es por eso, por esa vida de servicio hasta la muerte, que Dios lo sentó a su derecha, y le concedió poder y triunfo, y no a Santiago y a Juan.
Así que tomemos también a Dios como nuestro refugio y morada, como discípulos de Jesús, amando a Dios, quien nos ama infinitamente a cada uno como hijo o hija especial, y obedeciéndolo. ¿Cómo? Sirviendo a los que nos rodean, porque esto es la verdadera religión, como escribió Santiago después: “La religión pura y sin mancha delante de Dios, el Padre, es ésta: ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones” y a toda persona necesitada. Fue precisamente por esto que Dios libró, protegió y acompañó a Jesús en su sufrimiento y lo rescató de la muerte, y lo honró levantándolo de entre los muertos a una nueva vida sin fin.
Es por esto también que Jesús es el único y verdadero sacerdote, porque como uno escogido de entre nosotros, nos puede representar ante Dios y ofrecer ofrendas por nuestras fallas, aun ofreciéndose a sí mismo. Y como uno de nosotros, entiende nuestras debilidades y, por tanto, puede sentir compasión de los ignorantes y los extraviados.
Ni Jesús mismo se atrevió a nombrarse a sí mismo Sumo Sacerdote, sino que fue Dios quien le dio ese honor. Así que tengamos la misma mentalidad nosotros también, la actitud que tuvo Jesús, quien, a pesar de ser el Hijo de Dios, aprendió a obedecer, vaciándose de sí mismo hasta la muerte y muerte en cruz, llegando a ser fuente de sanación y salvación eterna para todas y todos nosotros. Amén.
El Revdo. Juan M.C. Oliver, PhD, ha ejercido como presbítero en la Iglesia Episcopal durante los últimos 31 años. Es el Guardián del Libro de Oración Común.
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