Propio 21 (B) – 2024
September 29, 2024
LCR: Números 11:4-6, 10-16, 24-29; Salmo 19:7-14; Santiago 5:13-20; San Marcos 9:38-50.
“Ojalá el Señor le diera su espíritu a todo su pueblo y todos fueran profetas”
Desde los tiempos más remotos de la historia de la Salvación, el Señor ha buscado acercarse al ser humano a través de múltiples manifestaciones de su presencia y poder en el mundo; todas las generaciones han experimentado la existencia de un ser superior que nos acompaña, anima y llena de esperanza en las posibilidades de un mundo cada vez mejor. Sin embargo, como es propio de la naturaleza humana, las circunstancias de la vida nos llevan a experimentar dudas, temor y desconfianza, sobre todo cuando nos sentimos amenazados por situaciones que sobrepasan nuestro entendimiento y afectan el bienestar y la tranquilidad.
El pueblo de Israel es un reflejo de cómo un determinado estilo de vida, aunque implique la pérdida de la libertad e incluso de valores fundamentales, puede ser aceptado por muchos siempre y cuando satisfaga intereses y comodidades que se consideren más importantes. El relato del libro de los Números -que nos propone la liturgia para este domingo-, nos describe a un pueblo que sobredimensiona su situación presente hasta un punto catastrófico, simplemente por no tener carne para comer, aunque está siendo alimentado con el maná del cielo provisto por el mismo Dios en el desierto y que les garantiza la supervivencia hasta llegar a la “tierra que mana leche y miel”, esa tierra que promete ser un lugar de abundancia, prosperidad y seguridad permanente.
Conseguir las metas con las que soñamos implica, muchas veces, grandes sacrificios que, en ocasiones, no estamos dispuestos a realizar por un bien mucho más grande y permanente. Israel añora la carne que comía en Egipto tras dejar de lado las circunstancias de esclavitud en que se les proporcionaba. Estando cautivos clamaban por la libertad relativizando el valor de esos bienes materiales y las mediocres condiciones de vida que tenían, pero ahora que son libres y pueden ir donde quieran y caminar hacia una vida mejor, vuelven los ojos atrás para añorar las migajas que les brindaba su opresor.
Mantener el ánimo propio y el de otros, y fortalecer la esperanza de que las cosas mejorarán si somos firmes en nuestras convicciones y en nuestra fe, no es tarea fácil. Moisés siente miedo, desanimo, rabia, desilusión, frustración; percibe por la gracia de Dios que la promesa es verdadera y que se cumplirá para los que permanezcan fieles hasta el final, pero llegar a la meta implica cruzar el desierto y generar la confianza necesaria en los que van siendo guiados; para ello se requiere compartir la carga, ser generoso y realista frente a las limitadas capacidades que tenemos como humanos. Moisés, el gran caudillo, reconoce que necesita ayuda y Dios se la proporciona dentro de su comunidad, donde descubre los talentos necesarios para sostener al pueblo en medio de su inestabilidad. Los setenta ancianos son los pilares sobre los cuales puede descansar toda la responsabilidad de guiar al pueblo elegido a recibir la anhelada promesa.
La Palabra de Dios nos muestra que esa capacidad para compartir el liderazgo es clave en todos los ámbitos de nuestra vida. Es pretensioso que una sola persona intente cargar con la responsabilidad de una familia, una empresa, una congregación, una diócesis o, más aún, de la Iglesia universal. El llamado es a conformar equipos articulados, diversos, multidisciplinarios, en los cuales todos podamos aportar y recibir desde el conocimiento de cada unos de sus miembros. Somos un cuerpo y como cuerpo necesitamos los unos de los otros en todos los ámbitos de nuestra vida.
Pero el mensaje trasciende los limites del grupo y se extiende a otros que muchas veces no consideramos aptos por su manera, tal vez disidente, de pensar o actuar. Eldad y Medad, no acuden al llamado de Moisés y se quedan en su campamento, pero al igual que los otros ancianos, reciben el Espíritu de Dios y son capacitados para profetizar al pueblo necesitado de fuerza y esperanza, y aunque su actuar genera sospecha en un primer momento son reconocidos posteriormente como líderes valiosos e importantes.
En el evangelio de San Marcos -que nos propone la liturgia para este domingo- encontramos un texto paralelo al del libro de los números. Hay una persona predicando en el nombre de Jesús que no forma parte del grupo y, al igual que en el texto veterotestamentario, un miembro de la comunidad ha tratado de impedírselo; al consultar al Maestro, la respuesta es muy similar a la de Moisés: “El que no está contra nosotros está a nuestro favor”, y antes que rechazar al desconocido, invita a sus discípulos a revisar su propio compromiso con la misión a ellos encomendada.
Asumir con seriedad nuestro pacto bautismal y comprometernos a guiar a otros en la fe es una gran responsabilidad. La mejor manera de legitimar nuestro liderazgo es definitivamente a través del ejemplo; si bien es cierto que todos tenemos aspectos por mejorar, el cristiano verdadero se esfuerza diariamente por crecer intelectual, ética y espiritualmente; no podemos dar a otros lo que no tenemos, y transformarnos a imagen de Jesús implica grandes esfuerzos y una revisión constante de nuestro pensar y actuar. Debemos preguntarnos qué estamos dispuestos a abandonar para servir a Dios y dar testimonio a los miembros más frágiles de nuestra comunidad, cuáles son aquellas renuncias que debemos hacer para no ser piedra de tropiezo para los otros.
Quizá tenemos ideas preconcebidas que nos cuesta replantearnos: podemos ser testarudos, intolerantes, orgullosos, creer que sólo nosotros podemos hacer las cosas bien, los únicos que tenemos claro el panorama y que sólo nosotros vemos con claridad, que las únicas manos útiles e indispensables son las nuestras, que sólo nuestros ojos pueden ver el camino correcto, que sólo nuestros pies son aptos para recorrer el camino hacia la construcción de comunidades de fe maduras y comprometidas. Vale la pena preguntarnos si estamos dispuestos a cortar con nuestra autosuficiencia.
La Iglesia, como nuevo pueblo de Dios, tiene el reto de caminar unida y llevar a todos los redimidos al cumplimento de la promesa de vida eterna. No se requieren grandes eruditos traídos de contextos lejanos con realidades muchas veces opuestas a las de nuestras comunidades locales; lo que se necesita es capacitar a todos los miembros de la comunidad para que desarrollen los dones entregados por el Espíritu Santo a fin de que sirvan al propósito de Dios con la sabiduría de la sencillez y con rectitud de corazón. (Salmo 19).
La carta de Santiago, por su parte, nos invita a compartir alegremente, en un contexto de oración ferviente, todas las realidades cotidianas de nuestra comunidad de fe, la alegría, la aflicción, la enfermedad y los momentos de flaqueza. La Misión del hermano no es juzgar, sino apoyar, animar, restablecer, restaurar y caminar juntos confiados en que el Señor está con nosotros.
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