Sermones que Iluminan

Propio 21 (A) – 2023

October 01, 2023

LCR: Ezequiel 18:1–4, 25–32; Salmo 25:1–8 LOC; Filipenses 2:1–13; San Mateo 21:23–32

El tema de la autoridad es central en el evangelio de hoy. La autoridad no sólo es parte integral de la sociedad en la que vivimos, sino también juega un papel importante en nuestras familias e inclusive en nuestras iglesias. La autoridad es un reto para muchos y muchas, porque es, a la misma vez, necesaria y mal utilizada. ¿Hemos conocido a alguien con problemas de autoridad? En este evangelio, los sumos sacerdotes y los ancianos se oponen a la autoridad de Jesús, y en la parábola, ambos hijos, desafían la autoridad de su padre.

Al hablar de problemas de autoridad, hasta las entidades que nos gobiernan los tienen. Sin embargo, aquí no nos referimos a la autoridad institucional o a la humana. La pregunta que se nos presenta como obvia en el evangelio se refiere a si reconocemos y nos sometemos a la autoridad divina.

Tal vez nos sentimos confundidos con respecto a nuestro entendimiento y aplicación de lo que consideramos es la autoridad. A veces pensamos que se basa en credenciales y experiencia, mucho tiempo de labor en la misma industria, años de educación, éxitos y logros, experiencia en la relación entre cónyuges, familiares, amigos e inclusive entre jefe y empleado. Asumimos que la autoridad viene de fuera de una persona y que le es otorgada por sus circunstancias. Pensando de esta manera, algunas personas tienen autoridad y otras no. También -y como adultos-, a veces no nos gusta que nos enseñen, nos corrijan o nos digan qué hacer; llegamos a cuestionar: “¿Quién crees que eres?”, “¿Qué te da el derecho de decirme qué hacer?”, o esta frase que usamos en la adolescencia: “¡Tú no eres mi jefe!”. Esto es lo que escuchamos claramente en el desafío de los sumos sacerdotes y ancianos a Jesús: “¿Con qué autoridad gases esto? ¿Quién te dio esta autoridad?”.

A través de la parábola de los dos hermanos, hijos del viñador, Jesús nos invita a considerar cómo reconocemos la autoridad. Hay, en este ejemplo, un paralelo que a veces confundimos cuando se trata de la autoridad de Dios. Pensamos que Dios es nuestro jefe, el ser supremo, en vez de verlo como Dios, nuestro creador. Cada día, Él nos invita a entrar a laborar a su viña, a ir al mundo en el que vivimos y actuar en él con autoridad justa y en su nombre, con los dones y talentos que nos ha otorgado. Esta manera de ejercer la autoridad con justicia es lo que los sumos sacerdotes y los ancianos no pudieron hacer, y por lo que Jesús les cuestionaba como líderes religiosos. Ellos intercambiaron la autoridad dada por Dios por el poder humano. A veces, también nosotros y nosotras lo hacemos.

La ausencia de autoridad verdadera desata luchas de poder. Bajo el criterio del poder cuidamos nuestros propios intereses, en el ejercicio de la autoridad miramos los intereses de los demás. El poder por el poder estanca los sistemas políticos, desata guerras en diferentes lugares del mundo; muchos de los problemas en nuestras relaciones se dan por la lucha de poder. Estos conflictos son ejemplo de poder mal utilizado, no de la autoridad.

Pensemos en las personas que tienen autoridad en nuestras vidas, en la comunidad y en la iglesia. Algunas de esas personas dejan de lado sus propios intereses; no dominan ni controlan, al contrario, animan. Esas personas inspiran fe, esperanza y confianza. Ellas también expanden el mundo, abren nuevas posibilidades y son un regalo de gracia para tantas otras personas. Nos ayudan a reevaluar nuestras vidas, a cambiar maneras de pensar y vivir. Todo esto nos suena como Jesús.

Hay personas en nuestras comunidades que no tienen posición de liderazgo, títulos o credenciales teológicas y, sin embargo, tienen una hermosa autoridad espiritual. Lo vemos en su compasión y dulzura; lo oímos en la forma en que rezan; lo sentimos en su amor por nosotros y por los demás. Estas personas también nos muestran el camino a la viña de la vida porque su autoridad viene de Dios. El Señor comparte su autoridad con su pueblo. Dicha autoridad es nada menos que sus propios atributos divinos; es la expresión y manifestación de la vida de Dios en y a través de la nuestra.

La autoridad de Dios compartida en nosotros se manifiesta en nuestros carismas y dones. Esto significa que tenemos autoridad dada y compartida con Dios, y por lo tanto es divina. Contrario a los sumos sacerdotes y autoridades en la época de Jesús, nuestros ministros no tienen más autoridad que otras personas, sólo tienen autoridad diferente y diversa porque Dios da a cada persona dones y talentos particulares. Dios es generoso con los dones que da y con la autoridad que nos comparte.

No hay persona sin autoridad. Lo que sucede es que algunos reconocen y ejercen su autoridad y otros no. A algunas personas se les ha robado, pero Dios conoce y ve la autoridad que nos ha otorgado y espera que nosotros lo afirmemos. ¿Cuál es la autoridad que Dios nos ha dado a cada uno de nosotros? ¿Qué dones, qué atributos divinos tenemos? ¿Estamos compartiendo los dones y la autoridad? ¿Decimos a Dios que vamos a obrar por Él y no lo hacemos, o le decimos que no vamos a obrar por Él y terminamos haciéndolo?

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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