Propio 19 (B) – 2024
September 15, 2024
LCR: Isaias 50:4–9a; Salmo 116: 1-9 (= 116:1–8 LOC); Santiago 3:1-12; San Marcos 8:27–38
En una ocasión un maestro ya anciano, que enseñaba en un salón de clases, les pidió a sus alumnos que en una página en blanco y en un sólo párrafo describieran al compañero que tenían a su lado y que hicieran una lista de los defectos que observaban en esa persona. Todos comenzaron inmediatamente, casi de forma automática y sin perder tiempo, a realizar la descripción y el listado de defectos, al fin y al cabo, no era difícil hacer esto y pronto. En menos tiempo de lo esperado ya habían terminado. Luego el maestro les pasó otra página en blanco y esta vez les pidió que se describieran a ellos mismo y que también hicieran una lista de sus propios defectos. Todo se volvió un profundo silencio y nadie se puso a escribir, esto nadie se lo esperaba, lo que les pedía esta vez el maestro era más difícil porque tenían que escribir sobre ellos mismos. Al final muy pocos lograron terminar la tarea.
En el evangelio que hemos escuchado hoy, a los discípulos de Jesús les sucede algo parecido. Jesús los pone a prueba con una de las preguntas existenciales más importantes sobre él: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Los discípulos comienzan a responder inmediatamente. No era difícil para ellos ya que por más de dos años le habían acompañado; lo han visto realizar muchos milagros, multiplicar los alimentos, sanar enfermos, expulsar espíritus impuros, le habían escuchado toda la enseñanza acerca del Reino de Dios; de tal forma que cuando Jesús les hace esta pregunta en el camino hacia una aldea de Cesárea de Filipo, los discípulos saben muy bien la respuesta: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros dicen que eres Elías, y otros dicen que eres uno de los profetas”.
Pero Jesús quiere algo más, algo que salga de su corazón, una respuesta que mientras van de camino les transforme en su manera de recibir la Buena Noticia del Reino de los Cielos; les hace la pregunta más personal: “Y ustedes ¿quién dicen que soy?”. Y todos guardan silencio, precisamente porque responder a esta pregunta es abrir el corazón y rendir toda su existencia a la persona de Jesús, el Mesías, tal y como lo hace únicamente Pedro. A través de la historia de la humanidad las tres preguntas existenciales fundamentales del ser humano han sido: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy? Estas interrogantes filosóficas han tenido, a través de los tiempos, las más variadas respuestas.
Hoy Jesús nos invita a responder esa misma pregunta de forma personal, como cristianos y miembros en una comunidad de fe: ¿Quién es Jesús? Pero tenemos que responder desde la fe y la convicción del corazón, de lo contrario corremos el peligro de creer y seguir a “un Jesús” a nuestra medida, al igual que sucede en el evangelio de hoy. Para algunos en la sociedad Jesús puede ser solamente un pacifista, un buen maestro espiritual, un líder moral; otros consideran a Jesús como alguien que desafió el “orden establecido” y rompió las barreras sociales. Imaginemos que, al salir de nuestro servicio dominical, una persona nos preguntara: ¿Quién es Jesús para ti? ¿Qué responderíamos?
Muchas veces nuestra expectativa acerca de la persona de Jesús es que solucione nuestras problemáticas, también existenciales; esperamos que Jesús termine con las guerras, la pobreza, la desigualdad; confiamos que sea él quien alivie nuestros conflictos y estrés, sea financiero, familiar, laboral o emocional, el miedo o la enfermedad; colocamos todas nuestras necesidades a sus pies, esperando una solución rápida, definitiva y casi mágica. La respuesta de Jesús va a ser agregar, a esa larga lista nuestra, los padecimientos del Mesías: ser incomprendido, perseguido, capturado, procesado, condenado y, finalmente, ejecutado; pero con la confianza que al tercer día todo será renovado y transformado por su gloriosa Resurrección. Ésta tiene que ser nuestra esperanza: que Jesús, el Mesías, transformará nuestra vida.
Pero toda esa transformación no sucederá de la noche a la mañana, tampoco sucederá sin pasar por un proceso muchas veces doloroso, pero necesario. Es ese proceso de sacrificio el que Pedro no puede entender. Si Jesús es el Salvador, el Hijo de Dios, ¿por qué tiene que llegar hasta el sufrimiento en la cruz? El sufrimiento y la muerte no encajan en la idea del Mesías que tiene Pedro. Tampoco tiene sentido el plan de Pedro de lo que significa seguir a Jesús y ser su discípulo, porque si al maestro que siguen le espera tanto sufrimiento y muerte en la cruz, a sus seguidores lógicamente les espera la misma suerte. No debe extrañarnos, entonces, la respuesta de Pedro, que debió ser algo así como: eso no te puede suceder a ti; en otras palabras, eso no te pasará porque nosotros no lo permitiremos.
Jesús, además de reprender a Pedro, va a animar a sus discípulos a que lo sigan, pero a que lo hagan sin esperar privilegios, como les enseñará más adelante: “el que quiera ser el primero debe ser el último y el servidor de todos”. El verdadero discípulo deberá negarse a sí mismo, negar sus intereses personales, cambiar el rumbo de su vida si es necesario; al discípulo se le pide abandono y entrega total de su vida por cumplir con la misión del Reino de Dios. Y esa entrega incluye tomar la cruz del sacrificio y del dolor; esta entrega envuelve toda nuestra vida, es mucho más que sólo ser miembro de una congregación, que solo formar parte de un ministerio, que sólo asistir a una reunión de vez en cuando y pertenecer a una organización. Seguir a Jesús exige renuncia y ésta debe ser permanente y continua. Seguir a Jesús es aceptar que a su alrededor giran nuestros deseos, propósitos y prioridades; exige también capacidad y fortaleza para cumplir con las demandas y el costo de ese compromiso.
Hermanos y hermanas. Después de leer el Evangelio de este domingo podemos llegar a una conclusión que es prácticamente lógica: ser discípulo de Jesús no es nada fácil. El discipulado en la vida cristiana tiene un alto costo, pero también una gran satisfacción y recompensa. La pregunta del millón es: ¿Estamos listos para ser verdaderos discípulos de Jesús? ¿Estamos preparados para este desafío? ¿Dispuestos a cargar la cruz? Si la respuesta es “sí”, debemos cumplir con una doble tarea: estamos llamados, no solamente a ser verdaderos discípulos, sino también ayudar a otros a que sepan descubrir lo que significa verdaderamente el ser seguidores a Jesús.
¿Cuándo fue la última vez que hablamos de Jesús a otra persona? ¿Cuándo fua la última vez que invitamos a otra persona a un servicio de adoración, a escuchar la Palabra de Dios y a conocer nuestra congregación? Somos miembros del cuerpo de Cristo y, con la ayuda del Espíritu de Dios, discípulos comprometidos en la formación de una nueva generación de testigos de Jesús hasta el fin de los tiempos.
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