Sermones que Iluminan

Pentecostés 16 (B) – 8 de septiembre de 2024

September 08, 2024

LCR: Isaías 35:4–7a; Salmo 146; Santiago 2:1–10, (11–13), 14–17; San Marcos 7:24–37

En la sección del evangelio de este domingo vemos cómo las barreras geográficas juegan un papel importante para el entendimiento del ministerio de Jesús al proclamar el Reino de Dios en la tierra. Marcos nos dice que Jesús viaja de la región de Genesaret, que se ubicaba en la región de Galilea (tierra de religión judía), a Tiro, que era parte de la provincia romana en Siria. Tiro ha sido una de las ciudades continuamente habitadas más antiguas del mundo y fue una de las primeras metrópolis fenicias. Vemos que Jesús viaja a un lugar radicalmente diferente, a una región periférica de población gentil. Es ahí donde el evangelista nos relata que se le acercó a Jesús una madre desesperada, de origen griego y sirofenicia de nacimiento; su hija estaba atormentada por un demonio y creía que Jesús la podía sanar. Y sí, el milagro se produce.

En cierto sentido todos queremos sentirnos bien y estar sanos. Es difícil encontrar a alguien que no quiera que su vida esté llena de propósito, significado y felicidad. ¿Quién quiere sufrir o estar enfermo? Esto no es lo que queremos para nosotros ni para nuestros seres queridos, y tampoco es lo que quiere Dios. El Señor quiere que tengamos vida y vida en abundancia (como nos enseñan las Sagradas Escrituras), sin embargo, no siempre podemos controlar lo que sucede a nuestro alrededor, y muchas veces, ni siquiera podemos controlar lo que sucede al interior, en nuestro espíritu, mente o cuerpo. Y luego, cuando perdemos el control, podemos ser arrastrados a pensar que somos incapaces de transformarnos o cambiarnos a nosotros mismos y a nuestro entorno; y podemos sentirnos tentados a admitir que no se puede hacer nada. Sí, la pérdida de control, la incertidumbre, es uno de los misterios de la vida quizás; puede paralizarnos y cegarnos para que no veamos nuevas posibilidades y hacernos perder la esperanza y la fe en nosotros mismos.

En el evangelio de hoy vemos lo contrario. Mientras Jesús se hospedaba en Tiro, una mujer sirofenicia se arrodilló ante Jesús rogándole que sanara a su hija, que expulsara al espíritu impuro que la poseía. Sólo podemos imaginar la desesperación de esta madre al saber que no tiene el control. Su hija está sufriendo y no sabe a quién más recurrir; sólo al hacedor de milagros de la región de Galilea. Su hija sufre, pero sabe en el fondo de sus entrañas que su hija será sanada. Y es ahí donde este evangelio nos desconcierta. ¿Cuál es la razón por la que Jesús se niega a acceder a su petición ofreciendo en cambio un aforismo?: “Deja que los hijos coman primero, porque no está bien quitarles el pan a los hijos y dárselo a los perros”.

En estas regiones, donde el imperio Romano regía en siglo I, una mujer con una hija en una condición como ésta, sin duda habría sido una marginada social y probablemente habría tenido que vivir sus días aislada, separada de su familia y de su pueblo, escondida. En esta historia en particular, no sólo se refleja la realidad de la enfermedad, sino la de la alienación social que es devastadora para cualquier ser humano.

Pero la mujer contesta: “Señor, hasta los perros comen debajo de la mesa las migajas que dejan caer los hijos”. ¿Qué tiene ella que perder en contestarle así? Nada, absolutamente nada. Ya ha perdido mucho. Se convierte así esta mujer en signo de esperanza. Sabe, en el fondo, que puede cambiar el desenlace de su desgracia. Por esto tiene el coraje y el deseo de insistir. Y esto le logró el milagro. Jesús, tal vez, no se sorprendió en absoluto, por ello le dice sin vacilar: “Por haber hablado así, vete tranquila. El demonio ya ha salido de tu hija”. En ese momento su hija fue sanada, el milagro se manifestó: Cuando la mujer llegó a su casa, encontró a la niña en la cama; el demonio ya había salido de ella.”

Albert Nolan, teólogo sudafricano, recuerda en su libro Jesús antes del cristianismo, que el Maestro insistía en decir a los curados “Tu fe te ha sanado”, lo cual, según él, eleva a Jesús fuera de cualquiera de las categorías contemporáneas de médico, exorcista o hacedor de milagros. Básicamente lo que Nolan está diciendo es que Jesús no es el que ha sanado a la persona enferma, pues no dice “Yo te he curado”, ni siquiera dice -al menos no explícitamente-, que la persona es sanada por Dios. En otras palabras, no había fórmulas o varitas mágicas. Este tipo de sanación fue una manifestación del poder de la fe. La fe, para Jesús, es un poder que logra lo imposible. Pero debemos tener cuidado, porque muchas veces asumimos que simplemente creer es todo lo que necesitamos. Hay maneras de interpretar lo que significa tener fe. William Countryman, un sacerdote Episcopal, en su libro Vivir en la frontera de lo Divino, nos dice que “La fe es un regalo solo en conversación con Dios”.

Fe, en el contexto del evangelio de este domingo, significa confianza y seguridad. Confianza en alguien o algo. Jesús pudo hacer las cosas que hizo porque puso toda su confianza en Dios. A lo largo de los evangelios los milagros no pretenden ser una recompensa por la fe de las personas, no es algo como: sólo si crees lo suficiente tendrás milagros, si no tienes milagros es porque no tienes suficiente fe. Debemos tener cuidado porque esto puede inducir culpa y éste no es el propósito del evangelio. En el evangelio de este domingo podemos ver que la confianza de la mujer sirofenicia produce la sanación, pero no siempre es una condición previa para recibir la sanación. La sanación también es una actividad grupal: el abrazo de una madre, la oración de tus seres queridos y de tu comunidad.

La fe es un regalo en conversación con Dios que recibe como respuesta el acto de Dios. Pero para recibir este acto hay un requisito de nuestra parte: necesitamos desearlo. Como nos recuerda Richard Rohr: Dios no viene sin querer. Dios no viene en ninguna situación sin ser invitado. Dios siempre está presente, pero si no quieres ser sanado o no lo deseas, no dejas entrar a Dios. Es necesario abrirle la puerta.

¿De qué necesitas sanarte? ¿de la ira, el miedo, el resentimiento, la traición? ¿De qué necesitas curarte? ¿De la violencia en las comunidades, de las fuerzas que corrompen y destruyen lo que ha creado Dios? ¿De qué necesitas curarte? ¿Del sufrimiento en tu espíritu, en tu mente, en tu cuerpo? Y, si estás sufriendo ¿tienes el deseo de ser sanado? Si alguien a quien quieres está sufriendo ¿tienes el deseo de que esta persona sea sanada? Confía y cree que la sanación es posible para nosotros, nuestros seres queridos y comunidades.

Dios está esperando ser invitado, que abramos la puerta, que ofrezcamos nuestras cargas y aflicciones: “Vengan a mí todos los que están cansados, y yo los haré descansar”. La sanación nos llega de formas y maneras que no esperamos. Confiemos en un nuevo mundo de posibilidades, en que sucederán cosas buenas, que van más allá de nuestra imaginación. Si abrimos la puerta a Dios, si lo deseamos, la sanidad llegará; entonces Jesús podrá decirnos que nuestra fe, nuestra confianza, nuestro deseo de estar bien nos ha curado, a nuestras familias, a nuestros seres queridos y a nuestras comunidades. Que así sea. 

El Rvdo. Alfredo Feregrino, es nativo de la Ciudad de México y obtuvo su Maestría en Divinidad en la Escuela de Teología y Ministerio en Seattle University donde obtuvo también el primer Dr. Rod Romney “preaching award”. Fue desarrollador de misión en una congregación bilingüe y bicultural en Seattle/Renton Washington y ahora es Rector Asociado en All Saints Church en Pasadena California donde está al cargo del desarrollo congregacional.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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