Propio 17 (B) – 2024
September 01, 2024
LCR: Deuteronomio 4:1–2, 6–9; Salmo 15; Santiago 1:17–27; San Marcos 7:1–8, 14–15, 21–23
Nos reunimos, como pueblo de Dios, para reflexionar sobre las palabras de nuestro Señor y meditar en cómo la verdadera religión es la que nos hace producir frutos de buenas obras que permanecen en abundancia. En la enseñanza de esta porción del Evangelio de Marcos Jesús nos confronta, por un lado, con una verdad profunda sobre la pureza y la verdadera esencia de nuestra fe y, por otro, con la hipocresía religiosa que puede producir graves daños a la Iglesia. Abramos nuestros corazones y mentes mientras exploramos este mensaje, asegurándonos de que todo lo bueno y perfecto que se nos da viene de Dios y que lo que nos hace impuros y contamina a los demás es lo que sale de nuestro interior. Así podremos acercarnos más a Dios y hacer de cada uno un mejor seguidor de Jesús.
En el capítulo cuarto del libro de Deuteronomio, Moisés aconseja al pueblo de Dios obedecer los Mandamientos, llamando su atención a escucharlos y ponerlos en práctica como signo de sabiduría. Enseña que quien obedece los mandamientos permanece en el amor de Dios y que es la manera de enseñarlos y transmitirlos a hijos y nietos para que los retengan y tengan una vida de bendiciones.
Segúnel relato del evangelista Marcos, en el capítulo siete, Jesús sorprende a los religiosos de ese momento, que se llamaban sabios y maestros de la ley, al encararlos con un asunto religioso de doble sentido: por un lado, si las tradiciones son bien enseñadas pueden traer muchos beneficios a la comunidad, pero, mal usadas, se puede correr el riesgo de ocasionar efectos negativos que atrasan el desarrollo y progreso de las personas en todos los sentidos. Jesús los confronta con las palabras que había revelado el profeta Isaías, en el capítulo 29 -demostrando su conocimiento acerca de las profecías y de las prácticas hipócritas de los que dicen creer en Dios-; les advierte sobre el culto superficial: “Este pueblo me honra con la boca, pero su corazón está lejos de mí. De nada sirve que me rinda culto: sus enseñanzas son mandatos de hombre”.
De esta manera, Santiago, en el capítulo primero de su epístola, nos dice encarecidamente que el mensaje de Cristo es el mensaje de la verdad y contiene todo lo bueno y perfecto que viene de Dios; un mensaje tan poderoso, que se mantiene sin variaciones a través de los tiempos, es porque es la verdad de Dios. En efecto, este mensaje necesita, en primer lugar, ser escuchado y luego practicado, ya que es ahí donde contiene el poder para salvarnos. La práctica de la verdad produce libertad, firmeza y felicidad. Todo esto ayuda a los creyentes a entender la profundidad de la acción de la Palabra de Dios: “No basta con oír el mensaje; hay que ponerlo en práctica, pues de lo contrario se estarían engañando ustedes mismos. El que solamente oye el mensaje, y no lo practica, es como el hombre que se mira la cara en un espejo: se ve a sí mismo, pero en cuanto da la vuelta se olvida de cómo es”. Por esto Santiago cierra esta porción del capítulo primero de su epístola con algo fundamental para la práctica de lo que es la verdadera religión: “La religión pura y sin mancha delante de Dios el Padre es ésta: ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y no mancharse con la maldad del mundo”.
Pero Jesús nos ama tanto que se ocupa de enseñarnos lo que verdaderamente nos hace impuros. Y es que las tradiciones a las que estaban arraigados los que gobernaban y dirigían las actividades religiosas del tiempo de Jesús, no son tan diferentes de las de algunos fundamentalistas de hoy, que quieren imponer conceptos religiosos donde se exhibe muy poco amor cristiano. Jesús enseña que el mandamiento del amor a Dios y al prójimo está por encima de cualquier tradición o creencia.
Como seguidores de Cristo debemos enfatizar que algunas acciones externas de pureza no reflejan una verdadera devoción a Dios. Más bien, este tipo de acciones se pueden convertir en una religiosidad llena de devoción lejos de todo signo de piedad, compasión y amor. A veces experimentamos grandes eventos de adoración seguidos de comportamientos que no inspira ningún respeto ni amor por el principio fundamental del Evangelio: amar a Dios y al prójimo. Jesús nos desafía a examinar nuestras propias prácticas religiosas. ¿Estamos más enfocados en cumplir rituales y tradiciones, o en cultivar una relación sincera y profunda con Dios?
En el evangelio de Marcos encontramos el enfoque real de Jesús sobre lo que es una vida de pureza espiritual: “Nada de lo que entra de afuera puede hacer impuro al hombre. Lo que sale del corazón del hombre es lo que lo hace impuro”. Jesús nos enseña que la verdadera contaminación viene de dentro, de nuestros pensamientos, luego de nuestras palabras y, por último, de nuestras acciones. Nuestra pureza espiritual no se determina por rituales externos, sino por el estado de nuestro corazón.
La Iglesia desea darnos, a los seguidores de Jesús, una vida donde podamos aplicar y practicar la verdadera religión, examinando nuestros corazones y cultivando en ellos una relación genuina y transformadora con Dios. Se trata de un llamado a ir más allá de las apariencias y a centrarnos en lo que realmente importa: la pureza de nuestro corazón y de nuestras intenciones. Las tradiciones y rituales pueden ser valiosos cuando nos acercan a Dios y al prójimo. Debemos evaluar constantemente nuestras prácticas religiosas y asegurarnos de que están alineadas con los mandamientos de Dios y no sólo con las costumbres humanas. La verdadera transformación espiritual comienza desde dentro.
Pidamos a Dios que purifique nuestros corazones y que nos ayude a vivir de tal manera que refleje su amor, justicia y misericordia. Que este mensaje de Jesús, en el Evangelio de Marcos, nos inspire a buscar una fe más profunda y sincera; que no nos conformemos con una religión de apariencias, sino que busquemos la verdadera pureza que proviene de un corazón transformado por el amor de Dios. Oremos para que el Espíritu Santo nos guíe y nos ayude a vivir de acuerdo con la voluntad de nuestro Padre Celestial. Amén.
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