Propio 16 (B) – 2024
August 25, 2024
LCR: Josué 24:1–2a, 14–18 Salmo 34:15–22 Efesios 6:10–20 San Juan 6:56–69
La Palabra de Dios, que acabamos de leer, nos permie hablar de un fenómeno muy habitual en nuestras comunidades de fe: la pérdida de feligreses o miembros de la iglesia. A todas las iglesias y comunidades de fe nos sucede que, por una u otra razón, algunos miembros no regresan. Unos dejan la iglesia porque tienen que cambiar de casa, ciudad o país; otros porque su familia se traslada y ellos deben acompañarlos; jóvenes que terminan la escuela y deben irse a la universidad; otros se van cuando hay cambio de sacerdote o cuando se cansan del ministro o la comunidad; otros más por peleas o divisiones entre miembros de la congregación, por políticas eclesiales o las enseñanzas y la teología; cantidades enormes se alejan porque se desaniman en la fe o deciden vivir sin Dios y sin iglesia; los hay muy fieles que envejecen y se van con mucho dolor porque ya no pueden conducir y no hay quien los lleve hasta el templo. Pero, también muchos -y en números grandes- que deciden no pertenecer a ninguna iglesia porque no les gusta ni el compromiso ni el servicio. Hay un sinfín de razones por las cuales la gente se aleja de las congregaciones hasta el punto de que este fenómeno se ha vuelto normal e inevitable.
De la Iglesia Episcopal se han ido muchísimas personas por razones eclesiales y teológicas. En este verano la Iglesia Episcopal está celebrando con júbilo cincuenta años de haber ordenado las primeras mujeres sacerdotes en Filadelfia, Estados Unidos. Hoy lo festejamos con alegría y gozo, pero sabemos que al comienzo este cambio no fue fácil ni tuvo mucha aceptación. Perdimos a muchos en las congregaciones. Pero la Iglesia siguió adelante con compromiso y valor. Hoy, gracias a Dios, las mujeres sacerdotes son mucho más aceptadas y ejercen con fe y amor su hermoso rol de madres en las comunidades que sirven. Ellas han golpeado puertas hasta abrirlas, de par en par, para que pasen todas la que aman y quieren servir a Dios como ministras ordenadas. ¡A Él la gloria!
Con o sin razón la partida de feligreses causa mucho desanimo y tristeza en las iglesias. Al que se va se le extraña. A veces el sacerdote se siente responsable por la deserción de fieles, a veces la comunidad se siente culpable. Para evitarlo se implementan todo tipo de estrategias, planes pastorales y proyectos; se hacen innovaciones litúrgicas, musicales, de acogida, y más. Con todo y esto, el que se va se va. Sin embargo, cuando alguien no vuelve, sin una razón grave, tal vez no sea culpa de nadie, sino que es la dinámica de la iglesia que como organismo vivo siempre se está renovando. Podemos preguntarnos en cada congregación: ¿Cuántos de los que son parte de esta comunidad no están presentes? ¿Quiénes no han regresado y por qué? ¿Cuántos nos visitan y se quedan? Observemos a nuestro alrededor y analicemos.
El alejarse de la congregación no es nada nuevo. El libro de Josué -que se ubica históricamente en la época cuando el pueblo de Israel llegó y ocupó la tierra prometida- ya habla de esto. El trozo que hemos leído hoy es de una celebración hecha en Siquem, centro de culto del pueblo de Israel. Josué, líder religioso del pueblo, los desafía a tomar una decisión: renovar la alianza con el Dios de Israel, aquel que los había rescatado de la esclavitud y les había dado una tierra nueva, o dejar la fe por completo y acogerse a otros dioses de otros pueblos y culturas. Él siente que la comunidad no estaba segura de su fe y por eso les pide decidir esta ambigüedad. O viven como el pueblo de la alianza en la tierra que manaba leche y miel que Dios les había dado o se alejan a vivir en el destierro y la destrucción. Pero el que se queda, tiene que escoger el servicio a Dios, el inclinarse a Él y temerle. Este temor significa adoración, amor y obediencia al Dios del éxodo y de la conquista, el santo y celoso que da vida verdadera. Ese Dios, el Dios de Israel, no tolera ni la rebelión ni la infidelidad. Josué es el primero en afirmar y renovar su alianza: “Por mi parte, mi familia y yo serviremos al Señor”, lo grita a todos. Él se pone como ejemplo indicando que cada padre de familia, cada hogar, debe consagrarse a Dios; cada cabeza de familia deber hacerse responsable de que los hijos conozcan y vivan la fe de sus padres. El hogar se hace el centro de la vivencia de la fe y, desde ahí -la familia- la fe se extiende a todo el pueblo.
Del evangelio de Juan hemos leído un texto muy conocido por todos nosotros, es parte del discurso que nos ofrece el evangelista inmediatamente después de la multiplicación de los panes y los peces. Escuchamos que después de haber cenado, Jesús da un discurso al pueblo en el cual hace su revelación como el verdadero pan del Cielo, la teología eucarística de Cristo, pan de vida. Su discurso causa un gran escándalo y muchos deciden dejarlo. Muchos le seguían por sus milagros y sanaciones, mas no por su mensaje más profundo y radical; podemos recordar sus enseñanzas sobre el amor, el perdón, el servicio, la justicia, la verdad y la inclusión. Al ver que muchos deciden abandonarlo, Jesús pregunta a sus discípulos más cercanos: “¿También ustedes quieren irse?”. Ante lo cual Pedro hace una profesión de fe maravillosa: “Señor, ¿a quién podemos ir? Tus palabras son palabras de vida eterna… sabemos que tú eres el Santo de Dios”.
Esto debería ser suficiente para motivar una reflexión esta semana sobre el tema de la fidelidad a Dios, a la comunidad de fe, a la Iglesia, sobre nuestra madurez espiritual y la importancia del compromiso de fe. Pensemos también en las razones por la cuales la gente se aleja de Dios y de la iglesia. Ojalá que nadie se alejara de Dios ni de la Iglesia, pero si por alguna razón, algún día, alguien lo hace, que su decisión no sea hecha a la ligera sin estar precedida de un profundo discernimiento, oración y diálogo con su sacerdote o los líderes de la comunidad.
Ante la duda en la fe no olvidemos lo que dice Pablo a los Efesios: “manténganse firmes”, firmes en la fe. Así sea.
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