Pentecostés 11 (C) – 21 de agosto de 2022
August 21, 2022
LCR: Isaías 58:9b-14; Salmo 103:1-8; Hebreos 12:18-29; San Lucas 13:10-17.
“Él quita todas tus iniquidades y sana todas tus dolencias.”
Éstas son palabras que pueden consolarnos cuando nos sentimos agobiados por las dificultades de la vida -problemas, tristezas o enfermedades-. Es una gran verdad, digna de ser repetida por todos, que Dios nos perdona y nos sana, aun cuando los problemas son de nuestra propia creación. Como dice San Pablo, Dios está a favor de nosotros y, en su amor y compasión, quiere lo mejor para cada uno de sus hijos. Las lecturas bíblicas para hoy reflejan esta idea con claridad.
Del Antiguo Testamento escuchamos parte de la predicación del profeta Isaías. Es una sección de la cual también leemos durante la liturgia de Miércoles de Ceniza, en la que el Señor, el Dios de Israel, explica lo que su pueblo necesita para vivir en paz, para que todos gocen del anhelado bienestar. ¿Qué necesita el pueblo de Dios? “Si haces desaparecer toda opresión, […] si te das a ti mismo en servicio del hambriento, si ayudas al afligido en su necesidad, […] daré comida abundante en el desierto, daré fuerza a tu cuerpo, y serás como una manantial al que no falta el agua”. Lo que le hace falta al pueblo de Dios es creer que Dios desea el bienestar de todos y trabajar a favor de este bienestar. El Señor manda que tomemos en cuenta las necesidades de todos, no sólo de los populares o poderosos. Para Dios los pobres y hambrientos son tan importantes como los gobernantes y pudientes.
El pueblo de Dios también debe honrarle por encima de los intereses particulares: “Respeta el sábado […] como día santo del Señor y digno de honor […] y encontrarás tu alegría en mí”. La invitación a la sanación del pueblo de Dios es una invitación a honrar y adorar al Señor con sinceridad.
El autor de la carta de los Hebreos entendió ese mensaje profético. Nos insta a presentarnos, en cuerpo y alma como nuestro culto racional, y a no olvidarnos de la ayuda mutua; nos recuerda que nuestra relación con el Señor no es algo que debemos tomar a la ligera. Nos llama a adorar a Dios con la devoción y la reverencia que le agradan. Con el fin de propiciar esta reverencia, la Iglesia propone el uso de las liturgias del Libro de Oración Común, evitando que nuestra adoración en común esté sujeta a los caprichos de cada celebrante.
Acercarnos al Señor en la adoración, especialmente durante la liturgia eucarística, es más que pasar un lindo momento; es llegar a la Jerusalén celestial, a la ciudad del Dios viviente. Es entrar en los atrios del templo celestial con la esperanza de ser sanados por la gracia de Dios, como expresa un himno tradicional de la Iglesia Episcopal: “Jerusalén, hogar feliz, sagrado para mí, ¿mis penas cuándo cambiaré por gozo y paz en ti? ¿Y cuándo, oh Casa de mi Dios, tus atrios pisaré? ¿Y cuándo allí, mi Salvador, tu gloria cantaré? Jerusalén, hogar feliz, morada feliz para mí, mis penas cesarán, en gozo y paz en ti”.
No olvidemos que nuestro encuentro es con el Juez de todos y el Mediador de la Nueva Alianza. Es un encuentro que requiere sinceridad, fe y confianza. Sinceridad porque las Sagradas Escrituras insisten en que no debemos jugar con la religión o tratar de vivirla según nuestro antojo. Dios merece que le entreguemos todo nuestro ser, no sólo las palabras de nuestros labios, y que vivamos de acuerdo con nuestra profesión de fe. Por eso, la epístola explica que la vida en Cristo es todavía más grande que la experiencia de Moisés y los hebreos en el monte Sinaí. En Jesús vemos a Dios con más claridad que cualquiera de los profetas antiguos. En Jesús podemos ver a Dios cara a cara.
Acercarnos al Señor también requiere fe. Nadie debería acercarse a él si no es para recibir lo que nos ofrece, y para recibirlo es necesario creer que él tiene lo que buscamos, que su gracia puede suplir lo que nos hace falta. Acercarse a Dios es un acto de fe que requiere la confianza en que el Señor no nos abandonará porque el Dios que Jesús nos manifiesta es un Padre misericordioso que ama y cuida de todos sus hijos. El Señor se interesa por cada uno de nosotros.
La curación de la mujer enferma desde hace dieciocho años concretiza y ratifica todo este mensaje. A pesar de estar enferma y jorobada -por un espíritu impuro por muchos años-, esta mujer recurría a la sinagoga, el sitio donde se reunía el pueblo para escuchar las Escrituras y orar. Desde su fe buscaba a Dios en medio de sus dolores y problemas. Se acercó a Dios, y él la escuchó. Dios en la persona de su Hijo Jesús tuvo compasión de ella. Es una escena muy poderosa.
San Lucas nos cuenta que Jesús la vio y la llamó, imponiendo de una vez sus manos sobre ella y sanándola: “Mujer, ya estás libre de tu enfermedad.” Ella recuperó su fuerza y su cuerpo se enderezó. Al sanarle, Jesús mostró la compasión de Dios que quiere el bienestar de todos, que atiende las súplicas de los necesitados que lo invocan. Jesús nos muestra que Dios escucha nuestras oraciones. Como dice el salmista, él quita nuestras iniquidades y sana todas nuestras dolencias. En síntesis, realmente nos ama.
La reacción del jefe de la sinagoga y de algunos de los espectadores muestra cómo muchos -incluso hoy- no saben responder al amor y la gracia de Dios. En vez de asombro, gratitud y adoración, quieren imponer más condiciones y obstáculos, pero con la mujer sanada por Jesús podemos -debemos- comenzar a aprender cuán grande es la apertura de Dios para con sus hijos, cuán inmenso es el amor de Dios que nos sana y cuán abundante es la gracia que nos salva y nos perdona.
En los días por venir, busquemos compartir el amor de Dios con todos: ricos y pobres, hambrientos y satisfechos, con los que ya entienden y con los que no. Cristo ya lo hace. Amén.
El Rvdo. Dr. John J. Lynch es un sacerdote, autor y educador, que ha servido en las diócesis episcopales de Honduras, el Sur de Virginia y Rhode Island. Actualmente sirve como director en el Instituto Ecuménico del Ministerio Hispano y el Cura párroco de la Iglesia Episcopal San Jorge en la ciudad de Central Falls, Rhode Island.
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