Pentecostés 11 (B) – 8 de agosto de 2021
August 08, 2021
LCR: 1 Reyes 19:4–8; Salmo 34:1–8; Efesios 4:25–5:2; San Juan 6:35, 41–51
Los textos bíblicos, que acabamos de escuchar, contienen un poderoso y profundo mensaje de Dios para nosotros, que nos ayuda y levanta en tiempos de caída, desánimo y pérdida de la esperanza. Vivimos tiempos difíciles, probablemente nos hemos sentido amenazados por una pandemia que nos pone en peligro y que ha quitado la vida a muchos de los nuestros. Sin duda quisiéramos que nada de esto hubiera pasado, incluso, podríamos añorar tiempos antiguos. Sin embargo, la realidad nos despierta cada día con verdades irreversibles, algunos llevamos dolores acumulados y ausencias de seres queridos que se fueron de manera inesperada. Por esto, Dios tiene hoy para nosotros un bálsamo que alivia y reconforta nuestro ser.
La Primera Lectura, del Primer Libro de los Reyes, nos cuenta una historia conmovedora de Elías, quien es considerado uno de los más grandes profetas de Israel (en la Transfiguración de Nuestro Señor, los evangelios sinópticos narran que Jesús habló con él, además de con Moisés). La historia señala que Elías fue al desierto, lugar sin vida, de adversidad y todo tipo de dificultades que podríamos interpretar hoy como soledad, enfermedad, problemas económicos, discriminación, racismo y todos aquellos sufrimientos que afectan seriamente nuestras esperanzas y alegrías; Elías había caminado durante un día, y luego, fruto de lo extenuante que resultó, debajo de una retama, pidió a Dios que le quitara la vida, en medio de un reclamo: “¡Basta ya, Señor!”; y es que ya no tenía ningún deseo de vivir, no veía la importancia de su existencia, se consideró inferior a sus padres, indigno de sí mismo.
Pero no olvidemos que también el desierto es el lugar donde Dios se revela, porque no hay sitio donde su presencia no esté. Y es así como un ángel tocó a Elías, invitándolo a comer y levantarse; sucediendo algo improbable en medio de la nada: encontró una deliciosa torta y una jarra de agua. Esto nos muestra que, para Dios, nuestros imposibles no son sus imposibles, nuestros límites no son sus límites; confiar en Él es salir de nuestras medidas limitadas. Elías obedeció, se levantó, comió y bebió, pero volvió a acostarse a dormir, por lo que el texto nos da a entender que no adquirió lo suficiente; luego recibió un nuevo llamado del ángel: “Levántate y come, porque si no el viaje sería demasiado largo para ti”.
Ahora bien, vemos que en el desenlace Elías tomó las suficientes fuerzas para caminar cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al monte de Dios. Esta historia refleja nuestro camino espiritual: sin nuestro Creador y Señor no podremos completar el viaje, desfalleceremos -como Elías- en el primer día, estaremos cansados y agobiados, renegando de la vida y de todo lo que somos, deseando sólo la muerte. Sin embargo, tal como a Elías, Dios se hace presente y, en la obedecía a su voluntad, recobramos las fuerzas necesarias para completar el viaje, no ya de un día sino de cuarenta.
Consecuentemente, en el Evangelio, Nuestro Señor Jesús nos da una afirmación definitiva y total: “El que viene a mí, nunca tendrá hambre; y el que cree en mí, nunca tendrá sed”. Escuchamos bien: “nunca” más hambre ni sed. Esta referencia a dos necesidades básicas para sobrevivir las conocemos todos, cada día debemos suplirlas para continuar la vida. Pero aquí, Jesús no se refiere a estas necesidades desde el punto de vista físico sino trascendental y espiritual. En esta nueva realidad, con nuestro Señor, ya no hay fronteras de tiempo cuando caminamos hacia Él, ya no es como Elías que comió y bebió para los días restantes, no; aquí la temporalidad cambia de dimensión. Es así como entramos en un ámbito de eternidad terrenal cuando nuestra decisión está en seguir a Jesús y creer firmemente en Él.
Podríamos preguntarnos: ¿qué significa que nunca más tendremos hambre y sed? El hambre y la sed se refieren a nuestras necesidades más profundas: la búsqueda de sentido y propósito para nuestra existencia en medio de todas las batallas que hemos librado y que libraremos en adelante, que pasan desde la misma preocupación por las necesidades básicas como el descanso, el alimento, el techo y la salud, hasta encontrar cuál es nuestro lugar en la vida y cómo vivimos lo que somos. Claramente, no quiere decir que ahora con Jesús desaparecerán todas las problemáticas que nos aquejan, claro que no; el sufrimiento y el dolor ciertamente hacen parte del transcurrir como seres humanos, pero también, en medio de toda dificultad, encontramos gozos y alegrías cotidianas: el milagro de la vida que en cada segundo se nos regala, el amor y la amistad con quienes convivimos, y toda la belleza de la creación con la cual somos bendecidos desde el amanecer hasta el anochecer.
Elevemos, pues, esta oración con corazón dispuesto y mente atenta:
Señor Jesús: calma nuestra hambre y nuestra sed cuando estamos cansados del camino, cuando pensamos que no podemos más y que ya es suficiente, incluso, como lo sucedido con el profeta Elías, cuando no tengamos deseos de vivir porque el miedo, la angustia y la desesperanza nos abruman.
Señor, tú has tenido la primera palabra al crearnos y tienes la última cuando nos llamas a tu presencia definitiva, en el tiempo que esté en tu voluntad; mientras recorremos este sendero, danos siempre de tu alimento para nunca más tener hambre ni sed, que siempre te encontremos en tu Palabra, en la Eucaristía, en nuestros hermanas y hermanos, en la creación y en nuestro propio interior, siempre agradecidos porque con tu presencia la plenitud nos alcanza, porque ya nada, absolutamente nada, puede separarnos de Ti, de tu perdón, de tu compasión y de tu amor inmensurable que lo abarca todo.
Amén.
El Rvdo. Israel Alexander Portilla Gómez es sacerdote en la Misión San Juan Evangelista, Diócesis de Colombia, donde ha ejercido el ministerio desde diciembre de 2016.
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