Pascua 7 (B) – 2015
May 18, 2015
Este pasaje del evangelio de Juan nos presenta a Jesús orando por sus discípulos la noche antes de su muerte. Su oración es por aquellos que durante su ministerio le han seguido y, de igual forma, es también una oración por quienes hoy seguimos a Jesús. Su oración es específica y enfocada: “Yo te ruego por ellos; no ruego por los que son del mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos” (v. 9).
Debemos reconocer que la oración de Jesús por los discípulos, y no por el mundo, nos puede parecer un poco contradictoria en el sentido de que anteriormente en el capítulo tercero del evangelio de Juan escuchamos: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él” (Juan 3:16-17).
Indiscutiblemente, Jesús hace una distinción entre sus discípulos y el mundo; enfatizando que aunque los discípulos están en el mundo, no pertenecen al mundo. En pocas palabras, Jesús parece estar afirmando una identidad de discipulado única y diferente a los valores del mundo, los cuales frecuentemente se encuentran en oposición a los valores del reino de Dios y su justicia.
Este pasaje nos invita a reflexionar en nuestra identidad como discípulos y nuestro ministerio en el mundo en que vivimos. Jesús no se está olvidando del mundo, sino más bien encomendándonos como discípulos a continuar su ministerio, pero enraizados en nuestra identidad cristiana y nuestra fidelidad a Dios. Esto nos recuerda el llamado de Jesús a que seamos como la sal de la tierra y la luz del mundo, y a que nos amemos unos a los otros.
Hay psicólogos que en ocasiones preguntan a sus pacientes que están tratando de hacer un cambio en su vida: “¿Que verá la gente en ti que les convencerá que has cambiado?” Esa pregunta es diseñada para ayudar al paciente a visualizarse a sí mismo con una nueva identidad, como una persona con opciones diferentes para vivir, pensar, actuar y sentir que son más saludables que su vida actual.
Vivimos tiempos en que tanto la Iglesia como el mundo necesitan preguntarse la misma pregunta. Para el mundo es una necesidad de sobrevivencia, de poder transformar los sistemas de opresión, violencia y odio para crear un mundo de paz, aceptación, convivencia y hermandad. Para nosotros como discípulos es una cuestión de relevancia, de ser instrumentos de transformación en el mundo, de reclamar nuestra misión profética, de no contentarnos con el mundo ‘tal como es’, sino luchar por un mundo ‘como debe ser’. Esa visión de Dios la conocemos como la creación del reino de Dios, o como el Doctor Martin Luther King solía llamar, la “comunidad amada de Dios”.
Nuestro llamado es a hacer tangible esa comunidad amada de Dios en nuestro tiempo. Para algunos solo puede ser un sueño distante; pero los sueños son a menudo, nuestro mejor punto de partida. De acuerdo a algunos testigos, Martin Luther King Jr., en su discurso en Washington dejó a un lado el manuscrito e improvisó su discurso conocido como: “Yo tengo un sueño”. La famosa cantante Mahalia Jackson le dijo a Martin: “Martin, cuéntales sobre tu sueño”. Esas palabras de Martin aún nos hablan a nosotros.
Vivimos tiempos en que la imaginación de nuestros líderes, tanto religiosos como políticos, necesita una infusión del Espíritu de Dios para captivar nuestra imaginación por un mundo mejor. Y nosotros los cristianos necesitamos activar nuestra imaginación para soñar alternativas, soñar un camino nuevo y un futuro nuevo para el mundo y para el pueblo de Dios. El desempleo, enfermedades, injusticias y la pobreza pueden comprimir nuestra visión; pueden apresarnos en los sufrimientos del presente, e imposibilitar el poder ver más allá de nuestra condición. Por eso nuestro discipulado es crucial y debe siempre caracterizarse por la capacidad de poder imaginarnos un mundo no como es, sino como debe ser. Imaginar un mundo libre de la desesperanza y abierto a nuevas posibilidades de Dios.
El erudito bíblico en hebreo, Walter Brueggemann, usa el término ‘imaginación profética’ como un concepto para describir la maravillosa habilidad de imaginarse las promesas de Dios hechas una realidad. Desde la perspectiva de Brueggemann, los profetas y Jesús ejercieron una imaginación profética al tener una visión de la realidad diferente de las creencias y enseñanzas de su época. Sabían o llegaron a conocer que, a través de sus gozos, sufrimientos, y experiencia personal de fe en Dios, tendrían la capacidad de levantarse de su condición para actuar por los más desafortunados. Ellos fueron llamados a imaginar el mundo en una forma nueva y radical y así proclamar la libertad de Dios.
Hoy, ¿necesitamos preguntarnos cuáles son nuestros sueños como individuos, como nación? Y necesitamos usar nuestra imaginación para ir más allá de nuestras limitaciones, de nuestra condición porque la imaginación nunca es un camino sin salida; sino más bien una ventana hacia el infinito donde lo que nos parece imposible hoy, puede ser cierto mañana. Jesús nos envía al mundo a continuar su ministerio, nos llama a ser profetas, nos invita a soñar, a imaginar alternativas y a vivir los valores de Dios a diario.
Dios tiene un sueño. Y cada vez que Dios tiene un sueño de justicia y paz para el mundo, muy a menudo significa que otros en nuestro mundo comienzan a tener pesadillas. En Cristo Jesús entró Dios al mundo y fue peligroso. Sanó en el día de reposo porque imaginó a los seres humanos más importantes que las leyes. El volteó las mesas en el Templo porque imaginó que ofrecer el corazón a Dios es más importante que ofrecer sacrificios. Él se afilió con los excluidos porque imaginó que formar parte de la familia humana es más importante que la raza humana, que la unidad en la creación es más importante que las líneas que nos dividen. La buena noticia de Dios en Jesús es que un mundo nuevo es posible, un mundo como Dios lo imagina que podrá ser.
Y finalmente, recordemos nuestro propio voto bautismal. En el afirmamos, entre otras cosas, que somos bautizados para formar parte del Cuerpo de Cristo, lo cual nos llama a ver al mundo y a cada uno de nosotros de una forma nueva. Y eso es posible porque, por la gracia de Dios, nuestra imaginación es bautizada también; una imaginación que es capaz de cambiar nuestras vidas, las de otros y nuestro mundo. Imaginación que nos ayuda a vernos no solo como episcopales, sino mucho más allá de nuestra afiliación religiosa; nos hace ver como hijos e hijas de Dios y ver al mundo donde todos son amados hijos e hijas de Dios. ¡Imaginen eso!
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