Pascua 6 (A) – 2020
May 17, 2020
“….Y mi Padre amará al que me ama, y yo también lo amaré y me mostraré a él.” Jesús les está hablando a los discípulos reunidos con él en la Última Cena, antes de ser arrestado y conducido a la tortura y a la muerte como otro criminal más. Está tratando de consolarlos. No se preocupen, les dice, yo me voy, pero volveré con el Padre y el Espíritu Santo para vivir en ustedes y con ustedes. Dios mismo vive con nosotros.
Durante los últimos cuatro domingos hemos estado escuchando cómo los discípulos reconocieron al Señor después de su resurrección. Primero oímos el relato sobre el apóstol Tomás, quien lo reconoció por fin, cuando Jesús le mostró sus heridas y dijo: “dichosos los que creen sin haber visto.” Nosotros somos esos dichosos. Reconocemos al Señor y creemos, aunque no le hayamos visto.
El siguiente domingo, vimos que dos discípulos reconocieron a Jesús cuando, camino hacia Emaús, partió el pan al comenzar una cena con ellos. Este relato fue escrito por la comunidad que conocemos como “Lucas”, a sólo cincuenta años de la muerte de Jesús, lo cual nos indica que ya las comunidades cristianas habían estado reconociendo la presencia del Resucitado entre ellos y ellas cuando se sentaban a cenar juntos en memoria suya, en la Santa Eucaristía; en aquella época se trataba aún de una cena completa en casas privadas. Es otra referencia de lo que el apóstol Pablo había llamado: “Cristo en ustedes, la esperanza de la gloria”.
Luego escuchamos el relato sobre Jesús, el Buen Pastor que conoce a sus ovejas por su nombre, y a quien ellas, a su vez, reconocen por su voz; pues él es quien les abre la puerta de su corral.
Finalmente, el domingo pasado, oímos cómo Jesús les anuncia a sus discípulos, antes de morir, que el Padre y él vendrían a vivir con ellos y con nosotros, sus discípulos, para hacer este reconocimiento posible.
Toda la Pascua, que dura 50 días, es una larga reflexión sobre este misterio: que los cristianos podemos reconocer entre nosotros al Señor resucitado, no sólo en cada uno de manera individual, sino en la comunidad que somos. Ésta es la experiencia fundamental de los seguidores de Jesús después de su muerte y evidencia de su resurrección.
Hoy escuchamos la explicación que Jesús da a sus discípulos antes de morir: “No los voy a dejar huérfanos; volveré para estar con ustedes… me verán, y vivirán porque yo vivo.” En otro momento les dice: “Y yo le pediré al Padre que les mande otro Defensor, el Espíritu de la Verdad, para que esté siempre con ustedes… ustedes lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes.” Se trata del Espíritu Santo, ese es el Espíritu de la Verdad en quien no hay lugar para la mentira, quien nos abre los ojos para reconocer a Dios en Cristo y en nosotros mismos, pues él nos conoce a cada uno por nuestro nombre. Por esto nuestras comunidades, nuestras parroquias, tienen que ser comunidades de la verdad. No podemos vivir mintiendo unos a otros. “En aquel día,” como dice el evangelio, “ustedes se darán cuenta de que yo estoy en mi Padre, y ustedes están en mí, y yo en ustedes… Mi Padre amará al que me ama, y yo también lo amaré y me mostraré a él.”
¿Dónde encontramos a Cristo resucitado hoy? En los últimos meses, a través de esta epidemia, Dios nos ha probado y refinado como se refina la plata. Ha puesto sobre nuestros lomos la pesada carga del temor, el aislamiento y hasta el luto por nuestros seres queridos, y en este proceso hemos descubierto, en carne propia, que Dios “no vive en templos hechos por los hombres…, pues él es quien nos da a todos la vida, el aire y las demás cosas”; que “es él quien preserva a nuestra alma en vida; y no permite que nuestros pies resbalen” y no está lejos de cada uno de nosotros. En nuestros hogares, aún solos, hemos descubierto que Dios está con nosotros, en lo más íntimo de nuestros corazones, porque “en Dios vivimos, nos movemos y existimos.”
En el evangelio de hoy Jesús nos explica cómo es posible llegar a reconocer este Dios que está con nosotros: es obra del Espíritu Santo. Pero no nacimos con él. Lo recibimos en el Santo Bautismo. Todos los cristianos recibimos el Espíritu Santo en el agua de este sacramento. En esa ocasión fuimos marcados como “propiedad de Cristo para siempre” y recibidos como miembros plenos de su Cuerpo resucitado, la Iglesia. El apóstol Pablo, en su carta a los Romanos, nos explica cómo fue que sucedió esto: en el santo bautismo “fuimos enterrados con él en una imitación de su muerte, para surgir con él en una imitación de su resurrección”, de tal manera que, participando así en la muerte y resurrección de Jesucristo, nacemos a la nueva vida en el Espíritu Santo y somos hechos miembros de Cristo y de su Iglesia para siempre. En el agua del bautismo, como dice la oración de bendición del agua bautismal, “somos sepultados con Cristo en su muerte. Por ella, participamos de su resurrección. Mediante ella, nacemos de nuevo por el Espíritu Santo.”
El Espíritu que allí recibimos es quien nos permite reconocer a Cristo entre nosotros. Desde entonces Cristo vive en cada uno de nosotros y nosotros en él. Y no solo nosotros, pues como dice la segunda lectura: Cristo, “en su fragilidad humana, murió; pero resucitó con una vida espiritual, y de esta manera fue a proclamar su victoria a los espíritus que estaban presos.” Es decir, hasta nuestros antepasados, comenzando con Adán y Eva, todos ellos y ellas, participan de su resurrección; de hecho, en su resurrección, Cristo ha hecho nueva la creación entera.
Este asombroso misterio de la muerte de Cristo y su nueva vida entre nosotros es el centro de nuestro ser como cristianos. De este misterio nacemos todos como Iglesia y nacen los sacramentos.
¡Cristo ha resucitado! ¡Es verdad, el Señor ha resucitado! Lo estamos mirando con nuestros propios ojos en cada uno; en todos nosotros. Agradezcamos entonces este amor infinito de Dios quien no sólo resucitó a Cristo de entre los muertos, sino también a nosotros con él, quien con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina entre nosotros, ahora y por siempre, Amén.
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