Pascua 5 (C) – 15 de mayo de 2022
May 15, 2022
LCR: Hechos 11:1–18; Salmo 148; Revelación 21:1–6; San Juan 13:31–35
Abramos nuestra mente y nuestro corazón a la Palabra que hoy hemos escuchado y dejemos que ella nos inunde y nos transforme.
Durante todos los domingos de Pascua hemos venido escuchando diversos pasajes del libro de Los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura, un trozo del libro del Apocalipsis o Revelación como Epístola y una porción del Evangelio de Juan. Cierto que no se trata de pasajes exactamente conectados entre sí, pero todos tienen en común una misma idea: mostrarnos los efectos reales y concretos de la Resurrección de Jesús y del don del Espíritu Santo, tanto en lo individual como en lo comunitario. Podríamos pensar que así es como la Liturgia de nuestra Iglesia busca evangelizarnos para que salgamos también a evangelizar a otros.
La primera lectura nos cuenta que algunos Apóstoles y otros hermanos que permanecían en Judea, más exactamente en Jerusalén, tuvieron noticias de que en Jope, una ciudad de la costa, algunos que no eran judíos estaban recibiendo el bautismo y, por tanto, se estaban incorporando al “Nuevo Camino” (recordemos que todavía no se habla de cristianos, sino de seguidores del “Nuevo Camino”); es decir, ya se habían enterado de todo lo que narra el mismo libro de los Hechos en el capítulo 10. Por tal motivo, tan pronto el Apóstol regresa a Jerusalén lo increpan y le reclaman porque había entrado en casa de incircuncisos y había comido con ellos. No perdamos de vista este reclamo que es ciento por ciento de corte legal judío; de evangélico todavía no tiene nada. Y es apenas comprensible. Ni la totalidad de los Apóstoles, y menos aún los conversos o simpatizantes del “Nuevo Camino”, habían podido entender los efectos y alcances de la obra de Jesús, sus enseñanzas, su Pasión, muerte y Resurrección.
Ante el testimonio que da Pedro, donde vuelve a relatar todo lo que había narrado Lucas en el capítulo 10, la comunidad empieza a entender que ya es hora de permitir que el Espíritu Santo realice su obra en el mundo, que es necesario romper con la antigua ley, que ya el “hombre viejo” tiene que dar paso al “hombre nuevo”, a ese hombre totalmente regenerado en Cristo, como lo dirá también Pablo en sus escritos. En una palabra, ese “Nuevo Camino” que está surgiendo a raíz de la fe en la Resurrección de Jesús y del don del Espíritu Santo, implicaba como novedad absoluta, la apertura total y la acogida a todos los que de buena voluntad reconocieran a Jesús como Señor y Salvador. Pedro expone pues, de manera convincente, las razones por las cuales no sólo entró en casa de paganos, incircuncisos e impuros, sino que además les permitió a ellos la entrada al “Nuevo Camino”. Aplicando a las personas los criterios de pureza e impureza de alimentos Pedro concluye que no se puede considerar impuro lo que Dios ha declarado puro; pero la fuerza principal de la respuesta de Pedro a sus escandalizados hermanos está aquí: “si Dios les concedió a ellos el mismo don que a nosotros por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para estorbar a Dios?”.
El primer efecto pues, que tiene que brillar con fuerza como fruto de una auténtica fe en la Resurrección de Jesús y del don del Espíritu Santo es la acogida, la inclusión y la aceptación de los demás con la firme certeza de que, si a nosotros Dios nos concedió ese don, ¿cómo no aceptar que también a otros Dios se lo concede en su infinito amor y gracia? ¿Quién soy yo, quiénes somos nosotros para estorbar a Dios? Con la mano en el corazón deberíamos hacernos esa pregunta, ¿cuántas veces, como institución y quizás como personas, hemos sido un estorbo para las acciones de Dios a través de su Espíritu?
El segundo efecto de la fe en la Resurrección de Jesús y del don Espíritu que debemos resaltar en este quinto domingo de Pascua lo podemos deducir del pasaje del libro del Apocalipsis o Revelación. Se trata del cielo nuevo y la tierra nueva que han de surgir como consecuencia de un corazón renovado por la Resurrección de Jesús y por la presencia en cada uno de nosotros del Espíritu que él mismo prometió y que el Padre ha derramado sobre nosotros. Este pasaje del Apocalipsis es todo un programa de vida para el creyente, para nosotros hoy. No podemos sencillamente esperar que Dios haga nuevas todas las cosas; cierto que puede hacerlo, pero ésa no es la pedagogía divina. En esa promesa está el sentido y el quehacer de nuestra fe. En cada uno de nosotros, en cada seguidor de Jesús, esa fuerza de Dios está para animarnos y darnos la capacidad necesaria para realizar esas transformaciones, esas renovaciones. Y miremos que la tarea es grande. La renovación de todas las cosas implica, como nos dice el texto, que “ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor”. Si miramos a nuestro alrededor, podemos ver que eso es lo que inunda nuestro mundo. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos quedamos como el grupo de Jerusalén, encerrados, esperando de pronto una intervención extraordinaria de Dios o quizás “estorbando” a la acción divina?
Finalmente, si volvemos a mirar el Evangelio de hoy, podemos descubrir que ahí tenemos la fórmula exacta para realizar todo lo anterior. Tal vez Jesús sabía que sus discípulos se iban a enredar con un montón de cosas para seguir adelante con su proyecto y, quizás anticipándose a todos los enredos propios de nosotros los humanos y de nuestras instituciones, les deja el testamento más sencillo, pero inmensamente grande y poderoso: el mandato del amor como signo visible de la adhesión del discípulo al Maestro y de la vivencia real y afectiva de la fraternidad; el mundo podrá identificar de qué comunidad se trata si los discípulos guardan entre sí este mandato del amor. Jesús rescata la Ley, pero le pone como medio de cumplimiento el amor; quien ama demuestra que está cumpliendo con los demás preceptos de la Ley. Es posible que en la comunidad primitiva se hubiera discutido cuál debía ser el distintivo propio de la comunidad; para eso apelan a las palabras mismas de Jesús. En un mundo cargado de egoísmo, envidias, rencores, odios, muerte, pena, llanto y dolor, la comunidad está llamada a dar testimonio de otra realidad completamente nueva y distinta: el testimonio del amor.
Parte de la causa por la cual tantos cristianos abandonan las iglesias está justamente en la falta de un testimonio mucho más abierto y decidido respecto al amor. Con frecuencia nuestras comunidades son verdaderos campos de batalla donde nos enfrentamos unos contra otros, donde no reconocemos en el otro la imagen de Dios; eso afecta la fe y la buena voluntad de muchos creyentes. Ahora, no se trata de que nuestras comunidades sean totalmente ajenas al conflicto; no, el conflicto en cierta medida es necesario porque desde él se puede crear un ambiente de discernimiento, de acrisolamiento de la fe, de las convicciones más profundas respecto al evangelio; en el conflicto aprendemos justamente el valor de la tolerancia, del respeto a la diversidad y el mejoramiento de nuestra manera de entender y practicar el amor. Pero para hacer del conflicto el espacio para construir y crecer hace falta la fe y la apertura al cambio y, sobre todo, la disposición de ser llenados por la fuerza viva de Jesús resucitado. Sólo en esa medida nuestra vida humana y cristiana va adquiriendo cada vez mayor sentido, va convirtiéndose en medio de evangelización y punto de arranque para “hacer nuevas todas las cosas”, con el Padre, Jesús y el Santo Espíritu de nuestra parte.
El Rvdo. Gonzalo Rendón es clérigo de la Iglesia Episcopal de Colombia, Comunión Anglicana. Presta sus servicios en la Parroquia Santa María del Monte Carmelo, en la Costa Norte de Colombia y es profesor en el Centro de Estudios Teológicos.
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