Pascua 5 (B) – 2024
April 28, 2024
LCR: Hechos 8:26–40; Salmo 22:25–31 (= 22:24–30 LOC); 1 San Juan 4:7–21; San Juan 15:1–8
Podemos ver, a través de la lectura más o menos continua del libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo los primeros capítulos nos muestran el avance y desarrollo que va teniendo la Iglesia apostólica; en varias oportunidades nos dice el autor que muchos al escuchar las enseñanzas de los apóstoles, ver los signos que obraban, su forma de vida y testimonio, se unían al “Nuevo Camino” propuesto por ellos. No podemos dejar de subrayar que esta prosperidad de la Iglesia es obra exclusiva del Espíritu Santo y de la fuerza de Jesús Resucitado. Ésa es la intencionalidad de Lucas cuando nos narra cada nuevo avance, los conflictos y contradicciones que la comunidad apostólica tiene que afrontar debido a la resistencia de las autoridades del pueblo.
Una vez que el autor de Hechos ha ilustrado suficientemente la vida de la comunidad dedica también cierto espacio a la actividad personal o individual. Se nota que Lucas da mucha importancia al testimonio que tiene que aportar cada uno como individuo; por eso le da un especial realce a Esteban a quien presenta prácticamente como el ejemplo de quien es capaz de imitar a cabalidad y hasta las últimas consecuencias al Señor.
En esa perspectiva el libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta hoy la figura de Felipe en su tarea como misionero, la iniciativa del Espíritu, que es lo que continuamente está resaltando Lucas, aparece aquí más clara todavía. Felipe recibe una orden que lo lleva, no a la ciudad sino al desierto; no a evangelizar multitudes, sino a una sola persona, a un eunuco. El escenario parece irreal. De hecho, ninguna de las rutas que unía a Gaza con Jerusalén atravesaba el desierto. Sin embargo, por allí transitaba aquel personaje etíope, eunuco y pagano, aunque “simpatizante” de la fe judía, no circuncidado y como tal, excluido.
La evangelización de este hombre representa otra apertura trascendental de la Iglesia, en la cual se cumple una profecía: “Si un extranjero se entrega al Señor, no debe decir: «El Señor me tendrá separado de su pueblo.» Ni tampoco el eunuco debe decir: «Yo soy un árbol seco.»”. (Is 56:3). Lucas está exponiendo cómo se comprende y se explica la Escritura en la nueva comunidad. El etíope va leyendo en voz alta uno de los pasajes bíblicos más difíciles de comprender. Hacía siglos que los judíos se preguntaban por la persona que cumpliese exactamente todo lo que contiene la profecía y que realizara en favor del pueblo lo que dice el profeta. Felipe, como Jesús camino de Emaús (Lc 24:45s), ofrece al extranjero la respuesta: es la persona de Jesús, muerto y resucitado, de quien está hablando el profeta (cf. Is 52:13–53:12).
La evangelización de Esteban sólo puede tener como consecuencia la conversión del etíope, quien pide el bautismo. ¿Qué le impide recibirlo, ser eunuco, ser extranjero? En la pregunta resuenan las dudas e incertidumbres de las primeras comunidades. Lucas responde que el gesto de Felipe bautizando al etíope es obra de Dios, de su Espíritu. Un símbolo unitario de fecundidad gobierna este bello relato de Lucas: del terreno desierto brota una fuente de agua vivificante, del libro incomprensible brota un sentido que ilumina y transforma, y el estéril recobra nueva vida. De nuevo, Lucas menciona la alegría: el eunuco siguió su camino muy contento. No conocemos su nombre para venerarlo en la Iglesia; quizás su nombre sea multitud. (cf. La Biblia de nuestro pueblo. Comment. in situ).
En consonancia con la primera lectura, el evangelio de Juan nos presenta hoy el bello pasaje de la vid y los sarmientos. Recordemos que el pasaje se halla en el contexto de la última cena -que constituye una unidad con el lavatorio de los pies-, después de la cual Juan inserta una serie de enseñanzas y recomendaciones de Jesús a sus discípulos. Pues bien, la alegoría de la vid, a la cual deben estar unidas las ramas para lograr los mejores frutos, es la imagen que elige Jesús para recomendar a sus seguidores que siempre deben estar unidos a él. Fuera de esta unidad con Jesús el discípulo no puede dar el fruto que corresponde a un discípulo. ¿Puede el evangelizador, de cualquier tiempo, transmitir en sus tareas de evangelización la auténtica imagen de Jesús y su propuesta de vida nueva si no está unido a él? Evidentemente no.
En muchos casos hay quienes hablan mucho sobre Jesús; predicadores y hasta grupos alaban y bendicen el nombre de Jesús, sin embargo, los frutos que producen dejan mucho qué desear. Ello quiere decir que no basta con hablar cosas muy bellas de Jesús; no basta con proclamar pasajes enteros de evangelio si no hay intención ni disposición para dejarse moldear por Jesús, si no hay claridad sobre la auténtica propuesta de Jesús. El discípulo que se ha dejado transformar por Jesús, antes que hablar de él, lo transmite y lo proyecta en sus gestos y acciones, ése es el que está unido a Jesús y, por tanto, sus frutos son los que sólo Jesús podría dar; lo contrario es predicarse a sí mismo, vanagloriarse como discípulo de alguien a quien no se le ha dado entrada en el corazón.
La vivencia profunda de esa unidad con Jesús nos debe impulsar a anunciar con alegría el mensaje esperanzador y siempre lleno de optimismo tal como él se lo anunció a la generación de su tiempo. El pesimismo y los discursos amenazantes no pueden tener cabida en nuestra predicación porque ya es suficiente para el creyente tener que soportar las amenazas y zozobras de cada día, para tener que escuchar también nuevas y más amenazas en una predicación. No todo discurso sobre Jesús es necesariamente cristiano, no toda obra hecha en nombre de Jesús es cristiana. En nombre de él y de su cruz se sigue persiguiendo, excluyendo y oprimiendo y, lo peor, se sigue explotando a mucha gente a través de verdaderos “programas” de comercio religioso como si la fe fuera un artículo comercial. Ése no es el fruto que produce el que sigue a Jesús según él mismo nos lo dice en el pasaje que escuchamos hoy.
Roguemos al Señor para que quienes decimos ser seguidores de Jesús estemos muy atentos a demostrar con nuestras palabras y acciones que de verdad somos esas ramas unidas al único y genuino tronco que es él, como quien nos alimenta continuamente con su fuerza y con su luz. Que él nos libre del orgullo y del egoísmo, que nos dé la sabiduría necesaria para saber discernir cuándo nos estamos alejando de él como tronco, para volver a unirnos a él y mantenernos siempre así.
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