Pascua 5 (A) – 2023
May 07, 2023
LCR: Hechos 7:55–60; Salmo 31:1–5,15–16; 1 San Pedro 2:2–10; San Juan 14:1–14.
“Todo lo que ustedes pidan en mi nombre, yo lo haré.” ¿Así tan sencillo? ¿Cómo es posible que Jesús nos obedezca a nosotros? ¿Quiénes somos para estar dándole órdenes a Dios?
Desde el día de Pascua hemos estado escuchando varios relatos sobre como los discípulos reconocieron al Señor después de su resurrección. Primero, el mismo día de Pascua, vimos que en un principio María Magdalena no reconoció a Jesús cuando se topó con él, muy temprano, antes del amanecer de ese día: creyó que era un jardinero hasta que Jesúsla llamó por su nombre. Entonces fue cuando ella lo reconoció como su maestro.
El domingo siguiente Tomás, que dudó la noticia de los discípulos de que Jesús había resucitado, lo reconoció, por fin, cuando se reunió con ellos otra vez, cuando le mostró sus heridas y le dijo: “dichosos los que creen sin haber visto.” Nosotros también reconocemos al Señor y creemos, confiando en él, aunque no lo hayamos visto.
El siguiente domingo, dos discípulos, de camino hacia Emaús, se encontraron con Jesús sin reconocerlo. Lo invitaron a cenar con ellos y sólo lo reconocieron cuando partió el pan, al comenzar la cena –como hacen los judíos hasta el día de hoy-. Este relato, escrito sólo setenta años después de la muerte de Jesús, indica que ya las comunidades cristianas se reunían para cenar juntos, en la “acción de gracias” –es decir, la Eucaristía-, que era una cena completa. En esta cena reconocían la presencia del Señor resucitado entre ellos al partir el pan. Por eso, cuando quien preside entre nosotros parte el pan, observamos un momento de silencio. Es otra indicación de lo que el apóstol Pablo antes había llamado: “Cristo entre ustedes, la esperanza de la gloria”.
El domingo antepasado escuchamos otro relato sobre Jesús, el Buen Pastor queconoce a sus ovejas por nombre, y ellas a su vez loreconocen por su voz, pues él es quien les abre la puerta del corral y las lleva a buenos pastos. Nosotros también, como ovejas, reconocemos su voz y lo seguimos.
Finalmente, hoy escuchamos las palabras de Jesús en su despedida de los discípulos antes de su pasión y muerte:“No se angustien”, les dice, “voy a prepararles un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra vez para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a estar. Ustedes saben el camino que lleva a donde yo voy… Yo soy el camino, la verdad y la vida.” Felipe quizá creyéndose muy listo, no cree que baste con reconocer a Jesús entre ellos y le responde: “déjanos ver al Padre”, y Jesús le da una clase de teología. Miren, les dice, si creen en Dios crean también en mí, “créanme que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”. Porque como dijo San Ireneo: Jesús, es el Hijo visible del Padre invisible. El Hijo nos muestra, en carne y hueso, quien y como es Dios Padre. Jesús se lo explica bien sencillo a Felipe: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿por qué me pides que les deje ver al Padre?”. Así que no sólo reconocemos a Jesús resucitado que nos llama por nombre, al partir y compartir el pan y el vino, sino que al reconocer a Jesús reconocemos también a Dios, aquí, hoy, entre nosotros. ¿Podemos reconocer a Dios en Jesús?
Antes, pronto después de la muerte de Jesús,Esteban, un diácono, lleno del Espíritu Santo reconoció a Jesús tan digno como Dios Padre, y dijo: “Miren, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios.” Entonces los fariseos, enfurecidos, lo agarraron, lo echaron fuera de la ciudad y lo apedrearon a muerte. San Pablo estuvo presente. Esteban fue el primer mártir –la palabra significa testigo– del cristianismo, y pagó con su vida porque dio testimonio de que reconoció a Jesús como la encarnación de Dios, igual al Padre.
Toda la Pascua –que dura siete semanas–, es una larga reflexión sobre este gran misterio: Cristo entre nosotros, esperanza de la gloria. Aunque Jesús verdaderamente sufrió y murió, los cristianos lo reconocemos vivo, aquí, entre nosotros, reunidos todos los domingos para partir el pan, y en cada uno individualmente. Cuando quien preside dice: “El Señor esté con ustedes”, está invitándolos a reconocer esto: el Señor está con nosotros como una piedra rechazada por la gente, pero escogida por Dios para construir un templo, no de piedras y cemento, sino de seres humanos. Somos como piedras vivas, de carne y hueso. Porque la Iglesia no es un edificio. Es una comunidad de personas que hacemos ofrendas espirituales a Dios, por medio de Jesucristo que es la Piedra que nos une como templo vivo. Para quienes creemos y confiamos en Dios, esa piedra es muy valiosa; pero para los que no creen, es un tropiezo, un escándalo. De todas maneras, la piedra que fue desechada por los albañiles ahora es la cabeza de la esquina –es decir es la piedra que nos mantiene unidos como dos paredes en una esquina-.
Y porque Cristo ha resucitado y lo reconocemos, y reconocemos a Dios en él, somos una nación santa, un pueblo sacerdotal, comprado y liberado de la esclavitud al mal y la muerte. Antes no éramos ningún pueblo, pero ahora somos el Pueblo de Dios. Por eso al invitarlos a comulgar, quien preside dice: “Las ofrendas de Dios para el Pueblo de Dios”, invitándolos a compartir la gran ofrenda de Dios: Cristo entre nosotros, esperanza de la gloria. Porque hemos recibido misericordia y todos nuestros errores han sido perdonados. Ya. Así creemos y confiamos en él.
Ésta es la experiencia fundamental de los discípulos de Jesús después de su muerte, la evidencia de su resurrección y el meollo de lo que es la Iglesia: El Señor está con nosotros. Lo reconocemos aquí, hoy, en nuestra comunidad. Entonces, ya que somos su presencia en este vecindario, salgamos con él al mundo a hacer las mismas obras que él hizo: sanar enfermos, servir a los más necesitados, y así proclamar el Evangelio, que es la buena noticia de que un mundo mejor –el Reino de Dios– es posible, que ya se acerca y viene a nosotros: Un mundo en el que decimos la verdad, luchamos por la justicia para que haya paz, y así podamos vivir todos y todas en un mundo sanado y lleno de amor, el Reino de Dios.
Con su Espíritu podemos hacerlo; sí, se puede.
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