Sermones que Iluminan

Pascua 2 (B) – 2024

April 07, 2024

LCR: Hechos 4:32-35, Salmo 133, I Juan 1:1-2:2, Juan 20: 19-31

En la oración colecta de este segundo Domingo de Pascua, hemos iniciado reconociendo que solamente por el misterio Pascual, es decir, por la pasión, muerte y resurrección de Jesús, Dios ha establecido con nosotros un nuevo pacto de reconciliación y le pedimos que nos conceda mostrar, por medio de nuestra vida, lo que ya profesamos con nuestra fe.

La pregunta clave, entonces, en este Segundo Domingo de Pascua es: ¿Cuál es esa profesión de fe que estamos llamados a vivir, no solamente en nuestra vida personal, sino también en nuestras comunidades, congregaciones, en la sociedad y el mundo? Precisamente la que escuchamos en labios de Tomas: “¡Mi Señor y mi Dios!”. Pero ésta es una profesión de fe que nace como fruto de un proceso de encuentro personal con Jesus.

Juan, en el Evangelio de hoy, nos ubica en la tarde del día primero de la semana, justo después de aquel confuso, turbulento y triste fin de semana en el que había sucedido la ejecución de Jesús. Pero éste no es cualquier día, es el día de la resurrección, el día en que María Magdalena ha visto no sólo la tumba vacía sino también a Jesús resucitado, el día en el que otros dos discípulos, Pedro y Juan, han sido testigos de la ausencia del cuerpo de Jesús en la tumba, el día en el que María Magdalena les ha anunciado a todos los discípulos: ¡He visto al Señor! Pero todo esto no logra llenarlos de alegría ni esperanza, tampoco les brinda seguridad. Los discípulos tienen miedo, y no sólo el día de la resurrección, sino todavía una semana después; nos dirá el evangelista que ellos continúan en el mismo lugar, detrás de las mismas paredes, con las mismas puertas cerradas, los mismos candados; nada ha cambiado, no hay un motivo para salir y seguir adelante.

Jesús atraviesa esas paredes, esas puertas, y aparece en medio de ellos diciéndoles: “¡Paz a ustedes!”. Y esa paz, la paz que sólo puede brindar Cristo resucitado, les llenará también de su Espíritu y con él vendrá la confianza, la alegría, la valentía, la esperanza y la confesión de fe: ¡Señor Mio y Dios Mio!

Hermanos y Hermanas en Cristo. Nuestra misión, como nuevos discípulos y seguidores de Jesús, será romper el candado de las cadenas que cierran esas puertas, derribar los muros que nos aíslan, dejarnos llenar del espíritu de Jesús y dar un paso extraordinario de fe. Ya creemos, ya confiamos, ya vivimos la fe, pero la aparición de Jesús resucitado en medio de nosotros nos invita a dar un paso más grande que nos lleve a la proclamación del señorío de Jesús en nuestras vidas y a proclamar junto con Tomas: “¡Mi Señor y mi Dios!”.

Ahora bien, en este domingo el Evangelio nos demuestra que la fe viene de diferentes maneras a personas diferentes. El discípulo querido cree al ver la tumba vacía, María cree cuando el Señor dice su nombre, algunos discípulos lo hacen al ver al Señor resucitado, Tomás dice que debe tocar las heridas –aunque esa necesidad desaparece una vez que ve a Cristo frente a él-. Nosotros, que nos hemos acercado a Cristo, al igual que todos estos discípulos, descubrimos y profesamos nuestra fe de diferentes maneras, en diferentes niveles y capacidades, eso es algo inevitable, pero lo que nunca debemos perder es el dinamismo de la fe.

Ese dinamismo lo vivieron y demostraron las primeras comunidades cristianas que no solamente formaban parte del grupo de creyentes, sino que se consideraban a sí mismas un sólo cuerpo, con un sólo corazón y espíritu, que vivían en solidaridad, estaban atentas a la escucha de la Palabra y compartían el pan. Este dinamismo de fe, de las primeras comunidades cristianas, lo hemos escuchado en la primera lectura, en los Hechos de los Apóstoles. Ésta puede ser la lectura para la meditación personal de esta semana, para que ese modelo de primera comunidad nos anime también a hacer de nuestras congregaciones, de nuestras comunidades de fe, un ejemplo de vida para otros.

Recordemos que aquel “primer día de la semana”, muchos y desconcertantes acontecimientos tuvieron lugar: la piedra estaba removida, la tumba vacía, el cuerpo desaparecido, los lienzos doblados, algunos discípulos corriendo de un lado a otro, el resto escondidos, desconcertados, temerosos, pensando que también ellos podrían ser perseguidos y ejecutados.

Es en ese momento, el más angustioso de sus vidas, cuando Jesús resucitado se hace presente en medio de ellos; sus primeras palabras pudieron haber sido de reproche, expresando su enojo y decepción por el comportamiento de todo el grupo: lo habían malentendido, negado, traicionado y abandonado. A pesar de todo, sus primeras palabras hacia ellos fueron: “Shalom”, “paz a ustedes”. Sin duda alguna ese grupo asustado y desconcertado tuvo que haber experimentado con el saludo de Jesús no sólo paz, sino también el perdón y la presencia de Jesús victorioso.

Hermanos y hermanas, a nuestra vida personal, familiar o comunitaria vendrán días en los que, al igual que los discípulos, nos sintamos temerosos, agobiados, sin esperanza, pensando que es más fácil y seguro continuar con las puertas cerradas y evitar las responsabilidades y personas que nos rodean, seguir escondidos y no afrontar la realidad, y será en ese momento cuando Jesús se hará presente en medio de nosotros.

Reflexionemos: ¿Cómo estamos viviendo en nuestras congregaciones? ¿En la libertad y gozo de la resurrección o escondidos detrás de unas puertas cerradas? ¿Es diferente nuestra vida después de la Pascua? Y, si no, ¿cuáles son las puertas que encierran nuestra vida, nuestros corazones y nuestro espíritu?

Que el Señor resucitado en medio de nosotros y el recuerdo de su pasión y su cruz nos lleven a proclamar con voz fuerte como asamblea: !SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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