Pascua 2 (A) – 2011
May 01, 2011
La semana pasada celebrábamos la Pascua de nuestro Señor Jesucristo, su paso de la muerte a la vida. Celebrábamos con júbilo su victoria sobre la muerte.
En este segundo domingo de Pascua seguimos avanzando en la profundización del misterio de la resurrección de Cristo. Ese desborde de gozo que irradiamos el día de la resurrección debe hacerse presente en el diario vivir de los cristianos. Como herederos del gozo de la resurrección debemos llevarlo en nuestro rostro, especialmente sentirlo y manifestarlo cuando celebramos la sagrada Eucaristía, memorial de la pasión de Cristo.
Debemos ver la creación de Dios con optimismo tomando conciencia de que la resurrección de Cristo nos ha abierto caminos de esperanza y que en Cristo resucitado todo puede ser transformado.
Para ayudarnos a conservar esa alegría del resucitado, la Iglesia nos brinda el maravilloso tiempo litúrgico de la Pascua que va desde el día resurrección hasta el día de Pentecostés. Durante cuarenta días Jesucristo se apareció en diferentes circunstancias, demostrándoles a los apóstoles que realmente estaba vivo.
Dice José Luis Martín Descalzo: “Cristo quiso dedicar cuarenta días, casi una segunda vida, a explicar a los suyos ese camino del gozo por el que tanto les costaba penetrar. No bastaba con resucitar. Había que meterles la resurrección por los ojos y las manos de los suyos. Y había que hacerlo con la obstinación de un maestro que repite y repite la lección a un grupo de alumnos cazurros. Ah, ¡cuánto le cuesta al hombre aprender que es feliz! ¡Qué difícil le resulta aprender que su Dios es infinitamente mayor de lo que se imagina! Eso -la terquedad de Dios luchando con la torpeza de los hombres- fueron aquellos gozosos cuarenta días que regaló a los suyos” (Vida y Misterio de Jesús de Nazaret, tomo III, La Cruz y la Gloria, Pág. 388-389).
El evangelio de Juan en el capítulo 20:19-31 nos narra dos apariciones de Jesús resucitado, a unos discípulos llenos de miedo. Claro, los judíos habían matado a su maestro y los acusaban a ellos de haberse robado el cuerpo de Jesús. Sabían que podían correr la misma suerte de su maestro, por eso se habían reunido en una casa con las puertas cerradas para esconderse de sus perseguidores.
En medio de esa situación, aparece Jesús, se pone de pie en medio de ellos de una forma misteriosa, y los saluda de esta manera: ¡Paz a ustedes! Con estas palabras, Jesús quería llegar mas allá del mero saludo acostumbrado entre los judíos; se refería mas bien a la paz espiritual que les había prometido antes de morir, cuando les dijo: “Les dejo la paz ,les doy mi paz, no se la doy como los que son del mundo. No se angustien ni tengan miedo. Si de veras me amaran se habrían alegrado al saber que voy al padre, porque él es más que yo, les digo esto de antemano para cuando suceda entonces crean” ( Juan 14: 27-29).
Ese saludo “paz a ustedes” Jesús se lo dirige tres veces a los discípulos. Después del primer saludo les muestra las manos y el costado. Los discípulos se dan cuenta de la realidad de su maestro, esta sorpresa es motivo de gran alegría para ellos. La segunda vez que Jesús los saluda deseándoles la paz, no los reprende por su incredulidad y por haberle abandonado, al contrario los confirma en la misión para la que los había preparado antes de morir, les dijo: “Como el Padre me envió, así los envío yo a ustedes; reciban al Espíritu Santo” (Juan 20:21-23).
Con estos hechos se manifiesta la fidelidad de Dios a su promesa, aunque sus discípulos le habían fallado, Jesucristo permanece fiel a su promesa. Les dio el Espíritu Santo prometido para que a través de él recuperaran la fe y la esperanza perdidas. Esta promesa sería sellada cincuenta días más tarde en la fiesta de Pentecostés cuando se llenarían de la plenitud del Espíritu.
Uno de los discípulos, llamado Tomás, que no estuvo presente en la primera aparición, se negó a creer la noticia de sus compañeros de que habían visto al Señor resucitado y decía que tenía que ver sus llagas y meter sus manos en su costados para creerlo. Por esta razón a Tomás se le apoda, el incrédulo. Pero no sólo Tomás fue incrédulo, los demás discípulos pasaron por la misma duda al principio y también necesitaron ver para creer. “No era fácil entender la actitud sicológica de los apóstoles en aquella mañana del domingo. Sus corazones se habían visto sacudidos por emociones tan diversas en tan pocas horas: el miedo, el desconcierto, el hundimiento total, a lo largo del viernes y el sábado. Y ahora, de repente esta nueva sorpresa. Durante algunas horas no debieron entender nada” (José Luis Marin Descalzo, Vida Misterio de Jesús de Nazaret, tomo III Pág. 389).
Jesús conoció la duda de Tomás y ocho días después, en el mismo lugar, lo invita a mirar sus llagas y tocar su costado. En este encuentro, cara a cara, Tomás ve a Jesús, escucha su voz y hace una profesión de fe: ¡Señor mío y Dios mío! Al decir esto Tomás expresa lo que nadie más había dicho: Jesús era el mismo Dios poderoso. Jesús reprocha la tardanza y el condicionamiento de este discípulo para creer dícenle: “Tu crees por que me ha visto, dichosos los que creen sin haber visto”. Al decir esto Jesús estaba mirando hacia el futuro, cuando ya no estaría más en la tierra, y los que crean en él de aquí en adelante han de hacerlo por el testimonio de otros.
La humanidad enfrenta grandes problemas como son la soledad, el miedo, la angustia y la inseguridad. Estos problemas son comunes a todos los seres humanos. En medio de este drama de vida, Jesús viene a nosotros con la fuerza de su Espíritu ofreciéndonos su paz y dándonos razones para vivir y esperar un mundo mejor. El Espíritu Santo que se nos da a través de Jesús resucitado nos capacita para vencer el miedo, para pasar de la tristeza al gozo, de la muerte a la vida y del pecado a la libertad de los hijos de Dios.
Los apóstoles, luego de comprobar la resurrección de Cristo y recibir el don del Espíritu Santo, fueron transformados y salieron por todo el mundo a proclamar con alegría la Buena Noticia de salvación para que todo el que crea tenga vida eterna.
Jesús llama dichosos a los que tienen fe, es decir, a aquellos que creen sin haber visto. Dentro este grupo de los creyentes estamos nosotros que no fuimos testigos presenciales de la resurrección de Cristo, pero por la acción del Espíritu Santo lo sentimos vivo y presente entre nosotros. Por eso podemos decir con el apóstol: “Alabemos a Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo por la resurrección de Jesucristo. Esto nos da una esperanza viva y hará que ustedes reciban la herencia que Dios les tiene guardada en el cielo, la cual no puede destruirse, mancharse, ni marchitarse” (1Pedro1:3-5).
¡Es verdad, el Señor ha resucitado Aleluya, Aleluya…!
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