Pascua 2 (A) – 2023
April 16, 2023
LCR: Hechos 2:14a,22–32; Salmo 16; 1 San Pedro 1:3–9; San Juan 20:19–31
En este segundo domingo de Pascua, damos gracias a Dios por su gran amor y bondad para con cada uno de nosotros y le pedimos que su Espíritu inunde nuestro ser; que ese Jesús en quien ha triunfado la vida, continúe con nosotros llenándonos cada día más, fortaleciéndonos e impulsándonos para dar más claro testimonio de su Resurrección.
La primera lectura nos presenta apartes del primer discurso de Pedro delante de todo el pueblo, dando testimonio de la Resurrección de Jesús. Este Pedro nada tiene que ver con aquel que por tres veces negó a su Maestro en los sucesos de su Pasión; ahora se halla completamente transformado, su fe lo induce a proclamar audazmente un discurso en el cual denuncia públicamente la culpabilidad de la nación judía en la muerte de Jesús; pero al mismo tiempo anuncia con toda valentía cómo Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos, lo cual es motivo de esperanza para quienes lo escuchan.
El poder de la muerte representado en los jefes y autoridades del pueblo no tiene más vigencia; no se puede matar la vida, “no se puede sepultar la luz”. Los discursos de Pedro que nos presenta Lucas en Hechos de los Apóstoles están orientados a deslegitimar el poder de los líderes de Israel, un poder cimentado en la represión, la manipulación y el miedo. Con la crucifixión de Jesús las autoridades pensaron que habían acallado la voz del Galileo Jesús, que se habían librado de sus críticas y que pronto la porción de pueblo que simpatizaba con él lo olvidaría para siempre o, de alguna forma, quedaría escarmentado. Pero ellos no contaban con que detrás de Jesús había dos realidades muy importantes: el respaldo de Dios Padre a la obra de su Hijo y un pequeño grupo de seguidores que, aunque tuvieron que ver morir a su Maestro, el espíritu del resucitado mueve y da el valor necesario para convertirse en audaces divulgadores de la Resurrección y la plena vigencia del proyecto de Jesús. Serán perseguidos y se les exigirá guardar silencio respecto al Nombre de Jesús, pero ellos se mantendrán firmes: “…juzguen ustedes si es correcto a los ojos de Dios que les obedezcamos a ustedes antes que a él. Júzguenlo. Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído”.
Conviene caer en la cuenta por qué el Padre resucita a Jesús ¿para demostrar su poder? No. El Padre lo resucita porque desde el principio se identificó con él, con su opción de vida dirigida a un pueblo regido por la muerte, sometido el dominio de una religión excluyente y opresora. Esa identificación y ese respaldo quedan consignados en los evangelios desde el momento mismo en que Jesús va al Jordán para hacerse bautizar. Nos cuentan los sinópticos que al salir del agua se abrieron los cielos y se escuchó una voz que decía “éste es mi hijo predilecto, escúchenlo”; es la manera como los evangelistas le dan a sus comunidades la certeza de que, desde el inicio mismo del ministerio público de Jesús, había una identificación plena del Hijo con el Padre y del Padre con el Hijo.
Ahora, podría preguntarse el creyente crítico, si bien es cierto que el Padre está del lado de Jesús, ¿por qué permitió que lo juzgaran y que injustamente lo condenaran a muerte después de maltratarlo? ¿Dónde está el compromiso de Dios con la causa de su Hijo? ¿Dónde está el compromiso de Dios con la causa de la vida y la justicia en el mundo? ¿Necesitaba el Padre ver derramada la sangre de su Hijo?
Por su puesto que Dios no necesitaba ver derramada la sangre de su propio hijo, así como tampoco quiere ni necesita ver derramada la sangre de tantos hijos e hijas que a lo largo de la historia han padecido y siguen padeciendo persecución y muerte porque han orientado su vida por el camino de la lucha por la verdad, la justicia, la paz y los derechos de todos a imitación de Jesús.
Hay algo que casi nunca se subraya suficientemente en este punto de la teología: si bien el hombre Jesús enfrenta el poder, lo cuestiona y denuncia sus abusos, e invita con sus signos y palabras a acabar con un sistema injusto ejercido desde lo religioso, político y económico, y por sus enseñanzas y praxis de amor a la justicia tiene que padecer la persecución y muerte, no es sólo Jesús, y aquí está lo grandioso: el Padre está con él. Si bien nuestra fe cristiana reposa sobre la base del hecho histórico de la Encarnación del Verbo, la Palabra de Dios que se hace uno de nosotros, hemos de asumir abiertamente que en Jesús es Dios mismo quien se comunica al marginado y al oprimido, y que en la pasión y muerte de Jesús es Dios mismo quien padece y muere crucificado. En la cruz Jesús no está solo, el Padre está con su Hijo. La frase de Jesús en la cruz, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Nos desorientó tremendamente, siempre nos ha sorprendido esa soledad, ese abandono; sin embargo, el Salmo que entona Jesús no es sólo ese verso, el sentimiento del salmista ahora puesto por el evangelista en boca de Jesús no se reduce al sentimiento de abandono; por encima de todo está la confianza en su Padre tal como lo manifiesta la segunda parte del Salmo. La conciencia del salmista y, por supuesto, de Jesús en la cruz es que en este trance está tal vez más que nunca inundado de Presencia, de lo contrario esta circunstancia, este paso, no dejaría de ser sino un abuso más de poder, otro más que muere “ajusticiado”.
Es muy importante tener claridad sobre el com-padecimiento de Dios con su Hijo. En la cruz se puede ver con enorme claridad y exactitud, primero el sentido de la entrega, del servicio a los demás, la lucha por la justicia y la humanización, y segundo la resistencia o el empecinamiento, la mezquindad de quienes hacen de la autoridad y el poder el ídolo de su vida. Aparentemente la cruz, la persecución, la cárcel, la eliminación son el triunfo para ellos; sin embargo, la resurrección es el argumento contundente para demostrar que lo que para ellos aparentaba un triunfo, en realidad es su desenmascaramiento y derrota, la demostración de su debilidad y cobardía, que, en lugar de usar la razón, usan la fuerza.
Luego el Padre resucita a Jesús, no para demostrar su poder omnipotente, sino porque es consecuente, coherente con su compromiso por la vida, por el proyecto de su Hijo. Pero esto no lo pudieron entender sus discípulos de un solo golpe. Es un proceso. Por esto el Evangelio nos presenta a unos discípulos muertos del miedo, encerrados bajo llave para no ser sorprendidos por las autoridades, por aquellos que habían silenciado la Palabra asesinándola en una cruz. Y bien, en ese ambiente de miedo y encierro, aparece Jesús. No nos limitemos a pensar en una “aparición”, a la manera como tradicionalmente se ha entendido, de una forma material. Ubiquémonos en la escena, tengamos en cuenta los antecedentes, tratemos de sentir lo que estas personas sintieron: miedo, tristeza, desconsuelo, decepción, rabia, impotencia. Y es en medio de esa situación que los discípulos empiezan a experimentar el gozo de la resurrección de Jesús, a descubrir que la vida, el proyecto de libertad propuesto por Jesús no podía terminar en la cruz.
La Resurrección de Jesús no es una “reconstrucción” del Jesús que ellos conocieron, escucharon y vieron actuar, el que vieron flagelar y colgar con clavos a un madero; no es una “reconstrucción” de tejidos; es la conciencia de la nueva vida que el Padre ha otorgado para la vida de la comunidad y del creyente. En pocas palabras, como lo plantea John Sobrino, “el Resucitado es el crucificado” para que no se olvide el creyente de que la glorificación de Jesús y, en definitiva, la glorificación del creyente, se tiene que lograr aún a pesar de que la injusticia, la intolerancia, la maldad de quienes ostentan el poder se oponga y dejen heridas de clavos, de tortura.
¿Qué podemos decir de nuestra experiencia de Resurrección? ¿Cuál es el grado de apertura que tenemos hoy para vivenciar ese acontecimiento único en la vida personal y de nuestras comunidades?
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