Navidad 2 – 2022
January 03, 2022
LCR: Jeremías 31:7–14; Salmo 84 o 84:1–9 (= 84:1–8 LOC); Efesios 1:3–6; 15–19a; Lucas 2:41–52
Navidad es un tiempo hermoso pero corto, muy corto; en ocho días nos moveremos a otra estación con la celebración de la Epifanía. Pero antes de dar este paso, la invitación es a que reflexionemos en algo que puede pasar desapercibido del tiempo que vamos terminando. Para muchos, esta época puede haber transcurrido entre compras, regalos, cenas, reuniones familiares, viajes, y tal vez hemos dejado de lado el motivo principal por el cual llamamos a esta estación Navidad o Natividad: Dios se ha hecho humano.
Los cristianos no creemos en un Dios lejano y trascendente al que no podemos acceder más que por nuestra fe, sino en un Dios hecho Hombre; un Dios que, como dice Pablo en la Carta a los Filipenses, “asumió condición humana”, se hizo uno con el género humano, conociendo por completo nuestra naturaleza, menos en el pecado. Esta doctrina, de la Encarnación, seguramente no es nueva para nosotros porque hace parte de nuestra preparación a los Sacramentos; pero acá va una idea que tal vez sí puede ser novedosa para muchos: “En Jesús nosotros somos miembros de la Familia de Dios”. En efecto, cuando pensamos en la Familia de Dios traemos a nuestra mente la familia de Jesús, es decir, aquella familia a la que se hizo referencia en la lectura del Evangelio de este día, constituida por José, María y Jesús. Pero a esta familia no es a la que hacemos referencia el día de hoy.
El texto de la Carta a los Efesios, en la Segunda Lectura, nos muestra cómo en Jesús fuimos bendecidos con dones espirituales y celestiales, y que en él Dios nos escogió para que fuéramos santos e irreprochables, y cómo también por medio de él nos ha destinado a ser adoptados como hijos suyos. Si en el Bautismo todos fuimos adoptados como hijos de Dios, en Jesús, eso quiere decir que todos, sin excepciones, somos hermanos y hermanas, somos la Familia de Dios.
Ser miembros de esta Familia implica para nosotros dos cosas: por un lado, debe motivar un cambio en nuestra forma de percibir el mundo, porque ya no vemos a los demás como personas extrañas a las cuales podemos tratar como queramos, incluso maltratar, abusar y hacer daño pues, si son nuestros hermanos, más bien buscamos para ellos el bien a pesar de las diferencias. Preguntémonos: ¿sí estamos viendo en todas las personas que nos rodean a hermanos y hermanas en Cristo? ¿o sólo vemos personas desconocidas? ¿Estamos transformando el mundo porque reconocemos en todos los demás Hijos e Hijas de Dios?
Hay ocasiones en que pasamos por encima el hecho de que somos hermanos, y buscamos sacar ventaja los unos de los otros, los explotamos y usamos como nuestro escalón para salir adelante, llegamos a abusar de quienes nos rodean, discutimos, peleamos e incluso llegamos al punto de acabar con la vida del otro, no sólo con armas sino con nuestros labios. No somos capaces de ver que en ese otro, con sus errores y diferencias, está Dios presente y que es nuestro hermano. ¡Qué reto tenemos: reconocer en el otro un hermano y hermana en Dios!
De otro lado, ser miembros de la familia de Dios implica también que compartimos un mismo Padre que nos ama con corazón de Madre; un Padre al que amamos con todo nuestro ser y con el cual tenemos una relación íntima y profunda. ¿Cómo está nuestra relación personal con Dios?
Jesús, siendo niño -como escuchamos en el Evangelio del día de hoy-, fue con sus padres a cumplir con una acción ritual: ir a presentar su ofrenda en el templo; algo que se esperaba en la cultura, no era nada extraordinario. Sin embargo, Jesús hace algo más, permanece en el templo estudiando la Palabra e interrogando a los doctores de la ley sobre aquello en lo que eran expertos: Las Sagradas Escrituras.
En nuestra cultura y por nuestra fe, nosotros también tenemos rituales con los cuales cumplimos: celebramos el bautismo, la Eucaristía y la confirmación; algunos, con una fe más marcada por la tradición católica latina, celebran la Primera Comunión; nuestros hermanos mexicanos celebran las quinceañeras y también el día de los muertos (Fieles Difuntos). Sin embargo, vale la pena preguntarnos si seguimos el ejemplo de Jesús, es decir, si disfrutamos tanto conocer la Palabra de Dios que buscamos más espacios de los establecidos en estas celebraciones para conocerla o, por el contrario, si tan pronto como empiezan nuestras celebraciones empezamos a contabilizar el tiempo para medir cuánto falta para que se acabe y podernos retirar.
Ser parte de la Familia de Dios implica acercarnos a él, conocer un poco más de su Palabra, tener una relación cercana, hablar con él sobre lo que nos pasa en el día a día, e incluso discutir y controvertir con él cuando no entendemos lo que nos pasa o nos sentimos desanimados o tristes.
Hermanos y hermanas, en este segundo Domingo de Navidad, pensemos en nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos; que la celebración de la Navidad no se quede solamente en celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace más de dos mil años, recordándolo con ternura; que ésta sea la ocasión para comprender cómo el nacimiento de Jesús, Dios mismo hecho humano, nos hace hermanos y nos reta a ser mejores. Que también sea un llamado a fortalecer nuestra relación íntima con Dios en la Oración diaria, los Sacramentos y el estudio de las Sagradas Escrituras. Que ésta sea nuestra tarea para el año 2022 que está iniciando. Así sea.
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