Navidad 1 – 2019
December 29, 2019
Hace sólo unos días nos reuníamos para celebrar la natividad de nuestro Señor Jesucristo, lo que el cristianismo llama el misterio de la Encarnación.
Sin demora, la Iglesia hoy nos invita a que nosotros, los herederos del Reino de los Cielos que somos hijos e hijas de Dios por adopción, realicemos en nuestras vidas ese misterio de la Encarnación. La Iglesia nos pide que imitemos a Cristo y que, así como “la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros lleno de amor y verdad”, nosotros también nos transformemos en Palabras encarnadas. La Iglesia nos pide que mediante el amor y la verdad demos a conocer este misterio a quienes todavía no han llegado a escuchar y a aceptar a Cristo como el Mesías salvador del mundo.
Se pudiera pensar que las lecturas de hoy se refieren única y exclusivamente a la figura de Cristo como si estuvieran contándonos una historia que se repite cada año. Se pudiera pensar que así lo hace el profeta Isaías cuando dice: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha consagrado; me ha enviado a dar buenas noticias a los pobres, a aliviar a los afligidos, a anunciar libertad a los presos, libertad a los que están en la cárcel; a anunciar el año favorable del Señor”. Obviamente, estas profecías se cumplieron con plenitud en la persona de nuestro Señor Jesucristo. Lucas nos dice en su evangelio que, después de haber leído este pasaje de Isaías en la sinagoga de Cafarnaún, Jesús dijo que aquellas palabras se habían cumplido en presencia de todos.
Sin embargo, la intención de la Iglesia es más amplia y nos incluye también a nosotros en la proclamación contemporánea de estas lecturas. Eso implica que nos corresponde participar del programa salvífico-social trazado por Isaías y llevado a la perfección por Jesús. Debemos llevar alivio al que sufre, amor y libertad al prisionero, debemos erradicar el hambre del mundo.
Pero, si las características del Mesías anunciado por Isaías corresponden al perfil de lo que obró Jesús ¿cómo podemos afirmar que nos corresponde también a nosotros la continuación de su obra realizada? Porque en Cristo, también hemos sido hechos hijos de Dios. La epístola insiste con fuerza en este tema al decir: “cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, que nació de una mujer […] para rescatarnos a los que estábamos bajo esa ley y concedernos gozar de los derechos de hijos de Dios. Y porque ya somos sus hijos, Dios mandó el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones; y el Espíritu clama: «¡Abbá! ¡Padre!»”. Joaquín Jeremías, gran estudioso de la biblia, dice que la palabra “Abbá” en realidad debe traducirse como “papá” o “papaíto”, expresión íntima y de gran cariño que un hijo usaría naturalmente con su padre, pero que un judío típico nunca emplearía en su relación con Dios. Es decir, a través del misterio de la encarnación y de la muerte y resurrección de Jesucristo, hemos sido adoptados como hijos e hijas de Dios; participamos de la intimidad divina y en la misión de Cristo.
Finalmente, si nos fijamos, existe una diferencia importante en nuestra relación con el Mesías según leemos a Isaías o la carta a los Gálatas. El programa social delineado por Isaías, de establecer justicia en el mundo, es una obligación imperativa para todo ser humano, cristianos y no cristianos. Jesús dio mejor ejemplo que nadie. Pero el ser humano busca algo más profundo, algo que le colme de felicidad para siempre. Existen hoy sociedades prósperas donde prácticamente se ha suprimido la pobreza y, con todo, la gente no es feliz. Ellos siguen buscando su satisfacción plena en toda clase de experiencias, pero en realidad sólo encuentra sufrimiento. La diferencia está en el mensaje de Pablo y en entender cómo la filiación no consiste solamente en hacer buenas obras sino en la transformación que ha operado Cristo para siempre en nuestra existencia y nuestro ser: somos hijos adoptados por Dios, somos muy especiales, tanto que nos podemos dirigir a ese Dios de una manera muy familiar y cariñosa. Es esta intimidad divina la que debemos llevar a todo el mundo.
San Juan, en el Evangelio, habla de la vida que estaba en la Palabra, y que esa vida es la luz del ser humano. Hasta que no aceptemos la vida divina que se nos ha ofrecido en la persona de Jesucristo, no haremos más que dar vueltas sobre nosotros mismos, mareándonos, volviéndonos locos, sin encontrar lo que buscamos.
Que este tiempo de Navidad, en que celebramos la presencia de Dios entre nosotros, sea un tiempo fructífero y oportuno para superar la superficialidad humana y adentrarnos en la intimidad divina que Jesús nos ofrece.
Amén.
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