Sermones que Iluminan

La Gran Vigilia Pascual (B) – 30 de marzo de 2024

March 30, 2024

LCR: Salmo 114; Romanos 6:3-11; San Marcos 16:1-8.

“Cuán Santa esta noche, en que se pone en fuga la maldad y se lava el pecado…  Expulsa al orgullo y al odio, y trae paz y concordia”. (LOC. 207)

Llenos de esperanza nos adentramos en esta gloriosa noche en vigilante espera para contemplar al lucero del alba y participar del gozo de un nuevo amanecer; Cristo lo ilumina todo con su resplandor y nos ofrece una nueva vida.

El Creador de todo cuanto existe permitió y propició el surgimiento de la vida, nos dio un lugar para que seamos felices y vivamos una existencia llena de la plenitud de su amor. (Génesis 1-2). Como nos lo relata el mismo libro sagrado, la entrada del mal en el mundo se manifestó en desobediencia, vergüenza, envidias, acusaciones de unos contra otros y hasta en el desprecio de la vida misma. Ninguno de estos males es ajeno a nosotros, tanto en el pasado como en el presente, y debido al inmenso amor del creador por sus criaturas, Dios ha buscado y continúa buscando la forma de mantener a salvo a sus hijos y a su creación en general.

Con gran dolor, el hacedor de todo, permitió que su obra maestra tuviera un nuevo comienzo; el diluvio universal nos muestra la determinación Divina de no permitir la destrucción total y definitiva de su trabajo; el agua es figura de esa profunda purificación por la que debía pasar, no sólo la humanidad, sino todo lo creado, y esa agua es a su vez el símbolo del bautismo en el que hoy los cristianos somos incorporados al Pueblo Santo como hijos de Dios por adopción y restaurados a la nueva vida en Cristo.

De aquel diluvio nació una nueva creación y del Bautismo nace una nueva criatura que reconoce, ama y respeta a Dios, a sus semejantes y a su propio entorno, nacen nuevos hijos en la fe, capacitados para vivir bajo la voluntad del Señor y en armonía con toda la creación; hombres y mujeres fieles, determinados y con total confianza en el Padre Eterno a semejanza de Abraham, a quien el apóstol San Pablo llama Padre de la fe; dispuestos como el santo patriarca a poner sus vidas en las manos de Dios sin ningún temor o condición, aun cuando las circunstancias no sean tan claras o no se vean bien, como nos relata el capítulo 22 del libro del Génesis.

En esta Santa noche traemos a la memoria la historia de nuestra Salvación, la cual nos recuerda que Dios ha intervenido desde siempre y para siempre para cuidar, guiar y conducir a su pueblo elegido. El relato del mar Rojo, descrito en el capítulo 14 del libro del Éxodo, da testimonio de un pueblo que pasa de la esclavitud a la libertad a través del agua, como figura del bautismo, que nos permite ser un pueblo nuevo y libre que pasa de la muerte a la vida por Cristo.

A partir de ese nuevo nacimiento por el Santo Bautismo Dios, a través de su Espíritu, nos restaura. El Bautismo es signo y símbolo de la muerte y la resurrección; en el agua bautismal somos sepultados con Cristo (Romanos 6:4). El pecado ha sido derrotado en la muerte de Jesús, con Él nacemos a una nueva vida y somos capacitados por la Gracia para el anuncio de la Buena Nueva. “El bautismo… es un signo de regeneración o renacimiento” (Artículos de la religión No. XXVII) y, como signo, es indicador de una realidad espiritual profunda que opera en el cristiano a través de la gracia santificante que le permite vivir para Dios y comunicar el Evangelio con la palabra y el ejemplo.

Esa nueva vida en Cristo asumida conscientemente, con amor y alegría, es la que nos da la capacidad de reconocer a Jesús vivo entre nosotros como comunidad de creyentes que formamos ese cuerpo místico a través del cual Él sigue actuando en el mundo y que se debe manifestar en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, como testimonio vivo para las personas de todos los tiempo, clases y condiciones.

Si ponemos nuestra existencia en sus manos amorosas, Él nos sigue guiando en cada paso, decisión, dificultad que aparezca en nuestro peregrinar. Al igual que cuidó a su pueblo en la antigüedad iluminando su caminar a través de una columna de fuego en las oscuras noches a través del desierto (Éxodo 13:21-22), hoy también representamos en el cirio pascual, que hemos preparado y adornado cuidadosamente y que consagramos como signo de Cristo vivo y resucitado, la luz que iluminará todos los grandes acontecimientos de nuestra fe durante el año hasta la próxima pascua; lo encenderemos para iluminar a cada bautizado en su nuevo nacimiento, nos recordará la presencia permanente de Cristo vivo entre nosotros.

Quizás, al igual que las mujeres del evangelio, llegamos a esta Santa Noche de Vigilia con el corazón arrugado después de haber meditado los acontecimientos desgarradores de la pasión de Cristo; traemos además nuestros propios dolores, tristezas, enfermedades, dificultades de toda índole y, en general, muchas cruces que cargamos en nuestro diario vivir. Venimos, como aquellas mujeres, dispuestos a “embalsamar” nuestras dolencias, resignados tal vez al dolor y al sufrimiento; pero el Evangelio nos invita a tener un encuentro diferente, glorioso, resucitado, restaurador, sanador, fortalecedor y que avive nuestra fe.

Encontrarse con un Jesús vivo y vivificador debe ser la experiencia de esta gran noche, pero es necesario que nos dispongamos como aquellas mujeres, acercarnos llenos de entusiasmo para vivir una paciente espera hasta que alumbre el sol del nuevo día en nuestro interior, hacer nuestro mejor esfuerzo por “remover la piedra” que nos separa de Dios y de los hermanos, quitarnos los prejuicios, abrir la mente y el corazón a la fe y así poder reconocer a Jesús vivo y glorioso en medio de nosotros. Es posible que esa realidad sobrenatural nos cause asombro, impresión o temor como a las mujeres en el sepulcro, pero evidenciar a Cristo vivo será una experiencia liberadora.

El Señor nos llama por nuestro nombre, se nos revela y nos envía igual que a aquellas mujeres, nos invita a encontrarlo en nuestra propia Galilea, en nuestra familia, trabajo, vecindario, comunidad eclesial, en el lugar y contexto de nuestra propia cotidianidad, donde está nuestra gente, parientes, amigos y, en general, nuestras raíces, en ese lugar donde podremos gritar llenos de júbilo: “Aleluya, Cristo ha resucitado; Es verdad el Señor ha resucitado, Aleluya”.

El Rvdo. Ricardo Antonio Betancur Ortiz, es Abogado de profesión y Presbítero en la Diócesis de Colombia, ha practicado la docencia en temas de Anglicanismo y estudio del Libro de Oración Común en el Centro de Estudios Teológicos de la Diócesis.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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