Jueves Santo – 2008
March 20, 2008
Si de algo carece el mundo en que vivimos es de amor auténtico. Repito, amor auténtico. Abunda el amor superficial. El amor barato. Pero amor como el de Jesús hay poco.
Vivimos tiempos de maravillosos avances tecnológicos. La ciencia nos habla de inventos nuevos, de técnicas complicadas que mejorarán todos los aspectos de la vida humana. Pero al mismo tiempo no hemos sido capaces de erradicar las injusticias que plagan el planeta entero. Las desigualdades entre las clases sociales aumentan cada día, y el egoísmo no encuentra satisfacción.
Hemos de recuperar el verdadero espíritu de Jesús que amando a los suyos los amó hasta el extremo. Es decir, los amó con un amor sin límite, con una amor sin igual. No hay amor igual al de Jesús. Esta noche celebramos la efusión del amor de Jesús sin paralelo en la historia.
La institución de la Eucaristía es la institución del amor de Jesús en medio nuestro. Es una alianza escrita no en tablas de piedra, como la del Antiguo Testamento, sino en nuestros corazones.
La institución de la Eucaristía es la culminación de un sinnúmero de comidas entre Jesús y sus discípulos. Según los estudiosos bíblicos, las comidas que Jesús mantenía con los pecadores y marginados de la sociedad, constituyen, tal vez, “la característica central” del apostolado de Jesús. Jesús comía con todos sin fijarse en la condición social de los mismos: con pobres y ricos, con justos y pecadores. Esta actitud trastornaba los valores profundos establecidos por una sociedad edificada bajo los parámetros de honor y deshonor, de hombre y mujer, de esclavo y libre, de rico y pobre, de puro e impuro.
El Evangelio de Marcos narra cómo “muchos publicanos y pecadores se encontraban a la mesa con Jesús y sus discípulos” (Mc 2, 15). “Al verlo los fariseos decían a los discípulos: ´¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y los pecadores?” (Mt 9, 11). Zaqueo era rico y recaudador de impuestos y he aquí que Jesús decide pasar todo un día en su casa. “Al verlo, todos murmuraban, diciendo: ´Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador” (Lc 19, 7).
Esta era “la mesa de compañerismo de Jesús”. Jesús establecía los horizontes del reino de Dios comiendo con marginados y pecadores y demostrándoles compasión por encima de todo prejuicio humano. “No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36-37) y “hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).
Incontables son los actos de amor que Jesús derramó sobre sus compatriotas, pero uno de los más asombrosos sucedió una noche como esta hace dos mil años. Antes de la fiesta de Pascua, durante la cena, aun sabiendo que uno de sus discípulos lo habría de traicionar y los demás abandonar, se levanta de la mesa, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe. Después echa agua en una jofaina y se pone a lavarles los pies. ¿Cómo es posible? ¿Un maestro actuando como un esclavo? Era oficio de éstos lavar los pies de cualquier invitado que entrara en la casa para librarle los pies del polvo del camino. Así se cumplen literalmente las palabras de Pablo a los filipenses, “no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo” (Flp 2, 6-7).
Al final de la cena se puso en medio de ellos y les dijo: “¡Amáos los unos a los otros como yo os he amado!” “¡Vestid al desnudo, dad de comer al hambriento, laváos los pies mutuamente. Compartid del pan y del vino de amor en mi nombre. Haced todo esto y el reino de Dios estará con vosotros!”
Dos elementos dignos de mención encontramos en este episodio de la vida terrena del Maestro de Galilea: la ingratitud humana y la soledad del Hijo de Dios.
Días antes a su condena, el Señor había alimentado a cinco mil personas con cinco panes y dos peces, a orillas del mar de Tiberios. Hace unas horas se habían oído gritos de “hosannas”, “hosanna al Hijo de David”, “al Rey de Israel”, “al que viene en nombre del Señor”. Después de esto observaremos un cambio inexplicable en una multitud que hasta el presente le había profesado amor. Ahora piden, a gritos, su muerte. Se trata de la ingratitud humana.
Presintiendo toda la amargura, Jesús “llora”. Se siente muy “triste y angustiado”. Tristeza que se vuelve tan intensa que, en un momento intenso de oración, “sudó como gotas de sangre”. Y demostrando su debilidad humana le ruega al padre, “Padre, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, que se cumpla tu voluntad” (Mt 26, 42).
La muestra de obediencia a la voluntad del Padre fue más fuerte que sus temores y dudas. Su ejemplo de sumisión a la voluntad divina sigue siendo el ideal, del género humano.
La soledad se vislumbra en forma de cobardía, cuando Pedro le niega, para poder sobrevivir, aunque horas antes juró no hacerlo. Tal vez se hayan dado circunstancias en nuestras vidas en que hemos experimentado el miedo de Pedro y hemos negado a Jesús. Cuando callamos frente a las injusticias; cuando alguien cuestiona nuestra fe, y creencia en el Señor, y contestamos con evasivas, o negando lo que somos, estamos negando en público a ese Cristo que murió por nosotros.
Su soledad se acrecentó más cuando la justicia humana, dividida entre la religiosa, y la civil, le denegó los derechos más elementales que establecía la misma ley judía. Su soledad alcanza el nivel más elevado, cuando enclavado en la cruz, la ingratitud humana, de nuevo, se presenta con este grito tan cruel: “Salvó a otros pero a sí mismo no puede salvarse”.
Pero no sólo de los seres humanos sintió Jesús el abandono, sino también de su Padre. En medio del drama de la agonía, lanza un grito que desgarra la tarde: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?” ¿Es posible que Dios, en medio del momento más crucial, abandonara a su Hijo? ¡No!
El abandono que experimenta Jesús es aparente y sicológico. El niño que se encuentra sólo y perdido no sabe que la madre está observando desde lejos. En misterio indescifrable para nosotros, Dios padre permitió la soledad estremecedora de Jesús. Pero luego vendría la gloria insuperable de la resurrección. Gloria de la que todos los seguidores de Jesús participaremos algún día.
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