Sermones que Iluminan

Fiesta de la Virgen de Guadalupe – 2014

December 13, 2014


El relato de la Guadalupana de México se atribuye al indígena Don Antonio Valeriano (1520-1605?), discípulo de fray Bernardino de Sahagún. Antonio nos transmite la narración de las apariciones ocurridas del 9 al 12 de diciembre de 1531, tal como el vidente, Juan Diego, indígena azteca, se las contó. La copia más antigua del relato se encuentra en la biblioteca pública de Nueva York en el departamento de libros y manuscritos raros.

El documento está escrito en la lengua náhuatl –lengua todavía en uso–. El título completo es: “Aquí se cuenta cómo hace poco milagrosamente se apreció la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina; allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe”.

A 20 kilómetros de México, en el pueblo de Tlayacac, nace Juan Diego (1474-1548), cuyo nombre indígena significa “el que habla como águila”. El relato lo describe como un “pobre indio”, es decir, uno que no pertenecía a ninguna de las categorías sociales del Imperio, como funcionarios, sacerdotes, guerreros y mercaderes. Pertenecía a la clase más numerosa y baja del Imperio Azteca. Veamos cómo sucedieron los hechos.

El sábado, día 9 de diciembre de l531, Juan Diego venía muy de madrugada para asistir a la misa y realizar recados en Tlatilolco, barrio de México. Al subir al cerro del Tepeyac escucha la voz de una mujer que le dice que es la Madre de Dios, y pide que le erijan un templo en el cerro. Ese mismo día, Diego entra en la ciudad de México y habla con el obispo Juan Zumárraga. Le cuenta la aparición. El obispo no le cree. Juan Diego, vuelve a subir al cerro y le pide a la Virgen que mande a alguien más importante que él, porque el obispo no le va a creer. Pero la Virgen insiste que tiene que ser él y no otro quien lleve el mensaje.

El domingo, día 10 del mismo mes, Diego, de madrugada vuelve a Tlatilolco. Después de oír misa logra ver al obispo. Éste le hace muchas preguntas, le sugiere que pida una señal a la Virgen. El obispo manda espías para que sigan al indio, pero éstos lo pierden de vista al llegar al cerro. Regresan y le dicen al obispo que no preste atención al indio. Juan Diego habla nuevamente con la Virgen quien le promete una señal para el día siguiente.

El lunes 11, Juan Diego no pudo ir a recoger la señal porque su tío Juan Bernardino estaba grave, el cual por la noche, ruega le traigan un sacerdote para confesarse. El martes, día 12, muy de madrugada Juan Diego marcha a Tlatilolco en busca del sacerdote. Para evitar encontrarse con la Virgen, da un rodeo al cerro, pero al otro lado aparece la Virgen, que, ante las disculpas de Diego le dice que no se preocupe porque su tío no morirá. Le manda que suba a la cima del cerro donde podrá recoger toda clase de flores. Efectivamente, sube, y se asombra de ver “tantas varias exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo”; las recoge y se las trae a la Virgen, quien se las pone de nuevo en el regazo de Juan Diego para que se las ofrezca al obispo.

Al llegar al palacio del obispo, el mayordomo y los criados no le dejan entrar. Diego espera pacientemente. Al verle allí tanto tiempo, cabizbajo, decidieron llamarlo. Observaron que llevaba flores. Por tres veces intentaron quitárselas, pero no pudieron porque parecía que desaparecían y se grababan en la manta. Se lo cuentan al obispo y éste decide recibirlo, pensando que esa era la señal esperada. Juan Diego entra, deja caer las rosas y al mismo tiempo ven la imagen de la Virgen estampada en la tilma del indio. “Luego que la vio el señor Obispo, él y todos los que allí estaban, se arrodillaron; se levantaron a verla, se entristecieron y acongojaron. El señor Obispo, con lágrimas de tristeza, oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato”. Al día siguiente, Juan Diego regresa a casa y ve su tío ya curado.

En la imagen grabada en la tilma de Diego aparece la Virgen rodeada de los rayos del sol. Los indios interpretan que la Virgen era más poderosa que el sol al que daban culto. Aparece pisando la luna en cuarto creciente, con lo que veían que era más poderosa que el dios Quetzacoaltl. Lo mismo sucede con las estrellas que los indios veneraban, pues ahora veían cuarenta y seis estrellas de oro decorando el manto de la Virgen. Los colores del manto, azul verde, y el de su vestido, rosa, eran colores reales en la simbología azteca. Ahora bien, esta Señora no parecía ser diosa, ya que se mostraba en actitud de adoración con su cabeza inclinada ante el Hijo que lleva en su seno, simbolizado por la estrella que decora su vestido en el vientre y por el cuello y los puños afelpados de armiño, señales de que va a ser madre. No falta el detalle del crucifijo que la Virgen llevaba colgando del cuello. Los misioneros habían predicado sobre ese Dios llamado Jesucristo y que ahora les mostraba María, como el único Dios verdadero.

Tanto sobre ésta, como de otras apariciones, siempre habrá creyentes e incrédulos. Por otra parte, hay que comprender que lo que cuenta en las devociones populares no son los datos históricos, sino la fe de la gente. Y esa fe puede conducir a hechos portentosos. Tiene razón Virgilio Elizondo al afirmar en su libro Galilean Journey que “el milagro real no fue la aparición sino lo que sucedió al indio vencido”, de repente, este indio, representado en Juan Diego, adquiere vida, valor y orgullo. El indio empieza a entender que la nueva religión traída por los misioneros puede ser una continuación de la que ellos practicaban. Tenían ya un ejemplo: la diosa Tonantzin que ellos adoraban como la “madre de todos los dioses” es ahora la madre del único y verdadero Dios.

En la actualidad, México no se entendería sin el fenómeno guadalupano. El 22 de febrero de 2003, el cardenal de México, Norberto Rivera Carrera, llegaría a afirmar: “Si quitas de nuestra historia a María de Guadalupe, estás hablando de otro país, de otra nación, de otro pueblo, pero no de México, que se ha conformado en torno a santa María de Guadalupe”.

Todos los 12 de diciembre, la ciudad de México entera se traslada al pie del santuario, desde la mañana hasta la caída de la tarde, formando una muchedumbre pintoresca ante la basílica de México, donde se guarda la imagen de la Virgen. Se calcula que llegan al año unos veinte millones de peregrinos, y el día de la fiesta unos tres millones. Entre todos estos peregrinos encontramos: indios, mestizos, blancos, turistas y curiosos; artistas populares, danzantes con trajes prehispánicos, mariachis; hombres, mujeres y niños; todos se reúnen para bailar y cantar en honor de la Virgen morena. Ese día el pueblo mexicano nos ofrece la mejor estampa de la vida mexicana, con sus tradiciones y devociones populares. El papa Pío XI la declaró patrona de todas las Américas.

Honremos y amemos, pues, a María ya que nos dio a su amado hijo Jesucristo.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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