Epifanía 7 (A) – 2017
February 19, 2017
“Sean ustedes santos, pues yo, el Señor su Dios, soy santo”.
Santo, en el lenguaje corriente, es sinónimo de perfección y un ser perfecto, nos dice el diccionario, es el que tiene el mayor grado posible de bondad o de excelencia. La perfección humana será, pues, tener el mayor grado de bondad o excelencia humana, teniendo siempre como modelo la perfección divina.
Las lecturas que la liturgia de la palabra nos ofrece hoy, están muy estrechamente unidas. Como hemos podido ver, en el mandato del Levítico a la perfección humana, encontramos la llamada a la santidad, lo cual, justamente nuestro Señor Jesucristo retoma para invitar a sus discípulos a buscar la santidad siempre y en todo lugar. Por lo tanto, Jesús hoy nos invita a ser santos, nos invita a ser santos contra toda adversidad y dificultad que podamos encontrar en este mundo.
El mandamiento del amor, tal como está prescrito en el libro de Levítico: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, sólo se refiere al amor a las personas cercanas y a los parientes. Pero el mandamiento del amor de Jesús, supera a éste del Levítico, ampliando y dándole perfeccionamiento. Jesús invita a amar no únicamente al prójimo, sino también al enemigo. Justamente en esto, consiste la gran novedad y la maravillosa revolución de Jesús en cuanto al mandamiento del amor.
Jesús recomienda no sólo cumplir el mandamiento del Levítico, sino darle plenitud, poniendo en este caso como ejemplo el amor de un Dios santo, es decir, perfecto.
El ser santos y por ende perfectos, pasa necesariamente por el ser conscientes de que todos formamos el cuerpo de Cristo, como nos dice San Pablo: ¿Acaso no saben ustedes que son templo de Dios? Cuando San Pablo en aquel entonces les dijo a los Corintios, y hoy nos lo dice a todos y a cada uno de nosotros, no quiere otra cosa que invitarnos a ser plenamente conscientes de que todos formamos el cuerpo de Cristo.
Recordemos siempre que el cuerpo de Cristo es la Iglesia; destruir esta unidad es destruir el cuerpo de Cristo. La Iglesia es en la comunidad donde Cristo se hace presente, es donde Cristo actúa, dándoles a todos sus dones, sus gracias, bendiciendo y sobretodo ofreciendo la santificación a todos los corazones de buena voluntad.
Hoy San Pablo nos invita a no confiarnos; nos invita a no dejarnos arrastrar por la sabiduría humana. San Pablo hoy nos invita a dejarnos guiar por la luz de Cristo, a dejarnos conducir por esa estrella que nos ha nacido en Belén. Por tanto, es Cristo y su palabra, es Cristo y su sabiduría la que tiene que guiar nuestros pasos por este mundo, ya que Él es la única, la verdadera y la absoluta sabiduría.
Queridos y queridas en Cristo, es esta sabiduría la que nos llevará a ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. La clave para lograr éste quizás difícil objetivo, es dar cumplimiento a su palabra, es dar cumplimiento a sus enseñanzas y a sus mandamientos; es aplicar su ley y su justicia a la vida de todos los días y a la vida práctica. No nos dejemos llevar en ningún momento por el odio y la venganza como en la ley del Levítico; atrevámonos a ir más allá de esta ley, tenemos que luchar todos los días, por dar perfeccionamiento a esta ley porque justamente para eso, Jesús nos dejó su nuevo y revolucionario mandamiento del amor, en el cual, no únicamente tenemos que amar a nuestro prójimo, sino también a nuestro enemigo.
Porque únicamente así seremos santos, perfectos y misericordiosos como nuestro Padre celestial lo es con todos sus hijos y con todas sus hijas., El hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos.
La perfección a la que debemos aspirar todos los que por la gracia del bautismo hemos acogido al Señor en nuestros corazones y por ende en nuestras vidas, es siempre una perfección que se actúa en el día a día, es una perfección que construimos con nuestras propias manos, cada instante de nuestras vidas.
Si la perfección humana es tener el mayor grado de bondad y excelencia humana, anhelemos pues, con todo nuestro ser y voluntad la perfección, es decir, a ser lo más buenos que podamos ser, dentro de nuestras limitaciones y fragilidades humanas. Para conseguirlo, debemos tener siempre como modelo a Jesús, que fue un hombre semejante a nosotros en todo, menos en el pecado.
Por nuestras propias fuerzas, la santidad jamás la podremos alcanzar, pero sí podremos conseguirla con la gracia de Dios. Si nosotros estamos dispuestos a recibir su ayuda, Dios siempre está dispuesto a ayudarnos con su gracia, porque, el Señor es compasivo y rico en misericordia.
La síntesis que Jesús hace al cerrar este capítulo quinto del evangelio de Mateo es ésta: “Sean ustedes perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto”. No dice “intenten ser buenos” o “hagan lo que puedan”.
Nuestro modelo de referencia es nuestro Padre Celestial. Por tanto, todos estamos llamados a la santidad, y, por ende, a la perfección. Ésta es nuestra vocación, y sólo se consigue amando, amando con intensidad, hasta el extremo, al estilo de Jesús que dio su vida por nosotros a pesar de nuestros pecados y debilidades. Lo único que Él nos pide es: “Amarnos unos a otros como Él nos ama”.
Viviendo de esta manera, seguramente nuestra vida mejorará mucho y no únicamente nuestra vida, sino que también la de nuestros seres queridos y la de todos los que nos rodean, porque juntos formamos el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Recordemos siempre lo que San Pablo nos dice en la segunda lectura: “¿Acaso no saben ustedes, que son templo de Dios, y que el Espíritu de Dios vive en ustedes?”. Que nuestros egoísmos, nuestra divisiones, enemistades y falta de diálogo, no destruyan este lugar sagrado que es la comunidad; comunidad de hijos amados en la que Dios habita y en la que se manifiesta de manera plena, cuando celebramos la Santa Eucaristía. Participemos en ella con fe y con gran amor.
Vivamos siguiendo la invitación de Dios Nuestro Señor: “Sean ustedes santos, pues yo, el Señor su Dios, soy santo”.
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