Epifanía 5 (A) – 2014
February 09, 2014
Con frecuencia se nos solicita nuestra “identidad” (ID) para acceder a aeropuertos, oficinas, etc. La identidad es algo personal e intransferible que nos diferencia de los demás. La identidad nos hace únicos, pero a la vez identificables ante los demás.
Desde la óptica de la fe, nuestra identidad como hijos de Dios es dada por medio del bautismo. A partir de la vivencia sacramental quedamos inmersos en la dinámica salvífica de Dios aconteciendo en nosotros hasta el punto de hacer evidente nuestra identidad de “comprados con la sangre preciosa de Jesucristo”. En el bautismo nos sumergimos en la identidad santa de Dios que nos hace morir al pecado para resucitar a la vida eterna.
En este orden de ideas, Jesús al inicio del sermón de la montaña (Mateo 5-7), cuestiona a la muchedumbre que le escucha y por consiguiente a todos los discípulos de todos los tiempos sobre su identidad: “Vosotros sois la sal de la tierra” (Mateo 5:13). Recordemos que la sal tiene la virtud de ayudar a realzar el sabor de los alimentos, pero también la propiedad de ayudar a conservarlos. Notemos que Jesús dice “sois la sal de la tierra”, queriendo dar una tercera propiedad, pues en su época era común que los agricultores la agregaran al abono para hacer más fecundo el terreno.
En el Antiguo Testamento la sal simboliza la sabiduría y la ley. Desde este contexto se debe entender nuestra identidad, pues nuestra misión de fertilizar al mundo con los valores del reino, hace que la plenitud de la ley se concretice en la praxis del amor como opción preferente por el otro y los otros. Cuando esto no sucede, entonces se desvirtúa nuestra identidad así como la sal que pierde sus propiedades y deja de cumplir su misión. Una sal que no “sala” no sirve para nada, al igual un discípulo que no es fiel a su identidad colocándola al servicio de los demás no sirve para nada. La sal que pierde su identidad solo sirve para ser arrojada a la calle como basura (Mateo 5:13) que al ser pisada por la gente ayuda a tapar los huecos.
La imagen es fuerte, pero es ante todo una invitación para que la comunidad cristiana de todos los tiempos no permanezca inactiva, dejando perder todo el potencial que tiene, desvirtuando su identidad, su razón de ser en este mundo que necesita de hombres y mujeres que se han tomado en serio su identidad para ayudarlo a transformar según los criterios del evangelio.
“Vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:14), es otra afirmación que hace Jesús. La identidad de la luz es iluminar; esa es su propiedad, por eso es absurdo esconderla pues pierde su eficacia. Con dos comparaciones Jesús ilustra la idea: (1) la ciudad en la cima del monte y (2) la lámpara que debe ser puesta sobre el candelero.
“No puede ocultarse una ciudad en la cima de un monte” (Mateo 5:14). Una ciudad en estas condiciones se hace evidente y visible en todo momento. De la misma manera, un discípulo que ha tomado en serio su identidad cristiana se hace “evidente” en cualquier contexto donde se desarrolle. Su vida cotidiana es signo del resplandor de la luz de Dios habitando en su corazón. No somos evidentes solamente en el templo. Nuestra identidad se evidencia a cada momento como ciudadanos, esposos, hijos, vecinos, empleados, patrones, etc. Nuestra condición social vital es una gran posibilidad para hacer evidente nuestra identidad. Esa identidad que celebramos los domingos debe resplandecer como si fuera una ciudad en lo alto de una montaña… Deber ser punto de referencia.
“Tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín” (Mateo 5:15). Las casas palestinas eran básicamente de una sola y pequeña pieza. En ellas normalmente había un “celemín” que era un mueble de tres o cuatro patas que servía como armario. Es absurdo colocar la luz debajo del mueble, por el contrario, debe colocarse en la parte alta para que ilumine toda la casa. De la misma manera, es absurdo que nuestra identidad se oculte. Por el contrario, debe ser colocada en lo alto para que ilumine todas las realidades de oscuridad que puedan existir en nuestro contexto. La luz pone en evidencia lo oculto, lo injusto, lo incorrecto. El ser fieles a nuestra identidad hace que coloquemos en evidencia los signos de anti-reino que puedan existir a nuestro alrededor.
Las imágenes de la “sal” y de la “luz” tendrán su equivalencia en las obras (Mateo 5:16). El objetivo de ser fieles a nuestra identidad cristiana por medio de las obras es la “gloria del Padre de los cielos”, pues lo que se verá en los discípulos de todos los tiempos será el acontecer creador de Dios Padre en la vida de cada uno de ellos, concretizándose por medio de obras. Por lo tanto, se pasa del protagonismo personal al protagonismo de Dios en la vida del creyente que, en su cotidianidad, será un revelador de la acción de Dios que se concretiza en opción de amor por los demás.
Esta libertad y responsabilidad frente a nuestra identidad cristiana supera todos los preceptos de la ley del Antiguo Testamento, llevando ésta a la plenitud. Por ello, Jesús, después de definir en qué consiste nuestra identidad, enseña qué significa ser “grande en el reino de los cielos” (Mateo 5:19).
Cuando Jesús dice que vino a “dar cumplimiento” a “la Ley y los profetas”, está afirmando que en él está visible todo lo que la Ley y los Profetas intentaron decir. Lo que Dios le ha querido revelar a su pueblo tiene su punto culminante en la persona de Jesús. Por eso, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento no hay contradicción sino una línea continua, siempre ascendente. De esta manera, cuando el discípulo, es decir, cada uno de nosotros, asume seriamente su identidad, está haciendo visible, en su actuación cristiana, lo que la ley y los profetas quisieron decir en el pasado, no quedándose en el mero cumplimiento, sino en la convicción de estar continuando la misión de Jesús en el hoy de la historia.
Según lo anterior, ser “grande en el reino de los cielos” (Mateo 5: 19), consiste en asumir el espíritu de la ley que es la santidad, de manera que el discípulo de todos los tiempos se convierte en continuador de la misión de Jesús, siendo ésta la gloria del Padre (Mateo 5:16).
Cuando asumimos la ley que no es letra sino que se traduce en amor, podemos pasar del precepto a la práctica de vida. Esto es lo que desea ilustrar el profeta Isaías (58:1-9-12). Precisamente el profeta está denunciando a aquellos que son cuidadosos y hasta meticulosos en el cumplimiento de la ley, concretamente en lo que tiene que ver con el ayuno, pero tienen una praxis vital alejada de la experiencia de la misericordia.
Muchas veces podemos caer en esta tentación siendo grandes cumplidores… “Cumplo con ir a la misa”…“Cumplo con asistir a las asambleas, reuniones, comités, etc.”… Sin embargo, no soy coherente con mi identidad cristiana que me pide ir más allá de la ley, pasando del cumplimiento a la experiencia de vida.
Ante lo anterior, Jesús afirma a la muchedumbre que le escucha en la montaña de todos los contextos y épocas: “Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los Cielos” (Mateo 5:20). El comportamiento superior (o “actuar justo”) al que alude Jesús, es tal en cuanto supera la preocupación por lo “cuantitativo” –característico de los estudiosos de la ley y judíos piadosos- y apunta más bien a lo “cualitativo” que se mueve en la dimensión nueva del reino de Dios, es decir, a partir de la obra de Dios Padre en nosotros, a partir de la toma de conciencia de nuestra identidad.
El conocimiento de las normas es insuficiente ante la justicia como práctica vital de la experiencia religiosa que se hace visible en todos los comportamientos del discípulo: “brille vuestra luz delante de los hombres” (Mateo 5:16). El reto y la invitación están en pasar del fariseísmo cristiano al discipulado que tiene como perspectiva el ser sal y luz para que “vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.
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