Epifanía 3 (C) – 23 de enero de 2022
January 23, 2022
LCR: Nehemías 8:1–3, 5–6, 8–10; Salmo 19; 1 Corintios 12:12–31a; San Lucas 4:14–21
Tras el tiempo de Navidad -y hasta que llegue el tiempo de cuaresma-, la liturgia de estos domingos del tiempo de Epifanía nos presenta a Jesús de Nazaret como un hombre maduro, entregado de lleno a la tarea del Reino de Dios. El domingo pasado leímos el inicio de este ministerio en Caná de Galilea; hoy, en la sinagoga de Nazaret, asistimos a sus primeras intervenciones en público. Como escuchamos del evangelio de Lucas, toda la vida, palabra y trabajo de Jesús, toda su persona, estará centrada en el anuncio de la nueva alianza. Él vino a renovar a fondo la esperanza decaída de su pueblo y a restaurar la envejecida y deformada experiencia del Dios de Abrahán y Moisés.
El pueblo de Dios siempre necesitó de profetas que recordaran la alianza y la fidelidad de Dios en medio de las pruebas y las dificultades. Hemos leído del Primer Testamento un fragmento correspondiente a Nehemías; de él escuchamos la gran veneración que el pueblo siente por el Dios de la alianza y el hambre que tiene de oír y de vivir su palabra. Tras un largo tiempo de oscuridad e infidelidad, de desconcierto y lejanía, toda la gente renovó su adhesión a Dios quien con tanto amor les rescató y fortaleció en los largos desiertos que hubo de recorrer. Fue un momento de reencuentro cargado de emoción. Por esto Nehemías, Esdras y todos los encargados de dar la enseñanza decían al pueblo que “no se pusieran tristes ni lloraran, porque aquel día estaba dedicado al Señor, su Dios.”. Aunque esto trajo a la memoria lo mal que lo habían pasado cuando abandonaron al Señor y la frialdad de los ídolos que adoraron, ahora predomina en ellos un sentimiento de profunda alegría; por eso añade Esdras: “No estén tristes, porque la alegría del Señor es nuestro refugio”.
Este impacto que produjo la lectura de la ley al pueblo que retornó del exilio, ilumina también el momento en que Jesús se dirigió a su pueblo y definió su proyecto. Así lo escribe san Lucas citando al profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor”. Y cierra Jesús con esa frase determinante: “Hoy mismo se ha cumplido la Escritura que ustedes acaban de oír”. El Hijo de Dios, la Palabra hecha carne, se presenta ante “el pueblo que habitaba en tierra y sombra de muerte” para anunciarles algo definitivo: que “El reino de Dios está cerca”.
Y se trata de una buena noticia dirigida, en primer momento, a los sufrientes, a los pobres, a los prisioneros, a los hambrientos y enfermos. Con Cristo lo que vivimos es el cumplimiento de todas las esperanzas y promesas de liberación y restauración, y los que primero van a notar ese amor de Dios serán los que cuentan con menos derechos; esto habla de la generosidad y compasión de Dios. Realmente es una buena noticia. Jesús también quiso decirles -y decirnos- algo más: que sólo basta que creamos en él, la verdad revelada: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado”, y ha venido para decirnos su amor y para que vivamos ya en la luz y el gozo que nadie pueda jamás apagar.
Sin embargo, el auditorio de Jesús no reaccionó como el de Nehemías y Esdras. La desilusión del Maestro debió ser muy grande cuando vino sobre él el rechazo de los suyos; y eso que apenas estaba inaugurando su predicación. Aunque el texto sólo nos cuenta la parte positiva, recordamos la reacción de los oyentes, sus malicias y el claro desprecio a la acción de un compatriota. La actitud de sus paisanos era clara, sus corazones se habían endurecido y no creyeron sus palabras. Seguramente les desconcertó el contenido de lo anunciado o la forma humilde de presentarse el proclamado “ungido del Señor”, como uno de los suyos, sin más pompa, ni signos, ni solemnidad.
Jesús pudo constatar, en su triste experiencia, que una vez más la desesperanza, la injusticia, la esclavitud, la miseria y los ídolos del dinero y la gloria se habían apoderado de la humanidad; ya no creían en un Dios que se fuese a ocupar de ellos. Como al pueblo de Nehemías, no les era posible entender que Dios fuera tan justo y fiel como para que cumpliese sus promesas; tal vez ya no guardaban la esperanza de que él mismo les fuese a conducir a un reino de verdad y justicia, de bien y paz, de amor y vida.
Jesús fue rechazado, amenazado, malinterpretado, pero no se quedó así, sin más, derrotado cuando apenas estaba iniciando su misión. Jesús asumió el envío proclamado en el rollo de Isaías y que marcaba el derrotero de su misión entre nosotros, y terminó siendo la luz que jamás se apagará y el amor incondicional de Dios a la humanidad.
A los bautizados de hoy sólo nos resta aceptar la nueva justicia y misericordia que Dios nos manifiesta y vivirlas entre nosotros mismos, siendo justos y misericordiosos como él, replicando fielmente el envío a anunciar también “las Buenas Nuevas” a la humanidad, sobre todo a los hijos e hijas de Dios más necesitados de compasión y ayuda.
Finalmente, como en Nehemías y en Lucas, también hoy necesitamos estar atentos a las Sagradas Escrituras, dejarnos conmover por su mensaje, para tomar conciencia de nuestra responsabilidad de cristianos. En la Biblia hallamos la palabra de renovación para recordar nuestra pertenencia al único Señor de la vida y para celebrar el amor inagotable del Dios de la alianza.
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