Epifanía 2 (B) – 2018
January 15, 2018
Las lecturas de hoy se encadenan una tras otra logrando que nuestro ser se llene no solo de admiración ante la omnipotencia y sabiduría divina, sino de profunda gratitud, y gozo interior al escuchar los deseos de Dios para con nosotros y nosotras sus amadas criaturas.
La lectura proveniente del primer libro de Samuel nos muestra a Dios llamándonos por nuestro nombre no solo una vez, sino dos y tres veces esperando nuestra respuesta como la del joven Samuel: “Habla que tu siervo escucha”. Escuchamos que Samuel servía al Señor -a Yavé, bajo la tutela de Elí, el sacerdote encargado del llamado El Lugar Santísimo del Tabernáculo en el centro religioso de Siló. Allí se encontraba el Arca de Dios. El Arca de Dios era una caja hecha de madera de acacia completamente cubierta en oro. Medía cuatro pies de largo, dos y medio pies de ancho y de alto. Tenía una tapa hecha de oro llamada “propiciatorio” Encima de la tapa había dos querubines uno en frente del otro cuyas alas tapaban el propiciatorio completamente. Esta era el Arca que había acompañado al pueblo de Israel desde su éxodo, a través del desierto. En ella se conservaban las tablas de piedra donde Moisés escribió los Diez Mandamientos. En esa época se postraban ante ese santuario, muchas familias de peregrinos que venían a ofrecer sacrificios de animales y a pagar promesas. El padre de familia se encargaba de ofrecer los sacrificios.
El joven Samuel a quien Dios llama tres veces por su nombre, es el hijo de Ana, una mujer estéril a quien Dios le escuchó después de que, con fe profunda, por mucho tiempo, día tras día iba a postrarse a la entrada del templo para elevar oraciones y lamentos insistentes, constantes y fervientes rogándole le concediera el milagro de concebir y dar a luz a un hijo. Cuando terminó de amamantar a Samuel, Ana ofreció a su único hijo para que pasara el resto de su vida al servicio de Yavé. Dice la lectura: “Samuel creció, y el Señor lo ayudó y no dejó de cumplir ninguna de sus promesas”. Samuel fue gran gobernador y profeta.
Muchos de nosotros y nosotras hemos escuchado que alguien nos llama por nuestro nombre y al responder y preguntar quién nos ha llamado, como le sucedió a Samuel, nos damos cuenta de que nadie que esté cerca nos ha llamado. La experiencia nos causa sorpresa y nos preguntamos por qué escuchamos lo que escuchamos. Aunque verificamos que nadie nos llamó, el eco de esa voz que escuchamos nos queda grabado y nos pone a pensar en que tal vez hay un mensaje importante que se nos está tratando de comunicar, o si reflexionamos y creemos en el llamado que Dios nos hace a todos sus hijos e hijas ¿no será que se trata de Dios llamándonos como lo hizo con Samuel? ¿Cuál sería nuestra respuesta?
Si creemos que Dios ha pronunciado nuestro nombre y si el sentimiento nos embarga y tal vez no lo podemos expresar con las palabras “Estoy aquí”, los versos del salmo de hoy pueden ser nuestra mejor respuesta al llamado que Dios a servir a su pueblo: “Oh Señor, tú me has probado y conocido; conoces mi sentarme y mi levantarme; percibes de lejos mis pensamientos. Observas mis viajes y mis lugares de reposo, y todos mis caminos te son conocidos. Aún no está la palabra en mis labios, y he aquí, oh Señor, tú la conoces. Me rodeas delante y detrás, y sobre mí pones tu mano. Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; sublime es, y no lo puedo alcanzar”.
Es cierto, aquel que nos creó conoce todo sobre nosotros y de nosotras. Su presencia por doquier es permanente; una dulce compañía que nos rodea por completo y con ternura. Dios observa lo que hacemos, los caminos y lugares que recorremos y hasta donde nos detenemos a descansar. Hemos de convencernos que Dios conoce nuestras palabras antes que las pronunciemos y creer, como dice el profeta Jeremías, que nos ha conocido mucho antes de formarnos en el vientre de nuestras madres de la misma manera que le sucedió a Jesús con María.
Con ese completo, profundo, maravilloso y sublime conocimiento que Dios tiene de nosotros y nosotras, nuestra respuesta a su Hijo Jesús de seguirlo también será inmediata como fue la respuesta de los pescadores del lago de Galilea del evangelio de Marcos y como fue el reconocimiento de Jesús de parte de Felipe y Natanael del pueblo de Betsaida: “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en el libro de la ley, y de quien también escribieron los profetas. Es Jesús, el hijo de José, el de Nazareth”.
Seguir el llamado de Jesús es el llamado a servir como Jesús nos lo muestra con su ejemplo y alimentado por su luz. Es tener la misma mente que Cristo y siempre identificarnos con los más humildes como Pablo les aconseja a los Filipenses. Seguir a Cristo es también como Pablo les indica a los efesios: revestirse con la armadura de Dios. Esa armadura es espiritual y se alimenta de la oración a toda hora y en comunidad. Nos ayuda a resistir las tentaciones, a siempre proclamar la verdad, a llevar al mundo el evangelio de la paz y a luchar por la justicia protegidos y protegidas con el escudo de la fe y la palabra de Dios que es la espada del Espíritu Santo. Por último, escuchamos a Pablo aconsejar a los corintios a “honrar a Dios en nuestro cuerpo” porque somos el templo del Espíritu Santo.
Hermanos y hermanas, digamos como nos dice el salmista: “¡Cuán profundos me son Oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán inmensa la suma de ellos! Vivamos esta experiencia de Dios con fe plena y sigamos a Cristo confiados en que lo único que tenemos que hacer es seguirlo, llevados de su mano y entregados al servicio de los que necesitan oír la Buenas Noticias del Reino de Dios, rodeando a los que desean ser reanimados en su fe, salir al mundo a luchar junto con los que claman justicia, servir a toda persona que pida sanación, restaurar su dignidad, y reconciliarse con sus opresores y la opresión de este mundo, ir al mundo a sembrar la paz entre nuestras comunidades y nuestros pueblos.
¡Salgamos al mundo a amar y a servir al Señor!
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