Domingo de Ramos (B) – 2024
March 24, 2024
LCR: Isaías 50:4–9a; Salmo 31:9–16; Filipenses 2:5–11; San Marcos 14:1–15:47 o 15:1–39, (40–47).
Imaginemos, como por medio de un “dron”, que volamos por toda Jerusalén en este día en el que Jesús entra en esta ciudad. Un día como éste, pero hace cerca de 2000 años, día de primavera, con una temperatura agradable y cielos hermosos. Mientras volamos podemos ver a cientos de personas en la ciudad que está situada en una meseta en las montañas de Judea. Miles de peregrinos están allí para la fiesta de la Pascua con la cual se conmemora la liberación del pueblo hebreo, por Dios, de la esclavitud en Egipto. Jerusalén, en ese momento, probablemente tenía una población de 40.000 personas, pero un festival importante como éste atraía a más de 200.000 peregrinos judíos que llegaban de todo el Imperio Romano. Así que, tal vez, ahora podamos imaginar las multitudes, el tumulto y el caos.
Ahora bien, imaginemos que la ciudad de Jerusalén estaba llena más allá de su capacidad y que se produjeron dos procesiones muy diferentes -algunos teólogos afirman que esas procesiones ocurrieron el mismo día-. Una era la procesión imperial (Jerusalén había caído bajo el control de Roma 63 años antes del nacimiento de Cristo) y la otra era la procesión de Jesús que se narra en la liturgia de las palmas y en los evangelios. La procesión imperial iría protagonizada por el gobernador Poncio Pilato, quien era el máximo representante del poder de Roma, residía a orillas del mar Mediterráneo y viajaba a la fiesta cada año para mostrar su presencia; llegaría con cientos de soldados y tropas montadas en una demostración de fuerza para preservar el orden y evitar que los lugareños tuvieran tendencias e inclinaciones hacia la insurrección. Recordemos que la fiesta de la Pascua celebraba la liberación del pueblo judío de la opresión de un imperio anterior, por lo que la presencia de Poncio Piloto y sus ejércitos se sumaba a la profunda ironía del significado de la celebración de ese día.
Ahora, imaginemos a Jesús reuniendo grandes multitudes después de entrar en la ciudad con su propia procesión. Entra montado en burro desde el Monte de los Olivos vitoreado y celebrado por su creciente número de seguidores. Esta narración parece haber sido moldeada intencionalmente según el libro del profeta Zacarías: “¡Alégrate, oh hija Jerusalén! Tu rey viene a ti; humilde y montado en un burro…” (9:9). De acuerdo con esta profecía, el rey, montado en este burro, desterrará la guerra de la tierra, ordenando la paz a las naciones. Este rey será un rey de paz.
En contraste, la procesión imperial que entra en la ciudad con un excesivo alarde de esplendor militar representaba los poderes de la guerra y la violencia, los poderes de la opresión y los poderes de la explotación económica; representaba perfectamente un sistema político que parecía normal en ese momento: el statu quo, donde los muchos eran gobernados por los pocos, en el que la gente común no tenía voz en la configuración de la sociedad y en el que un alto porcentaje de la riqueza de la iba a parar a las arcas de las élites a través de mecanismos y estructuras de leyes e impuestos injustos.
Así que, durante este tiempo, Jerusalén se convirtió en un centro de complicidad en su colaboración con Roma, el nuevo opresor. Jerusalén se convirtió en un centro de injusticia. No es de extrañar que cuando Jesús entró en la ciudad, las multitudes gritaran: “¡Hosanna! Que significa en hebreo “sálvanos” o “por favor, sálvanos ahora”. Las multitudes que vivían bajo este sistema de opresión y explotación querían una salida, una esperanza, una verdadera liberación.
Realmente no hay mucha diferencia entre ese tiempo y el nuestro en muchos sentidos. Hoy vivimos en una época en la que las agendas de unos pocos poderosos permiten convertir a las personas de color, inmigrantes, musulmanes, a la comunidad LGBTQ y minorías en chivos expiatorios, privando a nuestros conciudadanos del control sobre sus vidas y profanando la creación de Dios. Vivimos en un mundo donde la injusticia estructural es una realidad. El racismo, clasismo, sexismo e imperialismo son ejemplos del pecado estructural social. Vivimos en un mundo de opresión y degradación ecológica impuestos sistemáticamente. Y los que tienen el control saben muy bien que, si crean divisiones, caos y miedo, no es posible ningún cambio real y siempre prevalecerá el statu quo.
Pero Jesús ofrece un camino diferente, una visión alternativa. Ésta es la “buena noticia” que proclama el Evangelio. Jesús ofrece otra cosmovisión, completamente nueva, desconocida hasta entonces. Opuesto al mensaje del Imperio Romano y de todos los poderes que operan dentro del modelo de “poder sobre los demás”, el mensaje de Jesús es sobre el Reino de Dios, un reino de justicia, paz y amor. Éste es el sueño de Dios para todos nosotros. Jesús encarnó una visión alternativa, una visión marcada por la compasión, por el servicio a los más vulnerables, por la protección de toda la creación de Dios. La propuesta de Jesús de cambiar el statu quo fue activa con su procesión hasta el templo, en el centro de Jerusalén, donde se enfrentó a las estructuras de opresión de frente y desafió un sistema que muchos pensaban que no podían cambiar. Jesús no se dejó intimidar.
Este acto fue también una forma de enseñar al pueblo la verdad, que no hay que temer ningún poder terrenal, que la justicia de Dios es la máxima autoridad y siempre triunfa sobre las fuerzas de la opresión. Jesús estaba dispuesto a arriesgarlo todo, incluso su vida. Y, al final, su pasión por llevar el sueño de Dios de justicia, paz y amor hizo que lo mataran. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, éste es el sentido de la Semana Santa.
¿Cómo enfrentamos las estructuras sistemáticas de opresión? ¿Cómo podemos hacer esto juntos? ¿Cómo desafiamos el statu quo que nos quiere oprimir y destruir la creación de Dios? Jesús desafió el statu quo enseñándonos con su ejemplo a proclamar la libertad de la opresión con nuestras acciones y a vencer la violencia a través del amor.
Jesús demostró y formó un nuevo tipo de poder (en contraste al imperial). Él nos está mostrando ahora, en nuestro tiempo, el poder divino en cada uno de nosotros, donde no hay temor. Por lo tanto, nuestra oración es para que encarnemos el único poder que puede transformar nuestro mundo, comunidades y a nosotros mismos. El poder por el que Jesús arriesgó su vida: el de la justicia, la paz y el amor; el del reino de Dios en la Tierra.
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