Cuaresma 5 (A) – 2014
April 06, 2014
En las lecturas de este domingo nos presenta la liturgia una especie de síntesis de todo lo que a través de la Palabra de Dios hemos podido contemplar y vivenciar durante estas semanas. Recordemos que a partir del segundo domingo, comenzamos un ciclo de lecturas del evangelio según san Juan; el primer pasaje que meditamos fue el diálogo de Jesús con Nicodemo, y en ese diálogo, subrayamos la invitación de Jesús a re-nacer, es decir, abandonar todo lo que hemos sido hasta ahora para volver a nacer en el espíritu que él nos ofrece. El tercer domingo, meditamos sobre otro diálogo del mismo Jesús, pero con otro personaje: la samaritana, y allí la nota predominante fue el tema del agua viva, agua que sólo puede ofrecer Jesús y que no la niega a nadie, basta con que cada uno sintamos sinceramente en nuestro corazón esa sed profunda de conocerle y dejarse conocer por él, y él nos ofrece esa agua que brotará en cada uno como fuente viva.
En el cuarto domingo, reflexionamos sobre una acción realizada por Jesús: la curación de un ciego de nacimiento. Jesús se presenta como la Luz verdadera, la que ilumina al mundo, la que deja al descubierto la obras de las tinieblas; esa Luz, si cada uno de nosotros la acoge con sinceridad, nos conducirá por el camino de la verdadera y auténtica vida, la vida del amor, del compromiso, del encuentro y la acogida a nuestros semejantes.
Y hoy, como síntesis de todo lo anterior, la Palabra de Dios nos invita a meditar sobre el tema de la vida. La primera lectura nos recuerda quién es el que da la vida: Dios-Padre-Madre, Creador y Re-creador. Allí, donde todo parece haber terminado, donde hasta la misma esperanza parece haberse perdido, surge la Palabra creadora: “Yo les voy a infundir espíritu para que revivan” (Ezequiel 37:5). Ese valle repleto de huesos secos era Israel como pueblo de la elección y de la alianza; la rebeldía, el rechazo a la Palabra de su Dios y sus infidelidades, lo habían conducido a la muerte, a las tinieblas. Sin embargo, la fidelidad de su Dios, se hace presente: “Yo les voy a infundir espíritu para que revivan”.
Parece un poco extraño que hoy, a una semana de comenzar la conmemoración de la pasión de Jesús, la liturgia nos esté hablando de esa nueva vida; sin embargo, es para decirnos que a pesar del panorama de muerte que muchas veces nos rodea, y que rodeó también a Jesús, la última palabra no la tiene la muerte; la última palabra la tiene la Vida y el autor de la Vida que es Dios. Es que en definitiva, nosotros no recordamos la muerte de Jesús para quedarnos ahí, la recordamos y la vivenciamos, pero para poder celebrar con mayor plenitud el triunfo de la vida.
Eso es exactamente lo que también nos quiere decir el evangelio de este domingo. El amor y la misericordia de Dios, no nos ahorran la muerte, es necesario pasar por ella para poder alcanzar el gozo de la verdadera vida. Jesús no acudió inmediatamente al lecho de Lázaro que se hallaba enfermo y en peligro de muerte. Nos dice el evangelio que “a los cuatro días” Jesús decidió hacerse presente en casa de su amigo y sus amigas. Por supuesto que el reclamo de Marta y de María es apenas normal y lógico; nosotros hubiéramos hecho lo mismo. “No dices que eres nuestro amigo, ¿por qué no viniste cuando te llamamos? ¡Si hubieras estado aquí…mi hermano no habría muerto! (vv. 21 y 32). Es tan frecuente la misma queja que muchos dirigen a Dios: “si existe Dios, ¿por qué hay tanta muerte en el mundo, tanta violencia, tanto niño desamparado?”
La misión de Jesús no era evitar que Lázaro tuviera que morir. Ese paso natural es imprescindible; el mismo Jesús tenía que afrontarlo. Marta lo creía así; ella no aceptaba que el elemento físico de la vida, el cuerpo, tuviera que morir. Y es donde Jesús entra a corregir y a enseñar el verdadero sentido de la vida: “tu hermano vivirá”. Pero ella no lo entiende, “sí, ya sé que resucitará en la resurrección del último día”. Jesús corrige: no; es aquí y ahora porque: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre” (vv. 25.26).
En efecto, el proyecto creador de Dios no es hacer un ser humano destinado a la muerte, sino a la vida plena y definitiva, comunicándole la suya propia. Tal es el designio del Padre y la obra mesiánica de Jesús. Esta es precisamente la inauguración de la etapa última y definitiva de la creación. Para el que ha recibido el Espíritu de Dios no existe interrupción de vida, la muerte es sólo una necesidad física. Tal es la fe cristiana y la realidad que existe ya en los que pertenecen a Jesús.
El diálogo con Marta enfatiza que Jesús habla de la resurrección que obra la fe. Ser cristiano es resucitar ya; es decir, levantarse de la tumba, renovarse, ver las cosas de otra forma; encarar la existencia con un optimismo trascendental, frente al cual ya nada puede llamarse muerte. Lázaro volverá a la vida – la vida corriente de todos los días- y luego volverá a morir. No es esa la resurrección que Jesús proclama, porque no es definitiva. Lázaro es sólo un símbolo, una comparación: así como este muerto saldrá de su tumba, así todo ser humano-muerto debe salir y emprender el camino de la nueva y definitiva vida.
El poder del pecado nos esclaviza, nos ata, nos sepulta en una cueva oscura. Muerte y tinieblas. El ser humano ya no es. No piensa por sí, no obra por sí. La muerte-pecado que se ha hecho rito de la vida; estructuras que no nos dejan ni pensar, ni sentir, ni hacer. Un mundo que destruye al ser humano porque no quiere seres humanos libres. Y un ser humano impotente que se resigna a vivir como un muerto. Toda una sociedad que rinde culto a la falta de personalidad, al conformismo, al quietismo; que acepta un ropaje que la ahoga, que calla y llora, que ya no grita su libertad ni camina con los pasos de una conciencia autónoma, personal, consciente.
Jesús le dijo no a la muerte, no a quedarse quieto, no a ser una máquina empujada por otros. “La historia es un asunto que no puede parar: o la haces tú o aceptas que la hagan los demás. La historia es un asunto que no puede esperar”…
Todo aquel que practica el amor en esta vida, comienza a darle una nueva calidad a su propia vida. La fe en Jesús nos pone en posesión del gran secreto para que nuestra vida tome una calidad definitiva: imitar su entrega, seguir sus pasos, darle nuestra total y definitiva adhesión, todo esto le da a nuestra vida una calidad tal, que no se la da ninguna otra propuesta…
La vida que Jesús nos propone es un cambio cualitativo, que no es destruible por la muerte. El designio de Dios sobre el ser humano, que realiza Jesús, es la comunicación de una vida que cambia cualitativamente la que el ser humano posee: vida definitiva, que supera la muerte. Esta seguirá siendo un hecho biológico, pero no señalará el fin. Culmina así el designio del amor creador. Jesús invita a penetrar esa realidad del amor de Dios y a descubrir su alcance. Exhorta a fiarse de su palabra, a quitar la losa y soltar las ataduras de las antiguas concepciones de la muerte, que oprimían al hombre reduciendo su destino a la condición de cadáver (De la Torre, 2007: 45).
Hagamos de esta última semana de cuaresma una verdadera experiencia de vida. Que ese pan y ese vino, ese cuerpo y sangre de Jesús que hoy compartiremos en esta Eucaristía, nos alienten y nos ablanden el corazón para saber descubrir todo aquello que nos acerca más a la muerte que a la vida y pidamos al Padre que infunda en nosotros ese espíritu que nos aparta de la muerte y nos acerca a la vida.
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